martes, 21 de diciembre de 2010

Yo me muero por ese tipo

El 4 de febrero de 1992, debía acudir a una entrevista de trabajo. A pesar de la asonada golpista y los partes televisivos, me dirigí bien temprano a la oficina de Chacao en donde me esperaría un viejo amigo. Por supuesto, no se presentó. Ni siquiera abrió la imprenta. Afuera, un grupo de obreros parecía ajeno a los graves eventos que horas antes acababan de sacudir al país. Aunque quizás era mejor sentarse y conversar, como hacían ellos. Y esperar. ¿Esperar qué? me pregunté. Podía encontrarme con mi novia en Petare, acompañada de sus hermanos, sus hijos y los vecinos instando al saqueo-reminiscencia de febrero de 1989. Aunque esto fuera jodedera y no alejara mi atención a las licras negras con que Mireyita saldría a recibirme e invitarme un café. Más allá de la sensación que deja un buen guayoyo, percibo que en el barrio la gente está tranquila. Por ello estimé que podía ir a mis labores en el periódico sin temor a más sobresaltos.

El mediodía nos concentró en intervenciones en el Congreso. David Morales Bello, Aristóbulo Iztúriz (a quien vi en la tele) y Rafael Caldera. Pero al culminar mi jornada, los comentarios que más suenan en la calle se ubican en palabras provenientes de otro recinto. Mediático también, aunque lejos del palacio legislativo. Al llegar a mi apartamento, la novia de mi compañero quiere montar un afiche de “ese tipo”. ¿Cuál tipo? El que se rindió, quien acaba de declarar. Para un descreído impenitente como yo, el que tu hermano te despierte en plena madrugada para comunicarte: “¡Tumbaron a Pérez!” sólo podía obtener como respuesta: “¡Qué bolas!” No porque comulgara con el régimen del Gocho, sino porque no pensaba que los militares se atrevieran a tanto. Al igual que mucha gente, no los creía capaces. A pesar del pitazo que recibí, meses atrás, por parte de un civil involucrado con el MBR-200, quien me citó para sumarme al movimiento. La cuestión es que mis tendencias preanarquistas me inhiben de simpatizar con un esquema castrense, ya se trate de su visión del poder o de la desfachatez con que más de uno exhibe su panza bajo las charreteras. Monopolio de la violencia, firrrrrr.

Pero muchos de mis coterráneos piensan distinto. No hay nada como darle un palazo a la lámpara, es lo que siempre han dicho, no sólo para justificar a Pérez Jiménez, sino también a Franco, a Pinochet y a Perón, entre muchos otros. En Venezuela: el Porteñazo y el Carupanazo, dos secuelas del maridaje de la extrema izquierda con las balas del Ejército (porque todo se reduce a eso: a las armas). Cómo les gusta una gorra a algunos buhoneros que conozco, así como a profesores, diyéis y reinas de belleza, como aquella hija de un alto oficial que confesó a Nelson Hippolyte su amor por la música de Shakespeare. O como la historiadora que lamentaba el fracaso de "un hijo del pueblo, como siempre”, en nada menos que un alzamiento militar. Para la inmensa mayoría de venezolanos, la intentona matutina fue nuestra primera experiencia al respecto y el ambiente que siguió no fue de celebración, pero tampoco nadie salió, excepto y obviamente la milicia fiel, en defensa de la “Constitución”. Por eso, cuando el jefe golpista pide a sus aliados que depongan su actitud en un brevísimo discurso –signo inequívoco de la derrota que lo llevará a la cárcel de Yare, antes de ser sobreseído dentro de unos años–, no sólo convenció a medio país de ser el "primero" en asumir su responsabilidad. Además, con ello logró que muchos reconocieran en él al mesías prometido en el imaginario épico-militar-bolivariano, y para ellos su frase más famosa no fue sino el preámbulo al beso más anestesiante con que alguna vez los hayan seducido. Beso que me fue ajeno porque, más allá de mi animadversión, no vi la transmisión en directo.

El video de la rendición es harto conocido, y con todo me sigue pareciendo la mejor pieza oratoria del teniente coronel. Sucinto, conciso y “macizo”, como dirían por ahí. Pero al cabo de doce años de cansancio y luego de que tanto la chica del “afiche” como su familia pasaran a engrosar la larga lista de excluidos de Pdvsa –su novio, convertido en esposo, participó en el paro de 2002–, creo que también puedo seguir jactándome de haber sido el último en conocer la capitulación televisada. La imagen de la ahora madre de dos adolescentes me lleva a recordar una cuña de la Fundación Daniela Chappard, en donde una joven se refiere al hombre que conoció en una discoteca y a quien va asociando paulatinamente con el contagio de sida, al lado de un singular juego de palabras. Asimismo, no puedo olvidar el debut actoral de Courtney Love en el biopic de Milos Forman sobre Larry Flint, en el que la actual "conquista" del Comandante escenifica a la mujer del dueño y director de Hustler, devenida también en víctima del síndrome. Sin lugar a dudas, por ahora, mi amiga está muriéndose por ese tipo.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Chatarritas (V)/ Puente sobre el río San Julián


a Charles Bukowski






La lluvia embellecía sueños y aligeraba

los senderos infinitos del Ávila

a donde llegábamos en cada llamado de las nubes

sin importar los grises al ras del barranco,

a los que nos asomábamos borrachos de frío.

Cabía siempre debatir entre si

la montaña unía o separaba a Caracas del mar

sobre todo al mirar

desde la cima del hotel Humboldt.

Pero la lluvia no cesaba de empapar amantes

a la puerta de la fiesta

o turistas comiendo heladitos en Uria

o bailadores de San Juan

discutiendo con caraqueños

por el buche de ron o cañaclara

o bañistas desde playa Pantaleta hasta Los Cocos

que luego de la espuma salada

aceptaban piropos desafiantes a las novias

al abordar el rigor de regreso.

Una y otra vez un aguacero

movilizó graduandos desde los jardines

de la Universidad hasta la biblioteca

en más de un acto fallido.

Pero el perfil de una geografía melosa

nunca olvidó regalarnos poses impecables,

sobre todo cuando la tempestad

nos negaba la luna a la orilla del Atlántico

o cuando los cauces reclamaban

los manantiales olvidados

en las brumas del pico Naiguatá.


Agua capciosa


En la quebrada de Camurí aprendí a sacudir

bluyines contra las piedras lisas

convites de caricias

mientras la lluvia tomaba su ración de descanso.

Y cuando ella volvía

Titico no olvidaba bañarse desnudo

hasta la versión eléctrica

que nos obligaba a encerrarnos

en medio de Saga y Willie Colón

y los cachitos pa´huelé.


El barro conocía el Castillete de Reverón,

el Psiquiátrico de Anare y la Heladería Tomaselli.

Cerca desviaba el puente sobre San Julián

y una vez casi nos desborda

en uno de sus arranques

culpable de una caminata de diez kilómetros

y cinco días incomunicados.


La lluvia no me impidió descubrir la Enciclopedia Británica,

a Max Weber y la lectura veloz de Antonio Blay

en los insobornables mesones del campus

llenos de charlatanes y censura.

Sobraron oportunidades para resbalar en la vía hacia Galipán

mientras buscábamos las ruinas del doctor Kanoch

y los vecinos repetían: “Eso ya no existe”.


Pero aún faltaba el gran aullido,

el llanto del Ávila mezclado con sus baqueanos,

lamentos seniles, endechas de violadores y saqueadores,

la caída de todos los muros

y guijarros de tres pisos arrojados a 150 por hora

contra la Gata Borracha, Salsipuedes y el Hotel Miramar.


Barro de luto


Margaret no puede bailar con sus hijos en Uria,

Carmen vio volar los árboles en Naiguatá,

no encuentro el número de Ylenis

y de Arminda sólo la contestadora.


El alma mater yace bajo incertidumbres de lodo

que recobraron una fisonomía perdida

junto a nostalgias de tormentas

incapaces de arrasar

con el grupo de teatro Grieta,

el centro excursionista Huayra

(transmutado por el cine en Catia),

los discursos de graduación que intentaron

arrancar liendres

y el musgo para darle el aire cool al pesebre

del Centro de Estudiantes.


Mucho antes de mirarme en el listado de admisión

ya no era virgen

y admitía que las playas de Vargas

sólo despuntaban como reliquias vanas de weekend.

Pero más allá de un título y la lucidez

que sólo brinda el salitre por las tardes

un hombre afloró desde un fango de vivencias

moldeado por aguaceros que levantaron

quebradas hasta los tuétanos

en busca de inocencia

(hasta cuándo)

quizás a los ojos de Isabel en Macondo.


Ésta no es agua de luna

Ella apareció una semana después




J. M. Guilarte, de "El barbero loco" en Voces nuevas 2003-2004, Fundación Celarg: Caracas, 2004.


miércoles, 17 de noviembre de 2010

Los artistas no son gente distinta a los demás


por Rosa Montero

Me aburren profundamente los numerosos tópicos y malentendidos que se generan en torno a la figura del artista, y en concreto de los escritores, que es lo que me atañe más de cerca. Por un lado se supone que el escritor es un ser distinto y especial, una persona iluminada y sabia siempre acariciada por el aleteo fulgurante de las Musas. Esta idea ridículamente sublime del creador es el origen de muchas decepciones, como cuando un buen novelista resulta ser en persona un miserable (ocurre) o cuando se les pide a los literatos opiniones sobre cualquier cosa cual si fueran el oráculo de Delfos, y al abrir la boca dichos literatos empiezan a soltar mentecateces, porque nadie puede ser un experto al mismo tiempo en economía, sindicalismo agrario, rock progresivo, apicultura e incursiones bélicas, por poner un ejemplo.

Pero si por un lado existen todos estos tópicos rutilantes sobre los creadores, luego resulta que en la realidad a los autores se les trata como una basurilla. Como bufones de la sociedad, esclavos sin sueldo para el placer del público. Realmente no me explico cómo cuesta tantísimo entender que los derechos de autor son una cuestión de justicia elemental. La gente, cuando habla de cultura, se suele llenar la boca de grandes palabras, y al hacerlo habitualmente confunde el derecho al acceso a la cultura, con el que todos estamos de acuerdo, con la idea de cultura gratis, un concepto vidrioso que siempre acaban pagando los autores. Qué curioso que, en este mundo en el que todo se mide por lo económico, resulte tan difícil entender que las actividades creativas son un trabajo que también debe pagarse. A veces pienso que se fomenta esa idea ridícula del creador como ser especial justamente para despojarle de sus derechos laborales. Como si el sucio dinero manchara las níveas vestiduras de las Musas. Pero no nos parece que el dinero pervierta la vocación hipocrática de los médicos, por ejemplo (comprendemos que cobren). Y además, ya hemos dicho que las Musas no existen. Otro lugar común ampliamente extendido dicta que el artista ha de ser desgraciado hasta las cachas y que no puedes escribir nada medianamente bueno si no estás sufriendo como un perro. De hecho se suele mencionar una dicotomía totalmente falsa entre la vida y la obra, como si escoger la escritura fuera renunciar a vivir y meterse en un destino de anacoreta, cuando en realidad es justo al contrario, en realidad escribir es vivir, y hablo de una vida de primera calidad. Una buena vida, una actividad por lo general gratificante, incluso si eres un mal novelista.

Porque esa es otra de las confusiones: la gente piensa que sólo los buenos escritores son escritores, pero no es así, de la misma manera que también son abogados los malos abogados. Quiero decir que escribir es una forma de ser, una manera de vivir, pero también un oficio que se pule y se aprende y se desarrolla. Ser novelista, especialmente, es un trabajo modesto y fabril, una actividad tenaz de picapedrero. Las Musas no existen y la inspiración es un fogonazo del inconsciente que se suele conseguir con mucho esfuerzo. Como decía Picasso, que la inspiración te pille trabajando. Y también decía (Picasso fue una mina de citas célebres): "El arte es un 1% de inspiración y un 99% de perspiración". Aunque creo que esta última frase era originalmente de Edison y se refería a la invención. Los artistas, en fin, déjenme decir una obviedad, no son gente distinta a los demás.

Resulta que el 3,5% del PIB español viene de actividades relacionadas con la propiedad intelectual. Y de eso, el 1,21% procede del sector del libro. Quiero decir que es algo que mueve muchísimo dinero. ¿Y van a ser los primeros generadores de todo ese caudal quienes queden esquilmados? Cuando algunos piden la gratuidad de los contenidos culturales, ¿por qué ni se les ocurre exigir que sean gratis los bienes y servicios que te permiten llegar a esos contenidos? Es decir: queremos que la novela que nos descargamos no cueste ni un duro, pero pagamos religiosamente nuestros ordenadores, o la hora de enganche en un cibercafé. Las nuevas tecnologías posibilitan el acceso a los textos de muchas maneras: por el escaneo, con las fotocopias... Es simplemente elemental, un evidente derecho del autor, que se regule ese acceso, que se estipule un precio, unas licencias, una forma de respetar la propiedad intelectual. De la misma manera que se respeta cualquier otro trabajo. El derecho al acceso a la cultura nunca puede ser ejercido cabalgando en los riñones de los autores (normalmente magros, dicho sea de paso). Como es natural, los artistas quieren poder vivir de su oficio. Ya está dicho que son gente como los demás. También en eso.

http://www.elpais.com, 15-11-09


martes, 16 de noviembre de 2010

Chatarritas (IV)/ Trainspotting: estreno y reseña, 1997


Un filme sobre drogos bien hecho, incluso con una peculiar visión del hecho donde se confunden la tripa y la lucidez, que logró conciliar el dictamen de la censura en las alcaldías Libertador y Chacao con una contundente clasificación “D”, la cual no creemos haya ayudado en algo a alejar la posibilidad por parte de los chamos de acceder a esta nueva “apología” del vicio.

En su anterior Shallow Grave (“Tumba al ras de la tierra”), el escocés Danny Boyle había escarbado las posibilidades de una pieza de cine negro cargada de ironía y poco convencional, en la que las citas a Clockwork orange se evidenciaban en el cinismo y violencia protagonizados por Ewan McGregor (quizás no en balde llamado Alex, al igual que el delincuente del libro de Anthony Burgess versionado por Kubrick). La obsesión continúa en Trainspotting (basada también en una novela que ya lleva treinta y siete ediciones, escrita por el también escocés Irving Welsh) pero tan sólo en la ambientación de un bar y en la recurrencia de encuadres que, unidos a la impronta británica, parecieran por instantes refrendar la publicidad que reza “La naranja mecánica de los noventa”. No obstante, en los noventa las miserias humanas dan la impresión de reducirse a los espacios individuales y, en nuestro caso, a las almas abatidas por la heroína que tan sólo sabemos que se vende, se inyecta, ayuda a matar de sida o a traicionar a los amigos, y ante la cual un Estado, diluido aún en las casacas blancas de fidelidad a la corona del Reino Unido, tan sólo puede mantener tratamientos inútiles de rehabilitación y “vigilar” abúlicamente su cumplimiento. La destrucción según Boyle se dilucida en el fuero interno de los súbditos del consumismo, e incluso en el del Estado a quien, contrariamente al todopoderoso propulsor del método Ludovico en la Naranja –y señalado tanto por Burgess como por Kubrick como la fuente originaria del mal–, le da lo mismo dejar que Renton (interpretado por McGregor) se encarrile dentro de las “posibilidades” del sistema o que sus compañeros –o piltrafas– se encierren en sí mismos hasta morir.

1997


domingo, 31 de octubre de 2010

Tándem empedrado: José Hierro y Arturo Gutiérrez Plaza


Mundo de piedra
por José Hierro














Se asomó a aquellas aguas
de piedra.
Se vio inmovilizado,
hecho piedra. Se vio
rodeado de aquellos
que fueron carne suya,
que ya eran piedra yerta.
Fue como si las horas,
ya piedra, aún recordaran
un estremecimiento.

La piedra no sonaba.
Nunca más sonaría.
No podía siquiera
recordar los sonidos,
acariciar, guardar,
consolar…

Se asomó al borde mudo
de aquel mundo de piedra.
Movió sus manos y gritó su espanto,
y aquel sueño de piedra
no palpitó. La voz
no resonó en aquel
relámpago de piedra.

Fue imposible acercarse
a la espuma de piedra,
a los cuerpos de piedra
helada. Fue imposible
darles calor y amor.

Reflejado en la piedra
rozó con sus pestañas
aquellos otros cuerpos.
Con sus pestañas, lo único
vivo entre tanta muerte,
rozó el mundo de piedra.
El prodigio debía
realizarse. La vida
estallaría ahora,
libertaría seres,
aguas, nubes, de piedra.

Esperó, como un árbol
su primavera, como
un corazón su amor.

Allí sigue esperando.




Las piedras
por Arturo Gutiérrez Plaza

De las piedras se habla con envidia,
quizás, porque ellas no hablan.
No fruncen el ceño
y aparentan desatender
lo que a su alrededor acontece.

Obviamente, todo esto es mentira.

No vuelan, pero enseñan a los pájaros a volar.

Se detienen en los abismos, al pie
de los puentes, al margen de los ríos
y desde allí advierten
como anónimos vigías
los peligros de sostenerse en el aire.

Cultivan además varias lenguas sin poseer ninguna.

Su arte está en hablar por la boca de otros.

El aire las recuerda cada vez
que los páramos silban en el viento
y los ríos cuando nos adormecen
con su insaciable ronquido.

Si se agrupan lo hacen
como gesto fraterno, pues odian la soledad.

De ellas se escribe siempre
para hablar de otra cosa.

Su aparente mudez
es tan sólo una licencia que Dios les da,
pues así nos interroga.



Durante su larga trayectoria, el poeta español José Hierro (1922-2002) obtuvo, entre otros reconocimientos, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1981), el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (1995) y el Premio Cervantes (1998). Por su parte, el escritor venezolano Arturo Gutiérrez Plaza (1962) se ha hecho acreedor del III Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz (1999) y el IX Concurso Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (2009).

José Hierro, Libro de las alucinaciones. Ediciones Cátedra: Madrid, 2000.
Arturo Gutiérrez Plaza, Principios de contabilidad. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes: México, 2000.

jueves, 28 de octubre de 2010

Meditación del Miss Venezuela


por Ibsen Martínez

Un día madrileño, en la entreguerra del siglo pasado, José Ortega y Gasset subió a un tranvía para ir a hacer una diligencia. El trayecto no era sino de unas cuantas cuadras.

Por aquel entonces, don José solía publicar semanalmente una columna que llevaba como título “El Espectador”. El título perdura en la colección de sus obras completas publicada por la editorial Revista de Occidente. Y, la verdad, calzaba muy bien ese nombre, visto el espíritu que animaba aquellas columnas: eran la bitácora de un espectador imparcial pero interesado. Aquel día en especial, don José estaba atento a los ojos, las redondeces, los tobillos femeninos fugazmente vislumbrables al subir o bajar del vagón.

En el trayecto, en efecto, subieron y bajaron varias damas, de distintas edades y muy diversos tipos de belleza. Pocas cuadras más tarde, cuando don José debió bajar del tranvía, ya llevaba en mente el artículo cuyo título usurpa lo que hoy escribo. En él, don José se preguntaba cuál podrá ser la secreta ley que rige el modo “insolentemente táctil” con que los varones de estirpe hispana miramos a las mujeres por la calle.

Concluyó que esa insaciable mirada masculina, siempre dispuesta a dejarse sorprender y a acordarle atributos superlativos y zanjadores de toda discusión a la belleza de la mujer con quien nos cruzamos, no busca otra cosa que el arquetipo platónico: la belleza suma de la que emanan todas las bellezas.

En el fondo, dice, los mirones anhelamos topar con la mujer cuya belleza nos haga exclamar en el fuero más íntimo: “¡Ah, es ésta!” Desde luego, nunca topamos con el arquetipo y de allí que no dejemos de mirar y mirar por ver si algún día damos con él.

Don José supo hacer crecer aquel brillante artículo –de asunto tan raigalmente importante–, hasta hacerlo ensayo. El ensayo, que recomiendo a todo el público presente, se titula “Meditación de la criolla” y es, dicho sumariamente, un elogio de la belleza caribeña de habla hispana, y atañe, por eso mismo, a la mujer venezolana.

Obviaré glosarlo in extenso porque lo que a estas notas interesa es poner de bulto cómo Osmel Sousa se ha ido erigiendo en el sistemático destructor, en el metódico espantador de esa emoción, apolínea y platónica a la vez, que alguna vez fue el cálculo de la belleza femenina para los venezolanos de mi generación.

De aquellas divinas imperfecciones de los años sesenta y setenta –la nariz respingada, los ojos evocativos de Audrey Hepburn de la hechicera Mariela Pérez Branger, o el busto turgente y a todas luces intocado por el bisturí y la silicona de la pecosa y risueña María Antonieta Cámpoli, la narizota y los ojos rasgados y la boca desmesurada de Jeannette Donzella–, el Miss Venezuela ha devenido en algo que recuerda la fábrica de clones que es el argumento de Los niños del Brasil. Osmel Sousa es el ingeniero de control de calidad de esa fábrica de tarajayas esbeltas y sonrisa indiferenciada; el doctor Mengele de un campo de exterminio de la singularidad.

Es llamativo el modo en que nadie, o casi nadie, recusa el estragado patrón de belleza del señor Sousa, tan parvamente uniformador, tan imbuido de racismo y de tan obcecada aspiración de simetría que ha logrado el prodigio de que la miss Venezuela de cualquier año sea indistinguible de la del año anterior. ¡Hasta el gesto de incrédula, histérica y sorpresa de lágrima fácil con que cada una recibe la noticia de haber sido elegida parece maquinal fruto de ensayo ante el espejo de una línea de producción digna de una planta de ensamblaje Toyota!

Felizmente, la plural singularidad –séame lícito el oxímoron– de la venezolana con que me cruzo todos los días –soy peatón, soy mirón; pronto cumpliré los sesenta sin dejar de abismarme y girar el pescuezo en ciento ochenta grados al paso de una compatriota, como cuando era chamo– sigue allí, campante, con toda su gentil sensualidad, sus matices raciales –me niego a escribir “étnico”–, con sus narizotas, sus inverosímiles traseros, sus dientes superpuestos, su inquietante taconeo y su sabiduría vestimentaria, en todos los ámbitos de nuestra maltratada vida citadina para turbarnos como a don José turbaban las damas que viajaban con él en un tranvía madrileño hace casi cien años.

Y ni Osmel Sousa ni sus podadoras ni sus bisturíes ni sus jeringas de silicona y bótox podrán jamás prevalecer contra ella.

Amén.



http://revistamarcapasos.com
26-10-10
Imagen: María Antonieta Campoli, miss Venezuela 1972.

miércoles, 27 de octubre de 2010

El corrector y sus pruebas


Hace unos cuantos años, encargado como estaba de corregir la revista Sartenejas –uno de los buenos intentos surgidos de la otrora Dirección de Extensión Universitaria de la USB–, me tocó reunirme con un grupo de diagramadores en su oficina de Boleíta para discutir la pauta editorial. Luego de presentarnos, gracias a los oficios del insigne ilustrador René Croes, los amigos adquirieron la confianza suficiente en el transcurso de la jornada para confesarme la inquietud que los carcomía, desde que me vieron cruzar el umbral del estudio de diseño: “Cuando nos hablaron del corrector que venía en camino, nos imaginábamos un viejito español”. Una mezcla de halago e ironía para un bisoño y prometedor oficiante de las letras que se abría paso, además, entre prejuicios y lugares comunes como el que asocia el cuidado gramatical con los humores de otoño. Nada más alejado de la verdad, en este milenio de correctores jóvenes y cultos, formados en las aulas universitarias y versados en literatura y Google. Hoy, 27 de octubre, celebramos este oficio con aires de cenáculo, como un homenaje a Erasmo de Rotterdam -quien aparte de su impronta humanista está considerado el primer revisor de originales, labor que desarrolló en una imprenta de Venecia- y al control de calidad editorial. Mi tributo se extiende a profesionales de mucho vuelo y brillo, con quienes he compartido más de veinte años de vivencias diseminadas en las huellas de Jorge Gómez Jiménez, Wilfredo Cabrera, Arturo Marcano, César Russian, Rafael Pérez, Evelyn Castro, Elizabeth Rastvorov y Maribel Espinoza, entre muchos otros. En algunos lados del mundo habrá caza masiva de gazapos y colocación de acentos perdidos en vallas y anuncios públicos (hasta hace poco, durante mucho tiempo una tilde fue la gran ausente en la titulación de la estación del metro en Chacaíto), aunque en verdad preferiría abogar por una mayor conciencia lingüística, traducida en lectores más críticos y orgullosos de la lengua en que nos expresamos.

Imagen: Erasmo de Rotterdam, retratado por Hans Holbein el Joven en 1523.

sábado, 23 de octubre de 2010

Chatarritas (III)/ Plaza Venezuela, balada de 1999












I

Hasta hoy he sido sólo un cuerpo
capaz de privarse sin vacilaciones
de tantas ninfas que luego un leviatán vomitó
con la condición de no perderse ni una gota.
Un animal que intenta recuperar
algún síntoma de su hombría
-¿lo habrá logrado?-
Y me asomo al portavoz
de una corriente de aire amable
dispensadora de noches gratas y seguidas
de las que me vanaglorio
junto al radio-reloj y el advenimiento de Bukowski.
El paisaje provee un digital más grande
en la torre que anuncia el bulevar
y la sempiterna bulla que perfila
el cruce de avenidas.
Algunos disparos,
las luces de despedida del stadium
y las misses de un american-bar
disipan las dudas en ruta hacia este edificio
cuyos moradores cultivan el arte
del mutis social.
(Un ascensor carga lotes de almas silentes
siempre y cuando no las deje encerradas.

Casi diría que esfumadas)

Y mientras las hetairas
confiesan al falo su destreza
(algunas son devotas de Stanislavski,
mejor que regurgitar
tácticas brechtianas)
sólo miro consumirme
-¿o no?-
al penetrar a Margaret y eyacularla
con la suavidad de un Sanamed
-¿o la sinceridad de una vulva magistral?-

Desconozco si haya regresado
a cualquier lugar de partida
luego de bordear un bosque de siglos.

¿Dónde arranqué?
¿Dónde estaba Dios entonces?

Porque suponía que Dios estaba allí
y el atajo fue testigo
de poemas, La Habana, películas,
apoteosis del Magallanes,
insultos, Nydia, las demás, blues,
queratomileusis,
meretrices (aún),
Héctor Lavoe, su final
y el día de mi suerte.


II

¿Qué ha sido de mí en todo esto?

Una piltrafa de miedo, pues.
Una paranoia que provocó
fiebres, candidiasis,
terrores de madrugada,
una renta en preservativos
y miradas de soslayo
a los reportajes sobre el estado del síndrome.
Sin embargo
he continuado atado y sano a este mástil
aunque la zozobra por las sirenas continúe
aflorando su horizonte.

Porque la exquisitez de las divas no se ahoga
en tabúes ni en mitos redentores.
Ignoro si todo se reduce
a que realmente les pertenezco
-y alguna respuesta se parece a la plegaria de Jim Morrison-


pero prefiero el reflejo de Ulises
robado del libro, sobre mi ventana.




J. M. Guilarte, de "El barbero loco" en Voces nuevas 2003-2004, Fundación Celarg: Caracas, 2004.


martes, 5 de octubre de 2010

La ciudad como personaje (II)


por Olga de la Fuente


Wong Kar-wai y Hong Kong


La isla de Wong Kar-wai vive en un limbo entre la ensoñación y la realidad. Se trata de un lugar de colores saturados, luces eléctricas y horizontes borrosos. Ese Hong Kong es una ciudad donde las nubes se mueven a un ritmo acelerado, y donde las personas parecen flotar. Es una ciudad donde los barrios bajos no están peleados con la elegancia y la sensualidad. Nunca una pared sucia y despintada se había visto tan sexy como cada vez que Maggie Cheung va a comprar fideos en In the Mood for Love (2000). La actriz camina al ritmo de un waltz, pasa la mano por la pared y baja los escalones lentamente mientras su figura estilizada aparece y desaparece entre las sombras.

El Hong Kong de Wong Kar-wai no es la ciudad de horizontes con rascacielos y templos budistas. Tampoco es la ciudad de arquitectos modernistas como Pei o Foster. Se trata de una ciudad transitoria, melancólica y fugaz; un lugar de edificios en descomposición, espacios reinventados, callejones apretados y lugares de paso. Por medio de tomas cerradas y ángulos poco convencionales, el director nos invita a ser espías de sus historias a través de ventanas sucias, cortinas en movimiento y marcos de puertas.

Wong Kar-wai escribe desde la soledad y la alienación. El director que mejor ha reinventado Hong Kong nació en Shangai, donde aprendió sus primeras palabras en mandarín. A los cinco años, se mudó a Hong Kong donde tuvo que aprender un nuevo idioma –el cantonés- y adaptarse a una nueva cultura. Creció rodeado de inmigrantes y refugiados de la revolución cultural. No es casualidad que sus películas transmitan una sensación de naturaleza fracturada, de exilio y desolación.

Hong Kong es un espacio cargado de metáforas visuales. Relojes que representan la pérdida y el arrepentimiento. No-lugares como restaurantes de comida rápida, aeropuertos, bares y cuartos de hotel –espacios donde nadie se queda quieto y nadie se establece– que prefiguran el cambio y el inevitable paso del tiempo. Humo de cigarro y nubes en movimiento: la mutabilidad de la isla. Es una isla separada; en crisis de identidad; atrapada entre Oriente y Occidente, cantonés y mandarín, tradición y modernidad, pobreza y riqueza, cámara lenta y cámara rápida.

El cineasta expresa más contradicciones al recurrir a los lugares atestados de gente, como Chungking Mansions, donde Brigitte Lin hace negocios en Chungking Express; y espacios desolados, como el estadio de futbol donde Maggie Cheung trabaja y más tarde se enamora en Days of Being Wild (1990); o un McDonald's completamente vacío en Fallen Angels (1995). Inclusive en historias que suceden afuera de Hong Kong, como Happy Together (1997), filmada casi toda en Argentina, el director recrea los mismos espacios diminutos, los vecindarios sucios y los callejones angostos.

Fallen Angels es una película sobre la ciudad, una ciudad de ángeles caídos que invita al público a ser uno de ellos a través de una nueva perspectiva: filmada con una lente gran angular, la imagen distorsionada del espacio provoca una sensación de lejanía y cercanía, de conexión y desconexión. Contradicciones, finalmente. Así es Hong Kong, una ciudad en constante búsqueda de su identidad cultural; una ciudad cuyos habitantes se encuentran físicamente cerca y mentalmente separados; una ciudad que camina a un ritmo acelerado.

Los habitantes de Hong Kong son inmigrantes, expatriados, hombres de negocios transnacionales, viajeros, marineros, sobrecargos, policías, ladrones y matones a sueldo. Todos son solitarios empedernidos y casi todos cobran vida por las noches, al ritmo de una canción pop, un danzón o algo de reggae.

Wong Kar-wai intenta crear una memoria para una ciudad que trata de olvidar. Para él, Hong Kong representa una isla desconcertada espiritualmente y nostálgica por sus épocas doradas. Es una ciudad de pérdida, en busca de definición, atrapada entre las antiguas tradiciones y la modernidad, pero que posee la capacidad de adaptarse a las nuevas culturas que la habitan.



El Blog de Cine de Letras Libres, 30-9-10
www.letraslibres.com