domingo, 29 de agosto de 2010

De la Squadra Azzurra al manual para detractores


alle tifose Graziella Peri, Gabriela Zavatti e Adriana Seguro

5 de julio de 1982. El mundial de fútbol se celebra en España, cuya selección –evidentemente, hablamos de otros tiempos y costumbres– ya está fuera de competencia. La jornada se plantea crucial para el equipo italiano, obligado a ganarle a Brasil para pasar a la semifinal, mientras que al Scratch le basta con un empate (en esta oportunidad, la segunda fase consistió en cuatro liguillas, en lugar de los clásicos octavos y cuartos de final). Pero dije crucial, por no decir imposible. La Azurra había llegado a duras penas a esta instancia, tras una tríada de lastimosos empates en la fase eliminatoria, entre ellos el encuentro con un novel y prometedor Camerún. Por ello la victoria contra Argentina tomó a muchos por sorpresa, aunque en realidad la albiceleste fue también una decepción, con todo y el debut mundialista de Maradona. Pero en la mente de todos, incluso muchos tifosi, no cabía imaginar que la Italia de Paolo Rossi, Scirea, Tardelli y Dino Zoff tuviera algún chance contra esa especie de dream team brasileño, con jugadores como Zico, Falcao, Sócrates, Junior, Eder, Toninho Cerezo y Serginho en su mejor momento. Durante cuatro brillantes partidos, Brasil hizo valer la etiqueta del jogo bonito como hacía tiempo no se veía en una copa mundial, y 13 goles a favor y sólo 3 en contra (pese al endeble desempeño del guardameta Valdir Peres) estaban allí, esperando por el peldaño italiano. Como diría el eximio Carlitos González, se vislumbraba un hombre pegándole a un borracho en el piso, tal cual la final de México 1970.

Por ello no me preocupé mucho cuando, en medio de mi viaje a la Universidad, luego de un fin de semana familiar en Valencia, una cadena presidencial se encargó de recordarnos que la fecha es fiesta patria, y se celebra desde siempre con un desfile en el Paseo Los Próceres (la diferencia horaria con Sevilla, sede de la liguilla, no bastó para eludir la coincidencia). Empero, para mis adentros, y por muy extraño que parezca, la victoria verdeamarela no requería de una transmisión en vivo como marca de su obviedad. Nuevamente, en el trayecto recordé a Carlos González y su frase lapidaria; asimismo las limitaciones del cuarentón Dino Zoff con los disparos de media distancia, como el par de golazos con los que Brasil despachó a la propia Italia en la copa de 1978 para hacerse del tercer lugar, invicto y “campeón moral”, en palabras de Pelé. Además estaba fresca la despedida del campeón argentino por parte del letal Scratch, días atrás, con un sólido 3-1 apenas empañado por un error de la zaga, en las postrimerías. Del viaje en autobús no recuerdo más, probablemente me dormí, hasta que, ya en El Paraíso y rumbo a casa de una tía, me acerqué a un tipo al que parecía darle igual la actualidad futbolera mientras lavaba con resignación un taxi “patas blancas”, cuya radio ya daba cuenta de la culminación de la cadena. Quise entonces confirmar lo obvio.

Gana Italia 2 a 1, chamo. ¿Cómo? ¿Por cuál minuto van? pregunté. Están en el segundo tiempo, respondió. No puede ser, me decía una y otra vez, mientras aceleraba el paso a fin de corroborar la incómoda noticia en la radio de mi tía (porque en su televisor sintonizaban otra cosa). Pero también me animaba el hecho de que los grandes equipos se levantan y superan la adversidad. Y hasta entonces, el once dirigido por Tele Santana era uno de ellos. Así que llegué a la casa, sintoncé la emisora y, efectivamente, Brasil había logrado el empate, pero Paolo Rossi adelantó de nuevo a su equipo con su tercer gol de la tarde. A escasos minutos del final, Toninho Cerezo dirigió un violento cabezazo que Dino Zoff detuvo a milímetros de la raya de gol, ahogando el grito del narrador y de millones de brasileños, venezolanos y demás deudos de la canarinha. Para muchos, este extraordinario partido, como pudimos disfrutar en infinidad de reposiciones, marcó no sólo la salida de Brasil de la copa mundial 1982, sino también el ocaso definitivo del jogo bonito.

¿Qué vino después? Aparte de la apoteosis italiana como nueva campeona del mundo, luego de vencer a Alemania en el Santiago Bernabeu –y con más goles de Paolo Rossi–, esquemas futbolísticos como el brasileño, el argentino, el holandés, el inglés, el francés o el mismo alemán, que privilegian el ataque en desmedro de la defensa y en los setenta ya dejaban entrever su fragilidad, comenzaron a adaptarse a la eficacia que la especulación y el catenaccio pusieron en evidencia para darle a Italia su tercer título y el primero en 44 años. La delantera empezó a plantearse como un arte reducido a una élite que, con algunas excepciones, empezamos a llamar “cazagüires”, entendidos como goleadores de gran vocación e ideas elementales frente al arco. Mientras, la zaga se fortalecía con la práctica del contragolpe, lo que se traducía en resultados de bajas y cerradas anotaciones, sobre todo cuando de selecciones nacionales se trataba. Por otro lado, era desolador comprobar en nuestras caimaneras y campeonatos universitarios cómo el “método” de moda era practicado hasta sus últimas consecuencias, olvidándonos del fútbol vistoso que parecía haber pérdido la fórmula para ganar los torneos, en última instancia, el objetivo de cualquier divisa deportiva.

Como cabía esperar, mi animadversión hacia la Squadra Azurra y todo lo que representaba creció hasta niveles insospechados. Con todo y la promiscuidad que caracteriza mis preferencias futbolísticas –nunca olvidaré que Brasil impactó mi vida y la de muchos que iniciamos nuestra vida futbolística con la primera transmisión en vivo y directo de una copa mundial, en México 1970, pero al pasar los años la admiración se ha extendido a Holanda, Argentina, Portugal y la Colombia del “Pibe” Valderrama–, me hice más contra de Italia que nunca. Con el perdón de los tifosi, ese estilo que ni siquiera es asumido por los grandes clubes italianos, plenos de jugadores extranjeros –como la Juve, el A.C. Milan y el Inter–, y que se defiende como virgen histérica ante el destino sin trabas contrasta notoriamente con lo que constituye la esencia del deporte: nada menos que hacer goles. Continuando con el símil: la mancillación del arco contrario.

Al triunfo de la oncena de Enzo Bearzot, siguió un largo período de contrariedades para los azzurri, con excepción de la Italia del “Totò” Schilacci en 1990, cuando obtuvieron el tercer lugar en casa, y, por supuesto, del tetracampeonato obtenido en Alemania 2006: no en balde ambas escuadras han sido las más "ofensivas" de la historia azul, pero aun así ningún italiano ha logrado ubicarse en la lista de los mejores goleadores con más de diez tantos en mundiales, encabezada por Ronaldo. (Por cierto, llama la atención que el lapso de 24 años [1982-2006] entre los últimos títulos italianos es el mismo que trascurrió entre las dos Series del Caribe ganadas por los Leones del Caracas, así como el que separa las últimas Series Mundiales en el palmarés de los Cardenales de San Luis. Caracas-Cardinals-Catenaccio. ¿Qué significa? ¿esperar a 2030?) Del resto cabe destacar las cuatro copas consecutivas en que la Squadra quedó fuera del certamen por penales o tiempo extra, desde la misma 1990. Asimismo, Italia posee el dudoso honor de ser la única selección presente en el par de ocasiones en que la final de copa ha debido dilucidarse desde el punto de tiro penal. En descargo de los peninsulares, podría afirmarse con Ángel Alayón que “sólo aquellos que tienen el valor de cobrar un penalti, pueden fallarlo”. Perogrullada y cursilería aparte, creo que no es casual que Roberto Baggio, jugador insigne pero también arte y parte de la aburrida marca de fábrica azzurra, haya terminado como emblema del fracaso en el cobro de penales, por encima de casos como el del alemán Uli Hoeness en la Eurocopa de 1976.

En todo caso, más allá del rotundo mentís que la victoria mundialista de España en Suráfrica representa ante las técnicas especulativas en el fútbol, la cálida afición italiana tendrá desde este fin de semana la ocasión de sacudirse el desencanto producto de la infausta performance de su selección, con una nueva edición del Calcio en la cual el Inter pretende alargar la racha de cinco scudettos en fila. Mientras, la Eurocopa de 2012, a celebrarse de forma conjunta entre Polonia y Ucrania, espera (o mejor dicho, los tifosi) por el renacer italiano. De igual manera, la mesa estará servida en 2014 con el anfitrión brasileño que, ante su torcida y con cuatro años de reflexión, veo muy difícil que vaya a pelar ese boche.

lunes, 23 de agosto de 2010

Mark Twain: El profeta rabioso


por Ibsen Martínez

Yo también, como tantos, estuve a punto de sucumbir a la superchería de que Mark Twain era algo así como el Coronel Sanders sin el pollo Kentucky, tal como denuncia Ron Powers, uno de sus mejores biógrafos.

En efecto, la proverbial conspiración de editores mojigatos y deudos gazmoños llegó a convertirlo en un eterno sexagenario paternal, irónico y algo excéntrico; un cascarrabias muy chistoso que sabía contar cuentos del Mississippi. "Lo han fregado y desinfectado desde su muerte -declara Powers- y su apasionamiento estuvo a punto de olvidarse. Pero helo aquí, hablándonos, sin filtrado alguno y lo que nos llega a pesar de todo lo que habíamos perdido de él es, justamente, su feroz e incesante pasión."

Se refiere a la inminente aparición del primero de los tres volúmenes de la autobiografía de Mark Twain, que la editorial de la Universidad de California ha anunciado para el mes de noviembre.

"De la primera a la cuarta edición, toda opinión mía sana y sensata deberá suprimirse", instruyó el escritor muy puntillosamente en 1906. Y justificó su disposición diciendo: "Tal vez haya mercado para ese tipo de mercancía dentro de un siglo. No corre prisa; así que mejor esperar y ver".

Sucesivamente, en 1924, 1940 y 1959, distintas versiones de la autobiografía habían sido publicadas. Al editor original, Albert Bigelow Paine, y a la hija de Twain, Clara, se atribuye la expurgación de extensos fragmentos del libro que dejan ver cuán insumiso era el pensamiento de Twain en cuanto a la política, la sexualidad, las religiones.

La oposición de Twain al incipiente imperialismo de su patria y las intervenciones militares en Cuba y Filipinas, por ejemplo, es suficientemente conocida. Pero, según Larry Rohter, comentarista del New York Times, esta autobiografía no censurada "deja ver claramente cuán hondo era su sentir al respecto e incluye comentarios que, de hacerse hoy día, en el contexto de Irak o Afganistán, probablemente llevarían a la actual derecha de su país a poner en tela de juicio el patriotismo del más estadounidense de los escritores americanos".

Paine, el zelote del decoro, dispuso sin más de un fragmento en el que Twain prefigura episodios como el de My Lai, durante la guerra de Vietnam. Al comentar el ataque de tropas americanas a una tribal aldea filipina, llama a los soldados de su país "nuestros asesinos de uniforme".

El actual albacea del manuscrito integral de la autobiografía del autor de Cartas desde la Tierra , así como de otros muchos materiales hasta ahora inéditos, es el llamado "Proyecto Mark Twain", de la Universidad de California, sede de Berkeley. Gracias a él, y la "Mark Twain Foundation", es posible leer por vez primera el ensayo inconcluso que aquí se ofrece.

Se le supone escrito en algún momento entre 1889 y 1890 y su interés reside en que por aquellos días alborales del periodismo amarillo, Twain ya se había hecho una áspera opinión del género rey del periodismo moderno.



En torno a la entrevista
Texto inédito de Mark Twain


A nadie le gusta ser entrevistado y, sin embargo, nadie se niega a ello porque los entrevistadores son educados y de modales gentiles, hasta cuando salen en plan de destruir. No doy a entender con esto que siempre salen a destruir intencionalmente ni que, sólo luego de haber destruido, cobran conciencia de ello. No; creo más bien que su actitud es la del ciclón que sale con el cortés propósito de refrescar una villa sofocada por el calor, sin percatarse luego de que le ha hecho de todo menos un favor.

El entrevistador te disemina, hecho picadillo, por toda la redondez del mundo, pero no puede concebir que te lo tomes como un menoscabo.

La gente que culpa a un ciclón lo hace sin parar mientes en que la idea de simetría que éste tiene no es la de una masa compacta. Quienes hacen reproches al entrevistador lo hacen sin pensar que, después de todo, él no es más que un ciclón, si bien disfrazado a imagen y semejanza de Dios, igual que el resto de nosotros. Y que no se propone hacer daño alguno, incluso cuando barre el continente con tus restos, pensando que solamente está haciendo las cosas más agradables para ti y que, en consecuencia, es más justo juzgarle por sus intenciones que por sus obras.

La entrevista no fue una invención feliz. Tal vez sea la manera menos afortunada de intentar dar con lo que realmente pueda ser un hombre.

Para empezar, el entrevistador es todo lo contrario de una inspiración, puesto que le temes. Se sabe por experiencia que, tratándose de estos desastres, no cabe escoger. No importa lo que él escriba, de un vistazo verás que habría sido mejor si hubiese puesto lo otro. Pero tampoco es que lo otro hubiese sido mejor que esto; sencillamente no habría sido esto.

Cualquier cambio que se haga debe y podría ser una mejora aunque, en realidad, sabes muy bien que nada mejoraría. Tal vez no me esté haciendo entender. De ser así, entonces sí me he hecho entender, algo que no habría logrado excepto no haciéndome entender puesto que lo que trato de mostrar es lo que sientes, no lo que piensas. Puesto en el trance de una entrevista, no puedes pensar. No es una operación intelectual: es tan sólo un moverse, decapitado, en un círculo confuso. Quisieras entonces, de un modo aturdido, no haberlo hecho, aunque en realidad no sepas qué es lo que no hubieses querido hacer y, además, no te importe saberlo porque ese no es el punto: simplemente quisieras no haber hecho cualquiera que sea lo que hayas hecho. No haber hecho qué cosa es cuestión de menor importancia; no tiene nada que ver con el caso; ¿entienden lo que quiero decir? ¿No se han sentido alguna vez así? Bueno, así es como uno se siente al leer impresa la entrevista.

Sí: tienes miedo del entrevistador y no encuentras inspiración en ello.

Te encierras en tu concha, te pones en guardia, te haces el descolorido, intentas hacerte el listo y darle vueltas al tema sin decir nada y, cuando al fin lo ves todo impreso, te enferma ver cuán bien lo hiciste. Todo el tiempo, a cada nueva pregunta, estás atento a detectar adónde quiere llegar el entrevistador para hurtarle entonces el cuerpo. Especialmente si lo pillas tratando de hacerte decir cosas humorísticas. La verdad, eso es lo que trata de hacer todo el tiempo.

Y lo hace tan llanamente, tan abierta y desvergonzadamente que al primer esfuerzo logra secar tu pozo y, si aún insiste en ello, es como si te calafatease. No creo que nadie haya dicho nunca algo realmente humorístico a un entrevistador desde la invención de su tan tenebroso oficio.

Sin embargo, como está obligado a poner algo "característico", él mismo inventa las humoradas y salpica con ellas las entrevistas. Estas resultan siempre extravagantes, a menudo farragosas y, en general, compuestas "en dialecto": un dialecto inexistente e imposible, por cierto. Este tratamiento ha destruido a más de un humorista, pero el mérito no es del entrevistador porque él nunca se propuso hacerlo.

Hay un montón de razones por las que toda entrevista es un error. Una de ellas es que el entrevistador, luego de abrir grifos aquí, allá y acullá, haciendo multitud de preguntas hasta dar con el que fluye libremente y con interés, nunca parece pensar que lo sabio sería concentrarse en este último y tratar de sacarle el mejor provecho, desentendiéndose de todo lo que ha dejado ya correr. Pero él no lo ve así: se asegura de cerrar ese manantial con otra pregunta sobre alguna otra cuestión y con ello su única pobre oportunidad de llevar a casa algo de valor escapa de inmediato y para siempre. Habría sido mejor ceñirse al asunto del que a su hombre más interesaba hablar, pero esto jamás podría hacérsele entender. No sabe si estás prodigando metales preciosos o sólo paleando escoria; no distingue la mugre del oro de ley: todo es igual para él y pondrá todo lo que digas.

Entonces, al ver por sí mismo cuánto de lo que no valía la pena haber dicho está todavía crudo, intenta componerlo poniendo de su propia cosecha que cree madura pero que, en verdad, está podrida. Cierto, lo hace todo con muy buena intención. Igual que el ciclón.

Así, sus interrupciones, su modo de desviarte de un tópico hacia otro, tienen en cierta forma el efecto sumamente grave de sólo a medias dejar expresarte respecto a cada tema.

Por lo general, sólo atinas a decir lo suficiente para perjudicarte y nunca llegas donde hubieras querido explicar y justificar tu posición.


(Traducción de Ibsen Martínez)
Tal Cual, 1 de agosto de 2010

sábado, 14 de agosto de 2010

Chatarritas (I)/ Marcianos: Una guerra de independencia


En una conversación con George Lucas, el investigador Joseph Campbell afirmaba que, sin perder la noción tradicional del mito, el afamado director había creado una nueva forma de abordar la representación simbólica del hombre, a través de la explotación cinematográfica de imágenes hasta entonces “nunca vistas” (lo cual no era cierto ya que, en 1968, los efectos especiales de Douglas Trumbull vieron la luz en 2001, odisea del espacio, nueve años antes del estreno de La guerra de las galaxias). En todo caso, la reposición de la saga que continuó con El Imperio contraataca (1980) y El regreso del Jedi (1983) parece constituir algo más que un nuevo golpe a la gallina de los huevos de oro. Mucho Blade Runner, Terminator y Robocop, entre otros –amén del reciente y espléndido Quinto elemento de Luc Besson–, ha pasado bajo los puentes de estos veinte años, por lo que una campaña publicitaria que procurase del mundo una mirada reincidente a las aventuras de Luke Skywalker, princesa Leia y compañía podría correr el riesgo –así fuera bajo el formato de “edición especial” y el aval de la Pepsicola resollante por la herida venezolana– de estrellarse contra el gusto de una juventud demasiado entrenada en Doom como para que la maldad de Darth Vader pudiese siquiera horadar su sentido de la “cursilería”.

Sin embargo, la masiva respuesta en las salas estadounidenses a las desventuras del Jedi debiera darle la razón al experto en mitos: las historias de Star Wars atraen no sólo por la simpatía de sus personajes, sino además porque detrás de la parafernalia tecnológica –ciertamente demodé en los actuales momentos– se develan vigentes los relatos de siempre, aquellos que los seres humanos escuchamos con avidez en cualquier época, así se reduzcan a la disputa entre el bien y el mal, al viaje o al proceso iniciático del héroe. Asimismo, cercana al siglo XXI hemos podido constatar el ansia por beber una vez más la savia de la ciencia ficción, para lo cual Hollywood se encargó, hace un año, de recrear un ataque interestelar contra la Tierra –otra obsesión humana y frecuente, esta vez explotando el caso de la autopsia a un supuesto visitante del espacio atrapado en la región de Roswell (Nuevo México, EUA), reabierto por su Fuerza Aérea después de cincuenta años “en secreto” por razones de Estado– en la cinta Día de independencia, de Robert Emerich, donde la imagen spielbergiana del extraterrestre, cuyas bondades parecían suficientemente sólidas desde el rodaje de Encuentros cercanos del tercer tipo, se desvanece para dar paso a la acción de seres no sólo malos de verdad verdad sino también horribles y babosos. Aunque no terminemos de entender qué es realmente más feo: si ellos o la pretensión gringa de “vacilarse” nuevamente la gloria de su “destino manifiesto” en un predecible y sentimentaloide resultado, que parecía ya superado con E.T. pedaleando al lado de una imberbe Drew Barrymore.

Pero la nación del Norte continúa parodiándose a sí misma: Tim Burton, en una visión aparentemente inocente de los platillos voladores que aparecían en barajitas hace cuarenta años, desarrolló una historia de resistencia a los marcianos en la que no olvida, eso sí, deshacerse del Presidente de EUA y de su Ministro de Defensa, este último con un desempolvado discurso de Churchill en los labios antes de sucumbir ante los hombrecillos verdes. Y recurre al poder de la música y del amor (¡volvemos al kitsch!) para liberar a los terrícolas no solamente de los enemigos descritos en el guión de Marcianos al ataque sino, esperemos también, de la continuación de Independence Day. Porque, además, para una próxima ocasión los productores no contarán con el soporte “real” de la Fuerza Aérea de Roswell: oficialmente el caso del “marciano” acaba de ser cerrado, al declararse que no se trataba del sobreviviente de un ovni sino de un muñeco utilizado “para experimentar caídas desde grandes alturas y estudiar el resultado de los impactos”. Malas noticias para los amantes de la new age… y para los Hombres de negro.

Octubre, 1997

sábado, 7 de agosto de 2010

Miles Davis ¿definitivo?


En la eterna búsqueda por parte del editor, del crítico literario y del académico de la lengua, mi amigo Carlos Pacheco tiende a ver con buenos ojos las ediciones que se pretenden “definitivas”, etiqueta que me cuesta compartir, pero que en el caso de Miles Davis: La biografía definitiva (Ian Carr, 2009) adquiere los ribetes adecuados de una obra que “aporta el contrapunto analítico y, en cierto modo, necesario a la brillante, pero un tanto errática y fragmentaria, autobiografía que escribiera el trompetista, de la mano de Quincy Troupe; proporcionándonos una equilibrada y muy amena relectura de la vida y la obra de uno de los grandes íconos de la cultura y el arte del siglo XX” (de la contratapa de Global Rhytym). Nacido en Escocia y graduado en el King´s College de Newcastle, Ian Carr es, además de un excelente y reputado músico, uno de los periodistas y críticos de mayor renombre en el Reino Unido, donde colabora regularmente con BBC Radio 3 y escribe también para BBC Music Magazine. Es el autor de Music Outside (1973) y de Keith Jarrett, The Man and his Music (1991), y con el mismo Jarrett, Bill Evans, Joe Zawinul y Jack DeJohnette, entre otros, entabló “reveladoras conversaciones” que, al acercarnos al mundo del sempiterno reinventor del jazz, recrean igualmente y en buena parte la historia más lúcida del género. A continuación, este libro –que viene acompañado de un DVD contentivo de un recital efectuado en Munich, durante una gira de 1988 y del cual me plazco en colgar un par de extractos– es objeto de una estupenda semblanza por parte de Carlos María Domínguez, con notables asociaciones literarias y culturales que no hacen sino reforzar el pedestal de un artista cuyas contradicciones y arrebatos no lograron superar su excepcional talento.


El Picasso del jazz
por Carlos María Domínguez


DOS CONSEJOS que Miles Davis daba a sus músicos resumen su trayectoria y su legado al mundo del arte: "tocá la música que no está" y "nunca termines tus frases". Creía que un artista brilla en el error. "Así es como se descubren cosas nuevas. Y la única manera de cometer errores es ampliarse y correr riesgos."

Las citas pertenecen a la excelente biografía del escocés Ian Carr (Miles Davis. La biografía definitiva), que también cuenta esta historia: como a la mayoría de los músicos les resultaba difícil dejar de tocar con perfección en terrenos seguros, Miles alteraba el ritmo, cambiaba las escalas y desacomodaba la música en medio de los temas para obligarlos a dar lo mejor de sí. Lo reiteran, agradecidos, muchos integrantes de sus bandas. Ese reto era consustancial al bebop, que desarrollaron Charlie Parker y Dizzy Gillespie en los años 40, pero fue Miles Davis el que lo llevó más lejos, favorecido por una doble excepción: no morir joven, como la mayoría de los músicos de su generación, y no regresar nunca a lo que dejaba atrás. Del bebop al cool, del cool al funky, del funky a la fusión con el rock y con los sintetizadores electrónicos. Conoció la celebridad internacional, vivió años de pesadilla, se rehízo varias veces y grabó tanta música que aún hoy las compañías tienen discos por editar. Nació el 26 de mayo de 1926 en Alton, Illinois, y murió el 28 de septiembre de 1991 en Santa Mónica. Cambió el sonido en el jazz.

NEGRO SOBRE BLANCO. Ian Carr es uno de los críticos de mayor renombre en el Reino Unido y un músico prestigioso, de modo que su biografía, que llega en su revisión definitiva, recorre la trayectoria de Miles Davis con especial detalle en la integración de sus bandas, descripciones de las sesiones de grabación, actuaciones en vivo, uno por uno los temas de cada disco y lo que ocurrió en ellos. Nunca mejor justificado, tratándose de un género donde la música se rehace en sus versiones y cada instrumentista tiene una relación integral con el sonido de conjunto, como lo concibió Charlie Parker.

Un beneficio pedagógico y nada desdeñable es que puede uno colocar un disco de Miles en la bandeja y escucharlo de un modo nuevo con el libro en la mano. Por ejemplo: en la grabación de "The Man I Love" para el sello Prestige, en vísperas de la navidad de 1954, cuando Thelonious Monk arranca su solo en el piano, a poco de comenzar sus variaciones se pierde y deja de tocar. Queda la batería y el contrabajo sosteniendo el abismo durante unos cuantos compases hasta que Miles lo reubica con unas pocas notas de su trompeta y Monk retoma su solo con una intensa figura melódica. El cabo que le arroja Miles es casi una puteada porque, aunque lo admiraba, no lo quería en el estudio. Monk pasaba por un período decadente y Miles apenas lo soportaba detrás. Se quejaba de que no le brindaba ningún apoyo y temía que arruinara sus solos de trompeta. Habían discutido fuerte y estuvieron a punto de agarrarse a trompadas. El dato agrega una tensión que permite escuchar el tema de un modo diferente.

Para el lector no especializado las descripciones musicales son abrumadoras, pero Carr incluye informaciones que ofrecen una visión más integral, y aun cuando elude asuntos espinosos, logra dibujar la compleja vida de Miles Davis. "Un negro completamente nuevo -aseguraba su abogado y amigo Harold Lovett-. Sabe lo que quiere y lo obtiene." En esa afirmación hay que sumar contratos que con el tiempo se hicieron millonarios, varios Ferrari, un edificio de cinco pisos con un templo ortodoxo ruso reformado que fue su casa en Manhattan, ropas elegantes y sofisticadas, y sobre todo, la intransigencia frente a cualquier clase de presiones. Un músico negro y orgulloso que ejerció su arte con indiferencia hacia el público y una cuota de revancha contra la discriminación racial, sobre dos potentes claves: la agresividad y un lirismo sobrecogedor.

ASCENSO Y CAÍDA. Davis pasó gran parte de su vida intentando llegar con su música a los negros pobres, pero la mayoría de su público siempre fue de raza blanca. Hijo de un dentista y de una familia de clase media acomodada, padeció el racismo pero no las penurias económicas de la mayoría de los músicos negros con los que compartió su vida. Muy joven comenzó a tocar la trompeta con un sonido redondo y vocal, a los dieciséis años se integró al sindicato de músicos para poder participar en distintos eventos y cuando llegó a la ciudad la banda de Billy Eckstine, con Charlie Parker y Dizzy Gillespie, y lo invitaron a subir al escenario con ellos, su destino se decidió para siempre. Tenía entonces diecisiete años.


Poco después el padre lo envió a la escuela de música Juilliard, de Nueva York, contra la voluntad de la madre, que quería encaminarlo hacia la música clásica y a la Fisk University. Apenas llegó, Miles buscó a Charlie Parker durante una semana y cuando lo encontró en una jam session de Harlem, como Charlie no tenía dónde dormir, se lo llevó a vivir con él al cuarto que acababa de rentar. Durante un tiempo alternó la escuela con los clubes de jazz hasta que, naturalmente, abandonó la escuela.

Los años cuarenta estuvieron dominados por el jazz tradicional de los antiguos estilos de New Orleans, el dixieland y Chicago, pero había unos cuantos clubes en la calle 52 donde el bebop se abría camino. Miles se integró al quinteto de Charlie Parker en el otoño de 1945 y lo acompañó por cuatro aleccionadores años.

Es la etapa mítica en la que aprendió a tocar por encima de lo que sabía, al lado de unos tipos que recuperaban las raíces de la música negra con una nueva proyección: cada integrante del coro, incluida la sección rítmica, rotaba a solista, y las preguntas y respuestas se multiplicaban en los diálogos de un instrumento con otro, de modo que solista y coro, asumidos como posiciones de pasaje, abrían una dinámica de libertad individual y nuevas armonías colectivas.

A partir de entonces, y a medida que las compañías discográficas comenzaron a grabar bebop, Miles Davis se convirtió en una destacada figura del jazz. Introdujo la sordina Harmon, que dio a su trompeta un sonido nocturno, íntimo y un tanto claustrofóbico, luego adoptada por infinidad de músicos. Con un noneto en el que participó Gerry Mulligan y el arreglista Gil Evans, figura decisiva en distintas etapas de su carrera, inauguró un sonido cool, lento y relajado, que haría escuela.

Conoció períodos de intensa producción musical para los sellos Prestige, Columbia y, finalmente, la Warner, y dos caídas en el abismo de las drogas. La primera vez fue a comienzos de los años cincuenta. Lo sacó de juego por cuatro años. La segunda, en 1975, lo mantuvo inactivo hasta 1980. La primera crisis liquidó la rápida celebridad que había conseguido en Europa. Acaso influyó el contraste con la situación en Estados Unidos, donde el prestigio importaba poco si no producía suficiente dinero. Se degradó hasta la humillación y el proxenetismo, y se convirtió en un indigente más dentro del gueto negro. Su excepción fue que hallándose en un estado desastroso, regresó a la casa paterna en San Luis y, decidido a sobrevivir, se encerró para hacer un corte radical con las drogas. Solo, sin ninguna clase de asistencia.

LIDERAZGO FUERTE. Regresó en 1954 con un sonido más emocional y profundo, liderando un cuarteto, un quinteto y un sexteto, con los que grabaría reconocidas obras maestras del jazz. Fue la época de su trabajo con John Coltrane en el saxo tenor, con Red Garland, Paul Chambers y Philly Joe Jones, entre otros de un alto nivel de creatividad. Su figura se proyectó internacionalmente y sus discos vendieron cientos de miles de copias. Grabó seis discos en doce meses, entre ellos uno que lo llevaría a la cima: Kind of Blue, para el sello Columbia, que le puso un productor personal y lo revistió de dinero.

Gran parte de la riqueza y el riesgo en la evolución del jazz ha sido la imposibilidad de retener a los músicos en las bandas. Como la destreza individual de cada integrante era decisiva, la rotación siempre fue enloquecedora, ya fuera porque los reclamaban otros líderes, porque su prestigio crecía hasta animarlos a seguir un camino personal con su propia banda, o porque las drogas los sacaban de circulación.

El invento de Charlie Parker permitió que unos músicos aprendieran de otros, todos se potenciaran y expandieran buscando caminos nuevos. Los préstamos de músicas, arreglos y melodías fueron continuos, lo que ocasionaba no pocas tensiones a la hora de adjudicarse la autoría de los temas, porque la creación original podía ser de uno, pero el sonido final, la coloración, los arreglos y el estilo que lo hacía lucir pertenecía al director de la banda, con un sello personalísimo. Miles Davis ejerció siempre un liderazgo fuerte, velado y enigmático para el público. Organizaba los conciertos con gestos cifrados que sólo comprendían los músicos que tocaban con él. Salía del escenario cuando dejaba de tocar y sólo volvía a escena si repetía su solo de trompeta. No hacía bises, no agradecía los aplausos y no presentaba los temas. En suma, no entretenía ni daba espectáculo. Lo había aprendido de Parker y lo llevaba hasta los extremos de la antipatía. Esto es música, parecía decir, y ustedes vienen a escuchar. El que quiera entretenerse que se vaya a otra parte.

EL PESO DEL ROCK. La libertad de buscar caminos nuevos también fue una exigencia difícil de llevar. Charlie Parker murió cuando ya no encontró nada nuevo que tocar -una queja repetida en sus últimos días-, lo mismo le sucedió a John Coltrane, y a muchos otros. No era una música para ser repetida. Era una música para ser explorada, torcida, descompuesta y vuelta a probar. A los cuarenta años Miles Davis se hallaba en un nuevo período de experimentación en el que abandonaba las estructuras armónicas preestablecidas, dueño de un prestigio mítico que lo reconocía como "el genio maligno del jazz" y "el príncipe de la oscuridad", cuando a fines de los años sesenta el rock hizo irrupción en los Estados Unidos con una histeria general que cambió el eje de los negocios de las compañías discográficas.

En poco tiempo Miles y los jazzistas se vieron desplazados de los grandes escenarios a pequeños clubes donde tocaban para treinta y cuarenta personas, se quedaron sin trabajo y sin dinero. De ocupar un lugar central en Columbia, Davis pasó a ser considerado un artista periférico y se vio forzado a hacer de músico telonero en conciertos de bandas de jazz rock como Blood, Sweat and Tears y la cantante Laura Nyro.

A diferencia de otros jazzistas, peleó sus privilegios en Columbia, exigió mayores sumas de dinero para que la compañía apostara más fuerte por él, contrató nuevos managers, incorporó a su banda guitarras y bajos eléctricos, y cambió su hasta entonces elegante indumentaria por prendas coloridas, pantalones de cuero y lentejuelas. Creó un nuevo sonido que fundía el jazz con el rock y abrió una vez más un nuevo camino de exploración. Grabó varios discos pero el gran público, y el gran negocio, continuaron estando en otra parte. La música era ahora, y debía ser, espectáculo cuasi teatral, música para impresionar con toda clase de sofisticaciones, piruetas y juegos de escenario.

Particularmente reveladora de la violencia que la nueva situación representaba para Miles Davis fue una patética noche del verano de 1975 en un club de San Francisco, cuando delante de trescientas personas subió al escenario con un traje de gamuza, con borlas de vaquero y correas colgantes, un pañuelo de seda y camisa con lentejuelas. Durante las dos horas del concierto apenas dio unas pobres notas con su trompeta, se limitó a tocar un órgano eléctrico, pero con los codos, y a mirar al público con odio. Desoyó los reclamos de que les diera una canción, se puso de espaldas y comenzó a contonear las nalgas y a quitarse la chaqueta, como en un striptease, mientras el público vitoreaba. Pero las correas y las borlas se le enredaron en las lentejuelas, quedó atascado y cuatro operarios debieron subir al escenario para desenredarlo. El creador de Sketches of Spain, de Walkin, de las más delicadas, exquisitas y complejas armonías que el jazz dio nunca hacía de payaso para una audiencia que detestaba.

Ya entonces tenía dos operaciones de cadera. La primera se la repararon con parte del hueso de la espinilla, y después de un choque con su Ferrari se la reemplazaron por una de plástico. Estaba diabético, comenzaba a tener reuma en las articulaciones, lo habían herido de un balazo y había sido arrestado varias veces, la última por posesión de cocaína. Volvió a hundirse en las drogas. Se encerró en su enorme y solitaria casa de Manhattan y vivió cinco años en la oscuridad, lejos de la mayoría de sus viejos amigos, sin ver la luz del sol, consumiendo enormes dosis de cocaína, sin luz eléctrica en los dos pisos que habitaba, rodeado de mugre y una dantesca población de cucarachas.



En julio de 1979 una FM neoyorquina que transmitía las veinticuatro horas pasó toda la obra grabada de Miles Davis en orden cronológico. El programa comenzó el domingo 1º de julio a las tres de la tarde y continuó sin cesar toda la semana hasta el viernes, a las diez de la noche. Más de cien horas de música. Todos creían que su estado era terminal y que moriría de un momento a otro, pero lo rescató su hermana Dorothy, alertada por un músico amigo, y una antigua amante, la actriz Cicely Tyson, que se fue a vivir con él.

Parecía imposible, pero con dietas naturistas, verduras, grandes cantidades de jugos de fruta, ejercicios de digitación, tanques de oxígeno cuando se quedaba sin aire, entretejidos en el pelo porque se había quedado prácticamente calvo, fajas para sostener los músculos del abdomen y el amor de Cicely, Miles Davis volvió a los escenarios en los años ochenta para dar una vez más grandes discos que llevaron al jazz a un nuevo horizonte. Su disco Tutu, ejecutado con solos de trompeta sobre música creada por sintetizadores marcó la cumbre de un período que volvió a colocarlo en la escena internacional.

Desde entonces su prestigio fue enorme, por diez años recorrió el mundo con nuevos músicos y grabó muchos discos en vivo que lo sometían a una exigencia delirante. A veces se desmayaba al salir del escenario, se rehacía y volvía a contratar giras por cifras millonarias. En 1987 y 1988 dio 91 conciertos.

EL INTRANSIGENTE. Para mantenerse alejado de las drogas y de los cigarrillos, Cicely le recomendó dibujar. A partir de entonces comenzó a interesarse en el mundo de la plástica y montó varias exposiciones de sus cuadros en distintas capitales del mundo. Se vendían todos, a quince mil dólares el cuadro, y esa performance lo llevó a soñar con dedicarse a la pintura cuando se retirara de la música. Pero entonces el mundo lo reclamaba en los escenarios y lo cubría de honores. Escribió su autobiografía con la ayuda del escritor Quincy Troupe y la editorial Simon & Schuster se quedó con los derechos por un millón de dólares. En 1984 la Fundación de Música Leonie Sonning de Dinamarca le concedió su Premio Musical, hasta entonces destinado a compositores de música clásica, como Igor Stravinsky, Leonard Bernstein o Isaac Stern. Montaron un enorme espectáculo que dio origen al disco Aura, dedicado enteramente a homenajearlo. En 1988 le otorgaron en Granada el título de Caballero de Malta y, en agosto de 1991, Francia lo nombró caballero de la Légion d`Honneur francesa. Fue entonces que el ministro de Cultura, Jack Lang, lo llamó "el Picasso del jazz" y declaró que Davis había "impuesto su ley en el mundo del negocio del espectáculo: intransigencia estética".

La intransigencia que lo llevó a la cumbre de la fama lo mató un mes después de los honores franceses en un hospital de Santa Mónica. Tenía entonces sesenta y cinco años y desde hacía tiempo venía sufriendo neumonías bronquiales. Fue a hacerse un control de sus ya familiares dificultades para respirar. Los médicos le dijeron que iban a introducirle un tubo en los pulmones para suministrarle oxígeno. Él se negó, pero los médicos insistieron hasta que Miles Davis enrojeció de furia, tuvo un infarto masivo y entró en coma. El daño cerebral fue irreversible y lo dejaron morir el 28 de septiembre de 1991.

MUJERES. La vida amorosa de Miles Davis se dibuja y desdibuja a lo largo del libro de Ian Carr. En las páginas finales y a propósito de su admiración por la androginia y el talento de Prince -"tiene esa imagen atrevida, casi como un rufián y una puta unidos en la misma imagen, esa cosa travesti"-, Carr afirma que Miles era bisexual, pero en ningún otro momento alude al tema. La hermana, la madre y la abuela solían tratar a su hermano Vernon como a una niña, su hermana y sus amigas lo vestían como a una muñeca, y Vernon era homosexual. Pero Miles se resistió a un trato semejante y tuvo una relación tirante con su madre, que era profesora de música y se divorció de su padre poco después de que Miles llegó a Nueva York.

A los diecisiete años Miles tuvo un hijo con Irene Birth, su novia de San Luis. Nunca se casaron, pese a que la relación se extendió por muchos años y ella le dio dos hijos más. La relación con esos hijos no fue muy estrecha. Miles se casó muchas veces, con Frances Taylor, con la cantante soul Betty Mabry, tuvo un hijo con Marguerite Eskridge, que acabó mandándolo a la cárcel por omisión en la manutención de su hijo, y un matrimonio relativamente estable con Cicely Tyson, que terminó en un costoso divorcio. Pero a lo largo de su vida Miles siempre estuvo rodeado de bellas mujeres, amigas y amantes, y también prostitutas.

Cuando editó su álbum Some Day My Prince Will Come colocó una foto de Frances en la cubierta, fastidiado de que siempre aparecieran modelos blancas en los discos que compraban los negros, y en su disco Sorcerer puso un enorme primer plano del perfil de Cicely Tyson. Entonces dijo: "Siempre quiero ayudar a las mujeres negras, sabes. Porque cuando yo consumía droga me costaba un par de cientos por día y les quitaba dinero a las putas. Así que cuando decidí limpiarme me enfurecí con Playboy y no quise participar en su encuesta porque no ponían mujeres negras en la revista, sabes. Y entonces empecé a ponerlas en mis cubiertas. Y puse la foto de Cicely en el disco. ¡Dio la vuelta al mundo!".

Entre sus muchas amantes, también hubo sitio para la cantante Juliette Gréco, a quien conoció en el Festival de Jazz de París de 1949. La relación se extendió, con intermitencias, unos cuantos años. Más tarde declaró a un periodista: "¿Sabías que yo salía con Juliette Gréco? Bueno, en el 49 acostumbrábamos a ir a un sitio juntos, con Boris Vian y Jean-Paul Sartre… Ella tiene expresiones faciales diferentes de las de las mujeres norteamericanas; tiene la boca más bonita que he visto…, y la nariz. Pero cuando volví a verla se había hecho cirugía en la nariz [Darryl F. Zanuck le dijo que se vería mejor en las fotografías]. Juliette fue la mujer más hermosa que he visto -desde mi madre-, pero cuando se hizo la cirugía en la nariz su belleza se terminó. ¿Cómo puede un hombre decirle a una mujer que se haga cirugía en la nariz? En el negocio del espectáculo tienes que ir donde quieres ir".

En un artículo sobre Miles Davis, Boris Vian escribió: "Un análisis de su fotografía sugiere que en esta persona equilibrada la imaginación tiende un poco hacia una sensualidad que se compensa casi a la perfección con la inteligencia; y no sé si deberíamos creer en todas las fotografías, pero en una de ellas se ve con claridad que tiene las orejas de un fauno, lo que es apropiado".

MILES DAVIS. LA BIOGRAFÍA DEFINITIVA, de Ian Carr. Global Rhythm Press, 2009. Barcelona, 672 págs. Distribuye Océano.



El País, Suplemento Cultural: Montevideo, 6-8-10.
Imagen Nº 3: foto de Guy Le Querrec.

domingo, 1 de agosto de 2010

FANtasmo: documental y entrevista en los tiempos de Chávez


[Título original: FANtasmo fue publicado en Internet]

por Pablo Gamba

FANtasmo es un documental del grupo Kinoki que comienza a convertirse en uno de esos cortos venezolanos de los que se habla mucho pero se han visto muy poco. Esa situación inquieta un poco al director, Jonás Romero García, porque recela del aura que el boca a boca puede crear en esos casos. El filme fue su tesis de grado en la Escuela de Artes de la UCV. Con un corto de ficción que hizo como estudiante, también con Kinoki, Dat, ganó el premio a la mejor película venezolana en el festival estudiantil Viart y fue incluido, en consecuencia, en la sección Radar de los Encuentros de Cine de América Latina de Toulouse, dedicada a lo mejor del cortometraje latinoamericano.

El documental trata de la forma como es percibido el presidente Hugo Chávez por los venezolanos en su vida cotidiana. Está basado principalmente en entrevistas a gente común y corriente en la calle, de diversas edades, sexo y clases sociales; venezolanos y extranjeros, y personas de opiniones políticas diferentes. También usa fragmentos de Aló, Presidente, situados en el que es su contexto de recepción habitual: los televisores de las casas, supermercados, barberías, tiendas de electrodomésticos, etcétera. El tono predominante es el humor, lo que puede allanar el camino para entrarle a un tema que continúa siendo difícil por la polarización política.

FANtasmo (dokumental, 30 min, 2009) from Kinoki s.c. on Vimeo.


Vértigo conversó con Jonás Romero García sobre FANtasmo, que ha sido seleccionado para participar en el festival Documenta Madrid. En Kinoki lo acompañan Ana María Reyes, Federica Porte, Lorena Ospina, Wilsa Esser y Carlos Contreras. El grupo se ha dedicado a apoyar a cada miembro en sus proyectos, respetando la búsqueda personal de cada uno, y ha realizado documentales de responsabilidad social.

—¿De dónde vino la idea de hacer el documental sobre Chávez y por qué FANtasmo está hecho de esa manera?

—Viene de muchas cosas. Hablando con mi hermano, en la casa, parodiando cómo la familia se dividía políticamente, para nosotros era algo insólito ver que cada vez se dividiera más en dos polos la sociedad y se anulara la posibilidad de lo múltiple, de lo heterogéneo. Entonces tenía esa necesidad: tenía que salir a la calle a buscar esa multiplicidad, porque la sociedad por naturaleza es ambigua y múltiple. Tenía que hacer un trabajo que tratara de romper con esa dicotomía, que más bien lo que hace es beneficiar a los poderosos. Todo el teatro político se hace entre opuestos para reducir las posibilidades y hacer que sea más fácil manipularlas, desde la oposición, desde el Estado.

Por otro lado, los medios de comunicación hacen una construcción de la realidad, y me chocaba mucho que todos hablaran de la objetividad, de que los medios debían ser objetivos. A mí eso me planteaba un problema: ¿de qué se trata eso de ser objetivo? Para mí es más bien una grosería que yo diga que mi reportaje o el trabajo que realizo a través de los medios es objetivo. La gente tiene que confiar en mí por mi criterio o por mi perspectiva, pero no porque yo tenga la verdad objetiva, la verdad absoluta de las cosas. Eso para mí, como estudiante, era un reto que se me plantaba.

También está la noción de ubicuidad, esa cosa de estar en todas partes. ¿Cómo es eso? Se está, pero al mismo tiempo no se está. Es el principio de la imposibilidad de los sistemas modernos. Es imposible que el poderoso, por estar en una estructura, parecida a la que tenemos, llegue a todas partes. ¿Qué es lo que llega? Llega su imagen, y una imagen que no solamente es construida por él mismo, sino que a su vez la gente se apropia de esa imagen y la multiplica. Hay un término, teatrocracia, que se refiere a aquellos poderes que tienen como eje y motor lo simbólico y la representación. Por ahí me fui dando cuenta de que había todo un universo por descubrir.

En una oportunidad vi un documental en el que hacían una síntesis de los 40 años de la democracia venezolana. Mostraban como 5 minutos de las imágenes más importantes de cada presidente, hasta llegar al presidente Chávez. Uno veía cómo los presidentes se dirigían a través de los medios a la gente, y a mí me parecía totalmente inverosímil. Me preguntaba: ¿cómo mis padres llegaron a votar por esta gente, a participar en eso? ¿Cómo la gente creía que esos señores les estaban diciendo realmente algo serio? No digo que fuera verdad o no; simplemente serio. Llegué entonces a una imagen que me pareció supersignificativa. Es aquella con la que empieza la película: Alejandro Izaguirre, cuando el Caracazo. Demostraba incapacidad frente al medio televisivo al dejar el micrófono solo en una transmisión en cadena nacional. Eso me pareció significativo para lo que vino después: una ruptura en la forma de hacer teatro. Una forma que era verosímil en su tiempo, que venía de Rómulo Betancourt y era una forma de dirigirse a la gente, se fue desgastando y se hizo inverosímil. Entonces viene Chávez, que es un showman. De hecho, tiene un programa de televisión. Domina completamente el tiempo mediático de otra manera. Yo siempre hago una distinción, en términos de la teatrocracia, con aquella persona que tenía tanta oralidad, que era Fidel Castro. La forma de Fidel era una forma de teatro, presencial: la gente pasaba ocho horas, diez horas en un teatro escuchándolo a él, o a través de la radio, sin la imagen. Eran otros tiempos. Hoy en día, la forma de Fidel no es sostenible. Son otros tiempos de la imagen y del espectador. La forma hoy tiene que ser mucho más dinámica, la de un presentador de programas de televisión, y aquí tenemos, tal cual, al presidente Chávez.

La manera de hacer el guión fue como si estuviera haciendo uno de ficción. Tenía que calcular cada una de las imágenes que salieron para tratar de controlar de alguna manera el viaje del espectador: no voy a decir el significado de la película. Había que tratar de que no se polarizara tanto, de no crear predisposición. El blanco y negro fue una elección con ese propósito, no sólo una cuestión dramática. Tiene que ver con una reducción de los colores. No quería que hubiese una presencia de ciertos colores más que de otros, porque obviamente el juego político incluye la confiscación de símbolos y los colores forman parte de eso: el rojo es del gobierno, el negro o el azul de la oposición. Quería entonces reducir esas posibilidades de interpretación. Además, cuando uno ve una imagen en blanco y negro, a pesar de que las formas son de lo real y uno lo identifica, que no haya color causa extrañamiento. Es inconsciente, pero uno se siente diferente, como que le despierta un aura a las imágenes.

—Hay dos procedimientos en la película de los que quisiera que me hablara. Uno es como un zoom back: la percepción habitual de Chávez, que es en la pantalla de televisión, se abre y el encuadre muestra a la gente viendo a Chávez en la televisión, en diversas circunstancias. El otro es la edición: para la película parece haber seleccionado fragmentos de lo que dice Chávez que no son los que hacen manifiestas sus opiniones políticas sino comprenden otros aspectos de su discurso.

—Voy a empezar por lo último. La selección de las imágenes se dio de forma azarosa, vamos a decirlo. No fue que hice una investigación y arqueo. No fue necesario.

—¿Por qué no fue necesario?

—Porque quería apelar a lo cotidiano. La película, como concepto, apela a lo marginal desde el punto de vista mediático. Quería que fuera como un ciudadano que transita y se encuentra con esas imágenes. Y fue tal cual. Yo iba caminando, iba en un carro o estaba en mi casa. De pronto escuchaba que él decía algo y me parecía muy particular, y lo anotaba: tal día dijo tal cosa. Hubo ciertas imágenes que hicieron posible la película. Una fue aquella cosa de la matemática, de la filosofía, cuando él se contradice y habla del ser y del estar, y otra cuando habla de que la vida es un teatro. Esas dos alocuciones marcaron el rumbo del guión. Ahí dije: todo eso que estoy imaginando es posible.

Mientras iba buscando ciertas ideas, me daba cuenta de lo maleable que era. Los medios de comunicación hacen lo que sea, y hemos visto grandes escándalos de parte y parte, por haber manipulado ciertas imágenes. Entonces, yo tenía que aprovecharme y hacer significar eso: esa maleabilidad que tiene la imagen audiovisual. Por eso decidí no trabajar cronológicamente, no armar un discurso en torno a Chávez que consistiera en relatar sucesos cronológicamente para dar una idea de la historia de Venezuela o de la historia de Chávez en los últimos años, nada de eso. Arbitrariamente escogí fragmentos y los puse como quería, con una actitud de, no sé si rebeldía, pero sí tal vez de respuesta a la arbitrariedad de los medios.

Aparte me impuse una restricción, que era la menor cantidad posible de programas. Me fui dando cuenta de que las cosas que escuchaba era posible encontrarlas en uno o dos programas, y de hecho son dos, máximo tres Aló, Presidente, los que hay en la película. Lo que hice con esos programas, en los que sabía que había dicho algo importante, fue descargar el texto de Internet y leerlo un poco al azar, como quien pasa páginas, e iba encontrando cosas muy diferentes. Veía cómo el personaje en un mismo programa iba mutando, cambiando, se iba contradiciendo. Veía, y todavía veo, que una de las estrategias del presidente es que en un mismo enunciado hay diversos mensajes que van dirigidos a diferentes sectores de la población. Hay polisemia. Si yo lograba armar un discurso que pusiera en relación una gran cantidad de contenidos suyos, podía dar esa idea de variedad, de complejidad del personaje.

Lo que hizo que todo se quebrara fue la gente. Salir a la calle fue una estrategia superinteresante de documental directo. Lo quisimos hacer como reportaje. A nosotros no nos gusta hacer reportajes, nos gusta más otro tipo de documental. Pero había visto Crónica de un verano de Jean Rouch y tantas otras cosas así, que son documentales catalizadores, y me pareció interesante problematizar cómo llegan los medios de comunicación, toman la realidad, y es como si te asaltaran en medio de la calle. ¿Cuáles son las relaciones de poder entre yo, como documentalista, y la persona que habla? Para eso armé un grupo que me acompañaba. Eran acompañantes, no era que todos fueran camarógrafos. Poco a poco íbamos intuyendo, como en un experimento, que a cada persona diferente había que entrarle de una manera distinta para poder lograr que el testimonio tuviese sensibilidad o ironía. El equipo iba rotando y las personas que interactuaban eran diferentes de acuerdo con el tipo de entrevistado, y funcionó, porque casi todos los testimonios están. Con media hora en una zona, caminando, era increíble la variedad de las personas. Eso es obvio desde nuestra perspectiva.

—¿Y lo de abrir el encuadre para que se vea a la gente viendo a Chávez?

—Para dar la impresión de que estaba en todas partes, ¿cómo hacía? No hay un narrador: la imagen es la que narra, el montaje y el movimiento de la cámara. Entonces la idea era que todas las imágenes que había seleccionado del presidente estuviesen en su contexto, que es como cotidianamente se lo experimenta. Más que una abstracción de la situación política en Venezuela, yo vivo un día a día, y en ese día a día me quería meter. También fue para crear esa distancia, esa ambigüedad: está en todas partes pero al mismo tiempo no está. De tanto estar, de siempre estar, la vida no se para por él. Chávez es parte de la vida cotidiana pero los venezolanos siguen trabajando, siguen haciendo, siguen montándose en el autobús, sufriendo, queriendo, lo que sea. También hay ciertos recursos, como los zoom backs, o los paneos, la cámara en mano, etcétera, que aparte de dar dramatismo a las escenas establecen relaciones entre los elementos en un contexto, y ésa es una técnica muy de documental.

—¿Qué comentarios ha recibido de la gente que ha visto la película?

—En principio quería mostrarla en salas. La llevé a la Cinemateca, y me da un poco de pena decirlo, pero no fue aceptada. No voy a decir que hubo censura, que me persiguen, pero la llevaron a un comité de selección, se la llevaron al director de la Cinemateca, y él dijo que era muy ambigua y que había personas en la película que llamaban loco al presidente, o algo así, y que por eso no era posible. Entonces dijimos: “No importa, vamos a seguir el juego y vamos a llevarla al Centro Cultural Chacao, a ver qué sucede”. La llevé y me dijeron que no podían, porque la película era muy ambigua. Estoy muy contento porque el documental es ambiguo, y eso es lo que quería, pero es una lástima porque yo quería mostrarlo allí.

Se han hecho proyecciones más al margen y las reacciones han sido variadas, aunque en general muy bonitas. Hay gente en desacuerdo o de acuerdo con el presidente que reacciona muy bien. Se ríen mucho, y eso es importante, porque se ha perdido el sentido del humor, y la realidad misma tiene su humor, su ironía. Lo presentamos en el Festival de los Altos Mirandinos, en San Antonio de los Altos. Con esa proyección quedé más que satisfecho. Era muy variado el público. Se dio un debate después de la película y hubo un señor que dijo: “Estoy emocionado de saber que aquí hay personas con las que normalmente no estoy de acuerdo, con las que casi me quiero caer a golpes en la panadería, pero nos estamos riendo juntos”. Eso nos da a entender que la cosa es más que lo que queremos ver.

Fuente: http://www.revistavertigo.info/