domingo, 31 de octubre de 2010

Tándem empedrado: José Hierro y Arturo Gutiérrez Plaza


Mundo de piedra
por José Hierro














Se asomó a aquellas aguas
de piedra.
Se vio inmovilizado,
hecho piedra. Se vio
rodeado de aquellos
que fueron carne suya,
que ya eran piedra yerta.
Fue como si las horas,
ya piedra, aún recordaran
un estremecimiento.

La piedra no sonaba.
Nunca más sonaría.
No podía siquiera
recordar los sonidos,
acariciar, guardar,
consolar…

Se asomó al borde mudo
de aquel mundo de piedra.
Movió sus manos y gritó su espanto,
y aquel sueño de piedra
no palpitó. La voz
no resonó en aquel
relámpago de piedra.

Fue imposible acercarse
a la espuma de piedra,
a los cuerpos de piedra
helada. Fue imposible
darles calor y amor.

Reflejado en la piedra
rozó con sus pestañas
aquellos otros cuerpos.
Con sus pestañas, lo único
vivo entre tanta muerte,
rozó el mundo de piedra.
El prodigio debía
realizarse. La vida
estallaría ahora,
libertaría seres,
aguas, nubes, de piedra.

Esperó, como un árbol
su primavera, como
un corazón su amor.

Allí sigue esperando.




Las piedras
por Arturo Gutiérrez Plaza

De las piedras se habla con envidia,
quizás, porque ellas no hablan.
No fruncen el ceño
y aparentan desatender
lo que a su alrededor acontece.

Obviamente, todo esto es mentira.

No vuelan, pero enseñan a los pájaros a volar.

Se detienen en los abismos, al pie
de los puentes, al margen de los ríos
y desde allí advierten
como anónimos vigías
los peligros de sostenerse en el aire.

Cultivan además varias lenguas sin poseer ninguna.

Su arte está en hablar por la boca de otros.

El aire las recuerda cada vez
que los páramos silban en el viento
y los ríos cuando nos adormecen
con su insaciable ronquido.

Si se agrupan lo hacen
como gesto fraterno, pues odian la soledad.

De ellas se escribe siempre
para hablar de otra cosa.

Su aparente mudez
es tan sólo una licencia que Dios les da,
pues así nos interroga.



Durante su larga trayectoria, el poeta español José Hierro (1922-2002) obtuvo, entre otros reconocimientos, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1981), el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (1995) y el Premio Cervantes (1998). Por su parte, el escritor venezolano Arturo Gutiérrez Plaza (1962) se ha hecho acreedor del III Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz (1999) y el IX Concurso Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (2009).

José Hierro, Libro de las alucinaciones. Ediciones Cátedra: Madrid, 2000.
Arturo Gutiérrez Plaza, Principios de contabilidad. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes: México, 2000.

jueves, 28 de octubre de 2010

Meditación del Miss Venezuela


por Ibsen Martínez

Un día madrileño, en la entreguerra del siglo pasado, José Ortega y Gasset subió a un tranvía para ir a hacer una diligencia. El trayecto no era sino de unas cuantas cuadras.

Por aquel entonces, don José solía publicar semanalmente una columna que llevaba como título “El Espectador”. El título perdura en la colección de sus obras completas publicada por la editorial Revista de Occidente. Y, la verdad, calzaba muy bien ese nombre, visto el espíritu que animaba aquellas columnas: eran la bitácora de un espectador imparcial pero interesado. Aquel día en especial, don José estaba atento a los ojos, las redondeces, los tobillos femeninos fugazmente vislumbrables al subir o bajar del vagón.

En el trayecto, en efecto, subieron y bajaron varias damas, de distintas edades y muy diversos tipos de belleza. Pocas cuadras más tarde, cuando don José debió bajar del tranvía, ya llevaba en mente el artículo cuyo título usurpa lo que hoy escribo. En él, don José se preguntaba cuál podrá ser la secreta ley que rige el modo “insolentemente táctil” con que los varones de estirpe hispana miramos a las mujeres por la calle.

Concluyó que esa insaciable mirada masculina, siempre dispuesta a dejarse sorprender y a acordarle atributos superlativos y zanjadores de toda discusión a la belleza de la mujer con quien nos cruzamos, no busca otra cosa que el arquetipo platónico: la belleza suma de la que emanan todas las bellezas.

En el fondo, dice, los mirones anhelamos topar con la mujer cuya belleza nos haga exclamar en el fuero más íntimo: “¡Ah, es ésta!” Desde luego, nunca topamos con el arquetipo y de allí que no dejemos de mirar y mirar por ver si algún día damos con él.

Don José supo hacer crecer aquel brillante artículo –de asunto tan raigalmente importante–, hasta hacerlo ensayo. El ensayo, que recomiendo a todo el público presente, se titula “Meditación de la criolla” y es, dicho sumariamente, un elogio de la belleza caribeña de habla hispana, y atañe, por eso mismo, a la mujer venezolana.

Obviaré glosarlo in extenso porque lo que a estas notas interesa es poner de bulto cómo Osmel Sousa se ha ido erigiendo en el sistemático destructor, en el metódico espantador de esa emoción, apolínea y platónica a la vez, que alguna vez fue el cálculo de la belleza femenina para los venezolanos de mi generación.

De aquellas divinas imperfecciones de los años sesenta y setenta –la nariz respingada, los ojos evocativos de Audrey Hepburn de la hechicera Mariela Pérez Branger, o el busto turgente y a todas luces intocado por el bisturí y la silicona de la pecosa y risueña María Antonieta Cámpoli, la narizota y los ojos rasgados y la boca desmesurada de Jeannette Donzella–, el Miss Venezuela ha devenido en algo que recuerda la fábrica de clones que es el argumento de Los niños del Brasil. Osmel Sousa es el ingeniero de control de calidad de esa fábrica de tarajayas esbeltas y sonrisa indiferenciada; el doctor Mengele de un campo de exterminio de la singularidad.

Es llamativo el modo en que nadie, o casi nadie, recusa el estragado patrón de belleza del señor Sousa, tan parvamente uniformador, tan imbuido de racismo y de tan obcecada aspiración de simetría que ha logrado el prodigio de que la miss Venezuela de cualquier año sea indistinguible de la del año anterior. ¡Hasta el gesto de incrédula, histérica y sorpresa de lágrima fácil con que cada una recibe la noticia de haber sido elegida parece maquinal fruto de ensayo ante el espejo de una línea de producción digna de una planta de ensamblaje Toyota!

Felizmente, la plural singularidad –séame lícito el oxímoron– de la venezolana con que me cruzo todos los días –soy peatón, soy mirón; pronto cumpliré los sesenta sin dejar de abismarme y girar el pescuezo en ciento ochenta grados al paso de una compatriota, como cuando era chamo– sigue allí, campante, con toda su gentil sensualidad, sus matices raciales –me niego a escribir “étnico”–, con sus narizotas, sus inverosímiles traseros, sus dientes superpuestos, su inquietante taconeo y su sabiduría vestimentaria, en todos los ámbitos de nuestra maltratada vida citadina para turbarnos como a don José turbaban las damas que viajaban con él en un tranvía madrileño hace casi cien años.

Y ni Osmel Sousa ni sus podadoras ni sus bisturíes ni sus jeringas de silicona y bótox podrán jamás prevalecer contra ella.

Amén.



http://revistamarcapasos.com
26-10-10
Imagen: María Antonieta Campoli, miss Venezuela 1972.

miércoles, 27 de octubre de 2010

El corrector y sus pruebas


Hace unos cuantos años, encargado como estaba de corregir la revista Sartenejas –uno de los buenos intentos surgidos de la otrora Dirección de Extensión Universitaria de la USB–, me tocó reunirme con un grupo de diagramadores en su oficina de Boleíta para discutir la pauta editorial. Luego de presentarnos, gracias a los oficios del insigne ilustrador René Croes, los amigos adquirieron la confianza suficiente en el transcurso de la jornada para confesarme la inquietud que los carcomía, desde que me vieron cruzar el umbral del estudio de diseño: “Cuando nos hablaron del corrector que venía en camino, nos imaginábamos un viejito español”. Una mezcla de halago e ironía para un bisoño y prometedor oficiante de las letras que se abría paso, además, entre prejuicios y lugares comunes como el que asocia el cuidado gramatical con los humores de otoño. Nada más alejado de la verdad, en este milenio de correctores jóvenes y cultos, formados en las aulas universitarias y versados en literatura y Google. Hoy, 27 de octubre, celebramos este oficio con aires de cenáculo, como un homenaje a Erasmo de Rotterdam -quien aparte de su impronta humanista está considerado el primer revisor de originales, labor que desarrolló en una imprenta de Venecia- y al control de calidad editorial. Mi tributo se extiende a profesionales de mucho vuelo y brillo, con quienes he compartido más de veinte años de vivencias diseminadas en las huellas de Jorge Gómez Jiménez, Wilfredo Cabrera, Arturo Marcano, César Russian, Rafael Pérez, Evelyn Castro, Elizabeth Rastvorov y Maribel Espinoza, entre muchos otros. En algunos lados del mundo habrá caza masiva de gazapos y colocación de acentos perdidos en vallas y anuncios públicos (hasta hace poco, durante mucho tiempo una tilde fue la gran ausente en la titulación de la estación del metro en Chacaíto), aunque en verdad preferiría abogar por una mayor conciencia lingüística, traducida en lectores más críticos y orgullosos de la lengua en que nos expresamos.

Imagen: Erasmo de Rotterdam, retratado por Hans Holbein el Joven en 1523.

sábado, 23 de octubre de 2010

Chatarritas (III)/ Plaza Venezuela, balada de 1999












I

Hasta hoy he sido sólo un cuerpo
capaz de privarse sin vacilaciones
de tantas ninfas que luego un leviatán vomitó
con la condición de no perderse ni una gota.
Un animal que intenta recuperar
algún síntoma de su hombría
-¿lo habrá logrado?-
Y me asomo al portavoz
de una corriente de aire amable
dispensadora de noches gratas y seguidas
de las que me vanaglorio
junto al radio-reloj y el advenimiento de Bukowski.
El paisaje provee un digital más grande
en la torre que anuncia el bulevar
y la sempiterna bulla que perfila
el cruce de avenidas.
Algunos disparos,
las luces de despedida del stadium
y las misses de un american-bar
disipan las dudas en ruta hacia este edificio
cuyos moradores cultivan el arte
del mutis social.
(Un ascensor carga lotes de almas silentes
siempre y cuando no las deje encerradas.

Casi diría que esfumadas)

Y mientras las hetairas
confiesan al falo su destreza
(algunas son devotas de Stanislavski,
mejor que regurgitar
tácticas brechtianas)
sólo miro consumirme
-¿o no?-
al penetrar a Margaret y eyacularla
con la suavidad de un Sanamed
-¿o la sinceridad de una vulva magistral?-

Desconozco si haya regresado
a cualquier lugar de partida
luego de bordear un bosque de siglos.

¿Dónde arranqué?
¿Dónde estaba Dios entonces?

Porque suponía que Dios estaba allí
y el atajo fue testigo
de poemas, La Habana, películas,
apoteosis del Magallanes,
insultos, Nydia, las demás, blues,
queratomileusis,
meretrices (aún),
Héctor Lavoe, su final
y el día de mi suerte.


II

¿Qué ha sido de mí en todo esto?

Una piltrafa de miedo, pues.
Una paranoia que provocó
fiebres, candidiasis,
terrores de madrugada,
una renta en preservativos
y miradas de soslayo
a los reportajes sobre el estado del síndrome.
Sin embargo
he continuado atado y sano a este mástil
aunque la zozobra por las sirenas continúe
aflorando su horizonte.

Porque la exquisitez de las divas no se ahoga
en tabúes ni en mitos redentores.
Ignoro si todo se reduce
a que realmente les pertenezco
-y alguna respuesta se parece a la plegaria de Jim Morrison-


pero prefiero el reflejo de Ulises
robado del libro, sobre mi ventana.




J. M. Guilarte, de "El barbero loco" en Voces nuevas 2003-2004, Fundación Celarg: Caracas, 2004.


martes, 5 de octubre de 2010

La ciudad como personaje (II)


por Olga de la Fuente


Wong Kar-wai y Hong Kong


La isla de Wong Kar-wai vive en un limbo entre la ensoñación y la realidad. Se trata de un lugar de colores saturados, luces eléctricas y horizontes borrosos. Ese Hong Kong es una ciudad donde las nubes se mueven a un ritmo acelerado, y donde las personas parecen flotar. Es una ciudad donde los barrios bajos no están peleados con la elegancia y la sensualidad. Nunca una pared sucia y despintada se había visto tan sexy como cada vez que Maggie Cheung va a comprar fideos en In the Mood for Love (2000). La actriz camina al ritmo de un waltz, pasa la mano por la pared y baja los escalones lentamente mientras su figura estilizada aparece y desaparece entre las sombras.

El Hong Kong de Wong Kar-wai no es la ciudad de horizontes con rascacielos y templos budistas. Tampoco es la ciudad de arquitectos modernistas como Pei o Foster. Se trata de una ciudad transitoria, melancólica y fugaz; un lugar de edificios en descomposición, espacios reinventados, callejones apretados y lugares de paso. Por medio de tomas cerradas y ángulos poco convencionales, el director nos invita a ser espías de sus historias a través de ventanas sucias, cortinas en movimiento y marcos de puertas.

Wong Kar-wai escribe desde la soledad y la alienación. El director que mejor ha reinventado Hong Kong nació en Shangai, donde aprendió sus primeras palabras en mandarín. A los cinco años, se mudó a Hong Kong donde tuvo que aprender un nuevo idioma –el cantonés- y adaptarse a una nueva cultura. Creció rodeado de inmigrantes y refugiados de la revolución cultural. No es casualidad que sus películas transmitan una sensación de naturaleza fracturada, de exilio y desolación.

Hong Kong es un espacio cargado de metáforas visuales. Relojes que representan la pérdida y el arrepentimiento. No-lugares como restaurantes de comida rápida, aeropuertos, bares y cuartos de hotel –espacios donde nadie se queda quieto y nadie se establece– que prefiguran el cambio y el inevitable paso del tiempo. Humo de cigarro y nubes en movimiento: la mutabilidad de la isla. Es una isla separada; en crisis de identidad; atrapada entre Oriente y Occidente, cantonés y mandarín, tradición y modernidad, pobreza y riqueza, cámara lenta y cámara rápida.

El cineasta expresa más contradicciones al recurrir a los lugares atestados de gente, como Chungking Mansions, donde Brigitte Lin hace negocios en Chungking Express; y espacios desolados, como el estadio de futbol donde Maggie Cheung trabaja y más tarde se enamora en Days of Being Wild (1990); o un McDonald's completamente vacío en Fallen Angels (1995). Inclusive en historias que suceden afuera de Hong Kong, como Happy Together (1997), filmada casi toda en Argentina, el director recrea los mismos espacios diminutos, los vecindarios sucios y los callejones angostos.

Fallen Angels es una película sobre la ciudad, una ciudad de ángeles caídos que invita al público a ser uno de ellos a través de una nueva perspectiva: filmada con una lente gran angular, la imagen distorsionada del espacio provoca una sensación de lejanía y cercanía, de conexión y desconexión. Contradicciones, finalmente. Así es Hong Kong, una ciudad en constante búsqueda de su identidad cultural; una ciudad cuyos habitantes se encuentran físicamente cerca y mentalmente separados; una ciudad que camina a un ritmo acelerado.

Los habitantes de Hong Kong son inmigrantes, expatriados, hombres de negocios transnacionales, viajeros, marineros, sobrecargos, policías, ladrones y matones a sueldo. Todos son solitarios empedernidos y casi todos cobran vida por las noches, al ritmo de una canción pop, un danzón o algo de reggae.

Wong Kar-wai intenta crear una memoria para una ciudad que trata de olvidar. Para él, Hong Kong representa una isla desconcertada espiritualmente y nostálgica por sus épocas doradas. Es una ciudad de pérdida, en busca de definición, atrapada entre las antiguas tradiciones y la modernidad, pero que posee la capacidad de adaptarse a las nuevas culturas que la habitan.



El Blog de Cine de Letras Libres, 30-9-10
www.letraslibres.com

viernes, 1 de octubre de 2010

Chatarritas (II)/ Pornoteca nacional: Los primeros viernes


a Salvador Fleján

Dentro de la nueva Cinemateca Nacional, actualmente se exhibe un ciclo fílmico que sus organizadores han dado en denominar Los primeros viernes, enunciado que, además de originarse en la costumbre devocional –la cual, hasta donde tengo entendido, hace mucho que feneció–, a la vez designa una serie de películas porno. Como cabía esperar, hasta ahora sus funciones han dado bastante de que hablar, sobre todo una reciente, dedicada a la diva italiana conocida como Cicciolina. En lo que a mí respecta, como otrora habitué del teatro Urdaneta, quizás ni siquiera este acontecimiento merecería mi mayor atención. Sin embargo, ciertas reminiscencias bullen por hacerle frente a los comentarios surgidos de entre la fauna de la plaza Morelos y sus alrededores, algunos de los cuales han “pecado” de un conservadurismo insólito, en pleno 1992: recuerdo, por ejemplo, cuando estudiaba en la sede de la USB en Camurí Grande, al grupo de excursionismo Huayra inaugurando la proyección de una serie de este corte, con la idea de que los universitarios opusiéramos nuestros criterios y lográsemos abarcar el fenómeno con otros ojos, distintos al del voyeur “inocente”. Tarea interesante, por demás, la cual atrajo una multitud desbordante de inquietud y de féminas (hasta ésta de la Cinemateca, nunca creí volver a encontrar tantas mujeres juntas en una porno-función), ansiosa por compartir neurosis y traumas en una tarde de confesiones inauditas. Desde aquellos que han tomado la pornografía como semilla de nuevas técnicas (y qué de técnicas) amatorias, hasta las indignadas chicas renuentes a aceptar que su cuerpo pase a más de ser objeto del morbo exclusivo del novio, del marido o de una ocasión playera. En fin, cuando estábamos en la cuesta de la diatriba, las autoridades vinieron a poner la nota discordante, suspendiendo el ciclo programado (que incluía la presentación de otros tipos del llamado cine erótico, así como la invitación a connotados especialistas) y proscribiendo a la agrupación estudiantil. Así, pues, esa sensación inusual duró sólo unas cuantas horas, barridas en el tiempo por el olvido y la indiferencia de quienes todavía no asumen la cuestión sexual como una especie de sal de la tierra.

Una década después, viene la Cinemateca en un nuevo intento por “santificar” el cine porno, que posiblemente pudiera tener suficiente validez si no fuera sino eso. Pero no. Ya hay quien habla de la “escapada” de intelectuales hacia el recinto de la Galería de Arte Nacional con segundas intenciones: que si la postura política de Ilona Staller, que si las obras de arte que ha inspirado a su esposo Jeff Koons, etcétera. Pero ¿y es que acaso los intelectuales no pueden “vacilarse” una porno por el mero placer de verla? ¿Todavía pensamos que Garganta profunda o Taboo contienen “cochinadas” que sin embargo practicamos cotidianamente? Vale señalar que la industria pornográfica ha sabido escarbar entre las ansias inéditas del ser humano (hay feministas que acotan: las del varón) y mostrarle la posibilidad de escapar, así sea atado a una pantalla, de la represión que ha acudido a todos los medios inimaginables con el fin de asegurar la existencia de tarados sexuales, los cuales pugnan, desde sus hogares, desde los hoteles, desde las salas especializadas, por llenar sus vidas del más mínimo sentido. Y los intelectuales no escapan a esta realidad, así piensen que su presencia en la Cinemateca los libra de cualquier sospecha. Basta con escuchar los afectados susurros que despiertan las escenas de lesbianismo o la contemplación de una vulva magistral para entender que el destape caraqueño no es sino una más de nuestras más elocuentes leyendas urbanas. Como desenmascaradora de mitos, pudiera hablarse de la pornografía, al igual que de la muerte, como una gran niveladora universal: me parece ingenuo, por tanto, hacernos ver que nuestros amigos intelectuales son diferentes ante el hecho porno. Más bien, es triste darse cuenta de que el chance de llevar a la amiga culturosa a la pornoteca se convierte en harakiri al comprobar que la niña, por muy bien dotada que esté, se encuentra a miles de años-luz no sólo de la propia Cicciolina sino también de una Vanessa del Río o de una Seka –entre otras gigantes del medio– en lo que a maestría del sexo se refiere.

Pareciera que la idea del cineforo es bastante adecuada para el tratamiento de la cuestión erótica así como para darle un acabado de lujo al renovado rostro de la Cinemateca que, en un afán válido de obtener mayores ingresos, incrementó el número de funciones pero nos dejó sin la oportunidad de discutirlas (así fuera bajo la eterna moderación de Perán Erminy), tal y como fue su marca de fábrica en el pasado. Pienso que un retorno al cineforo haría de la Cinemateca Nacional una alternativa única en materia de filmografía erótica, le daría un mayor sentido de responsabilidad a esta controversia y permitiría a la iniciativa del grupo Huayra tener finalmente eco en la comunidad, intelectual o no. Sin un apoyo de este tipo, veo muy difícil que Los primeros viernes se sostengan como alternativa cinéfila, además ante la presencia inocultable del Urdaneta y del Central, templos indiscutibles del género, en donde no se pierde el tiempo en buscar la quintaesencia del fenómeno, sino simplemente en vivirlo.

Letras, Caracas, 1992
Imagen Nº 2: Jeff Koons, "Ilona on top" (1990).