jueves, 16 de agosto de 2012

Happy birthday Madonna o crónica de un roquero trasnochado




Cuando veo televisión en mi casa, lo hago en el recibo. El aparato de veintiún pulgadas me parece un poco grande para el espacio de mi cuarto, y además he decidido seguir la premisa que para este caso establece el fenshui (aunque todavía conservo mi Magnavox de nueve pulgadas con VHS incorporado, al lado derecho de mi cama). Pero incluso así se mantiene la reminiscencia que implica el mirar la TV con una almohada debajo de la cabeza, esta vez alargado y tendido en el diván, esperando el momento en que finalmente caeré dormido, como me ha pasado durante un buen número de noches imbuido de sitcoms, estrenos y pornos piratas, junto a conciertos memorables que casi nunca logran vencer la modorra cercana a la medianoche. En esta oportunidad, comencé mi rutina un domingo, y algunas horas después de perderme otro desenlace más (mucho tiempo en verdad para una mente que intenta descansar frente a un televisor) desperté no solo en medio de la madrugada previa a la jornada semanal sino a la realidad de un insomnio que aparentemente ha caracterizado mis cuarenta y tantos años. Las pupilas se abrieron paso de nuevo ante la andanada lumínica que previamente taladró mis neuronas y adaptó mi guión onírico, con toda seguridad, al recorrido de Steve McQueen a bordo de un Mustang por las calles de San Francisco (relato que conozco porque forma parte de la sinopsis de Bullit). Ya en cuenta de la imposibilidad de conciliar el sueño, decidí apretar también el acelerador pero del control remoto, a la caza de un filme que posiblemente hallara cabida en el desajuste noctámbulo. Con pretensiones de lectura veloz, el zapping me recordó la interminable lista de canales por suscripción hasta fijarme en un concierto cuya promoción recordé al instante. Un espacio dedicado al pop a altas horas los domingos, con reposición la madrugada siguiente. Como la que concentraba mi atención en ese momento: la rubia Madonna interpretaba “Live to tell”, uno de mis preferidos en su repertorio, en medio de un close up que la exponía coronada de espinas y me trajo de vuelta a uno de los escándalos más notables de su carrera. Alguna vez supe que Madonna escenificó una cruxifixión, en una época que para mi memoria era más lejana de lo que realmente fue: siempre pensé en mucho antes del tour Confessions on the dance floor de 2006, realizado algo así como año y medio previo a la visión que entonces tenía ante mí, imponente, colorida y, sobre todo, altamente alegórica para mi piso existencial. La poderosísima imagen logró que desistiera de mis ejercicios con el control remoto, y no solo terminé de apreciar a Madonna bajando de la cruz y apostando por la superación de la orfandad en África, sino además seguí el resto del espectáculo, donde las puestas en escena de temas como “Forbidden love”, “Isaac” y “Music” (este con un vistoso homenaje a la disco music de Travolta) me corroboraron que la reina del pop era mucho más que un elemento constitutivo del paisaje en los últimos veinticinco años. En medio de mis ínfulas roqueras así como del impacto, no obstante, que no dejaba de sacudirme hasta lo indescifrable, me levanté del diván, me acerqué a la laptop todavía encendida y ubiqué a Madonna en la mezquinamente ponderada Wikipedia, para desde allí consultarle, como Saulo a Ananías luego de ser derribado por la luz en el camino de Damasco, qué debía hacer ante su imagen, la nostalgia (¿los ochenta?) que me evocó, las oportunidades perdidas a través de mi vida y el dolor que genera el irrefutable hecho de que no volverán.

2008

sábado, 12 de mayo de 2012

Chatarritas (VIII): Vuelo paciente sobre Guernica

Una propaganda de la Fundación Polar nos trae las palabras de un comerciante español, con muchos años de residencia en Venezuela y orgulloso de la prosperidad obtenida en nuestra tierra, representada en una hermosa familia y una empresa de éxito. Sin embargo, su verdadera carta de presentación resulta más bien un poco sombría para un pueblo como el nuestro, para el que las guerras constituyen un episodio tan lejano como el pedestal levantado a sus protagonistas. “Sobreviví al bombardeo de Guernica”, apunta con un dejo que posiblemente nos delate su frustración republicana, aquella que quizás explique la amargura presente en muchos de los inmigrantes de la Península que nos han honrado (por gusto o casualidad) al escogernos como segunda patria. Allí estaba, pues, como testimonio crucial del primer bombardeo masivo contra un objetivo civil que recuerde la historia y que arrasó con buena parte de la localidad vizcaína, habitada por 5.000 personas antes del ataque. ¿Cuántas cercas saltaría el entonces mozalbete ante la amenaza de la coalición ítalo-germana, que exhibía arrogante su alianza con el régimen de Francisco Franco contra la multitud mayoritaria de mujeres, ancianos y niños? ¿Hasta qué punto la hospitalidad venezolana y la tranquilidad económica le habrán ayudado a olvidar aquella pesadilla?

Creo que la paciencia del lienzo de Picasso no llevará, ni al anciano empresario ni a los admiradores del talentoso malagueño, a olvidar esa tragedia con huella televisiva: paciencia a la que ha apelado recientemente el hijo del artista, Claude, al manifestar que el Guernica no debe moverse del Museo Reina Sofía de Madrid debido a “su grave estado de conservación”, en contra de la iniciativa del Museo Guggenheim de Nueva York, conjuntamente con las autoridades del País Vasco, para que el famoso cuadro sea cedido con motivo de la inauguración de su sede en Bilbao, el próximo 3 de octubre. “El cuadro de mi padre continúa siendo un arma política”, ha dicho el portavoz de la familia Picasso.

La paciencia comenzó en la habitación que sirvió de estudio para la génesis del Guernica, cuando las dimensiones del lienzo (3,50 x 7,80 metros) obligaron a que este se pintara en posición inclinada. Como si no hubiese bastado con la paciencia del artista al intentar resumir en tan corto espacio la destrucción y el dolor, los valores encontrados (el toro, el caballo, Goya, entre otras marcas del imaginario cultural) y, al mismo tiempo y con toda su fuerza, la evidencia de que el arte y la política pueden encontrarse sin fisuras. Todo esto ha dejado abierta la puerta de otra paciencia: la del espectador que, de cualquier lado del Atlántico (no olvidemos que, hasta 1981, el cuadro fue resguardado por el Museo de Arte Moderno de Nueva York), ha llorado también su pertenencia a la virtualidad expresada en la obra, donde el carácter universal del genio de Picasso parece extenderse más allá de las disputas entre los mercaderes del arte.

1997