Una propaganda de la Fundación Polar nos trae las palabras de un comerciante español, con muchos años de residencia en Venezuela y orgulloso de la prosperidad obtenida en nuestra tierra, representada en una hermosa familia y una empresa de éxito. Sin embargo, su verdadera carta de presentación resulta más bien un poco sombría para un pueblo como el nuestro, para el que las guerras constituyen un episodio tan lejano como el pedestal levantado a sus protagonistas. “Sobreviví al bombardeo de Guernica”, apunta con un dejo que posiblemente nos delate su frustración republicana, aquella que quizás explique la amargura presente en muchos de los inmigrantes de la Península que nos han honrado (por gusto o casualidad) al escogernos como segunda patria. Allí estaba, pues, como testimonio crucial del primer bombardeo masivo contra un objetivo civil que recuerde la historia y que arrasó con buena parte de la localidad vizcaína, habitada por 5.000 personas antes del ataque. ¿Cuántas cercas saltaría el entonces mozalbete ante la amenaza de la coalición ítalo-germana, que exhibía arrogante su alianza con el régimen de Francisco Franco contra la multitud mayoritaria de mujeres, ancianos y niños? ¿Hasta qué punto la hospitalidad venezolana y la tranquilidad económica le habrán ayudado a olvidar aquella pesadilla?
Creo que la paciencia del lienzo de Picasso no llevará, ni al anciano empresario ni a los admiradores del talentoso malagueño, a olvidar esa tragedia con huella televisiva: paciencia a la que ha apelado recientemente el hijo del artista, Claude, al manifestar que el Guernica no debe moverse del Museo Reina Sofía de Madrid debido a “su grave estado de conservación”, en contra de la iniciativa del Museo Guggenheim de Nueva York, conjuntamente con las autoridades del País Vasco, para que el famoso cuadro sea cedido con motivo de la inauguración de su sede en Bilbao, el próximo 3 de octubre. “El cuadro de mi padre continúa siendo un arma política”, ha dicho el portavoz de la familia Picasso.
La paciencia comenzó en la habitación que sirvió de estudio para la génesis del Guernica, cuando las dimensiones del lienzo (3,50 x 7,80 metros) obligaron a que este se pintara en posición inclinada. Como si no hubiese bastado con la paciencia del artista al intentar resumir en tan corto espacio la destrucción y el dolor, los valores encontrados (el toro, el caballo, Goya, entre otras marcas del imaginario cultural) y, al mismo tiempo y con toda su fuerza, la evidencia de que el arte y la política pueden encontrarse sin fisuras. Todo esto ha dejado abierta la puerta de otra paciencia: la del espectador que, de cualquier lado del Atlántico (no olvidemos que, hasta 1981, el cuadro fue resguardado por el Museo de Arte Moderno de Nueva York), ha llorado también su pertenencia a la virtualidad expresada en la obra, donde el carácter universal del genio de Picasso parece extenderse más allá de las disputas entre los mercaderes del arte.
1997
Una actriz porno caraqueña firma en el MoMA de Nueva York un manifiesto de adicción incondicional al equipo de beisbol más popular de Venezuela. Un tributo a la única novela de Bob Dylan se consuma en el título de un blog. Una observación al legado de Miles Davis intenta soportar tanto los embates de la psicodelia como los de la anarquía del siglo veintiuno. De allí las lecturas, filmes y encuentros que exprimen restos de utopías, peliagudas como un hijo.