viernes, 6 de julio de 2018

Raúl Stanich, Valencia, 12-12-13


Una de sus últimas imágenes en vida. Raúl Stanich, en el campo de su amado Calasanz, fila superior,
segundo de izquierda a derecha.


Alguna vez oí la palabra “Croacia”, cuando tenía 15 o 16 años, y no tardé en suponer, de hecho, el nombre de un país. Su mención vino acompañada de dos detalles que atenuaron su novedad: Croacia era una de las selecciones que participaban en un torneo de fútbol que el Colegio Calasanz celebraba cada Día de la Raza (otrora feriado venezolano que además daba su nombre a esta especie de campeonato express), durante los años setenta. En medio de una gran fiesta musical y culinaria, el 12 de octubre transcurría con la eliminatoria de equipos conformados por miembros de diversas colonias latinoamericanas y europeas de Valencia. Por otro lado, un compañero de clases y titular de la oncena croata me argumentó otra cara de Yugoslavia, para entonces la nación del modelo federal y socialista de vanguardia: “Croacia pertenece a la Federación Yugoslava, pero también es un país con lengua, bandera y hasta una primavera como la de Praga”, afirmaba Luis, de quien no recuerdo el apellido, aunque estoy seguro de que no era Stanich, como el de Raúl Stanich, entrenador del Calasanz por aquellos años de bachillerato e iniciación.

De su origen croata, Raúl Stanich heredó la fisonomía tosca que caracteriza a muchos nativos de Europa central. Nacido en Argentina, a principios de los setenta trajo a Venezuela la experiencia adquirida con los clubes Argentinos Jr y Almagro e integró la plantilla del Valencia FC, del que fue zaguero y capitán. Luego de nacionalizarse, formó parte de la Vinotinto junto a Luis “Mendocita” y Richard Páez. Muchos recordamos su carácter enjuto y calmado que contrastaba con el de la mayoría de los curas del Calasanz, en realidad más dueños de nuestros destinos.

Con el paso de los años, Stanich continuó dictando pautas de decencia y profesionalismo. A los 71 años se desempeñaba como técnico en el Centro Social Italiano de Valencia, la noche que fue arrollado mientras se dirigía a su hogar. Sus signos vitales cedieron horas después para dar paso a la nostalgia recurrente que hacía de la Vinotinto el hazmerreír de la crítica y la hinchada latinoamericanas. Porque, para el resto del mundo, apenas jugábamos beisbol.

En junio de 1972, Venezuela participó en la Copa Independencia de Brasil, la llamada Minicopa, ganada por el anfitrión en el partido final contra Portugal con un cabezazo de Jairzinho en el último minuto. Además de esta emotiva imagen, hay otra de la que es más difícil olvidarme. En su segunda salida, luego de ser goleada por Paraguay, la Vinotinto se enfrentó a la selección yugoslava, mezcla de croatas, serbios y eslovenos, en la ciudad de Curitiba. En esa época yo era capaz de presenciar todos los minutos de los encuentros, sin importar sus resultados. Y todavía me pregunto cómo pude, cómo pudimos soportar aquella humillación, producto de la improvisación, la escasa preparación, la pobreza de ideas futbolísticas y la ingenuidad frente al arco contrario, que ya eran la marca de fábrica de un color, además, impuesto desde una corte internacional de burócratas.

Yugoslavia 10 – Venezuela 0. Cinco goles en cada tiempo. Un momento clave para entender que la presencia en los mundiales de fútbol requiere de algo más que buenos deseos. Que se carece del arraigo atávico, la virtud genética, el contacto afiebrado con el Dios redondo de Juan Villoro. Desde esa tarde le concedí premonitoriamente la razón a un joven delantero brasileño, un tal Ronaldo, quien muchos años después (según las malas lenguas) confesaría a un importante medio de comunicación su imposibilidad para comprender la pasión despertada por la camiseta verdeamarilla entre muchos venezolanos. Sobre todo luego de haber participado en otro desmadre, esta vez de seis goles en el primer tiempo, ante la afición de Maracaibo. 

En el salón de clases no podíamos dejar de referirnos a la impotencia sufrida por Stanich y compañía al contemplar (lo intentaron, pero no jugaron: contemplaron) cómo la máquina balcánica nos convertía en un colador. Un dato más morboso aún: la pizarra marcaba hasta solo seis tantos. Para registrar el noveno, al anotador se le ocurrió voltear el cartel.

El narrador del encuentro, creo que transmitido por el canal Ocho, era un gallego que carecía de la simpatía de Lázaro Candal. Su indignación ante la debacle, ante la Federación de Fútbol, ante la historia que ningunea una tradición fragmentada frente a miles de televidentes, me mostró a un compatriota más. Como también lo fue Raúl Stanich, al elegir morir en Valencia, Venezuela.