Una propaganda de la Fundación Polar nos trae las palabras de un comerciante español, con muchos años de residencia en Venezuela y orgulloso de la prosperidad obtenida en nuestra tierra, representada en una hermosa familia y una empresa de éxito. Sin embargo, su verdadera carta de presentación resulta más bien un poco sombría para un pueblo como el nuestro, para el que las guerras constituyen un episodio tan lejano como el pedestal levantado a sus protagonistas. “Sobreviví al bombardeo de Guernica”, apunta con un dejo que posiblemente nos delate su frustración republicana, aquella que quizás explique la amargura presente en muchos de los inmigrantes de la Península que nos han honrado (por gusto o casualidad) al escogernos como segunda patria. Allí estaba, pues, como testimonio crucial del primer bombardeo masivo contra un objetivo civil que recuerde la historia y que arrasó con buena parte de la localidad vizcaína, habitada por 5.000 personas antes del ataque. ¿Cuántas cercas saltaría el entonces mozalbete ante la amenaza de la coalición ítalo-germana, que exhibía arrogante su alianza con el régimen de Francisco Franco contra la multitud mayoritaria de mujeres, ancianos y niños? ¿Hasta qué punto la hospitalidad venezolana y la tranquilidad económica le habrán ayudado a olvidar aquella pesadilla?
Creo que la paciencia del lienzo de Picasso no llevará, ni al anciano empresario ni a los admiradores del talentoso malagueño, a olvidar esa tragedia con huella televisiva: paciencia a la que ha apelado recientemente el hijo del artista, Claude, al manifestar que el Guernica no debe moverse del Museo Reina Sofía de Madrid debido a “su grave estado de conservación”, en contra de la iniciativa del Museo Guggenheim de Nueva York, conjuntamente con las autoridades del País Vasco, para que el famoso cuadro sea cedido con motivo de la inauguración de su sede en Bilbao, el próximo 3 de octubre. “El cuadro de mi padre continúa siendo un arma política”, ha dicho el portavoz de la familia Picasso.
La paciencia comenzó en la habitación que sirvió de estudio para la génesis del Guernica, cuando las dimensiones del lienzo (3,50 x 7,80 metros) obligaron a que este se pintara en posición inclinada. Como si no hubiese bastado con la paciencia del artista al intentar resumir en tan corto espacio la destrucción y el dolor, los valores encontrados (el toro, el caballo, Goya, entre otras marcas del imaginario cultural) y, al mismo tiempo y con toda su fuerza, la evidencia de que el arte y la política pueden encontrarse sin fisuras. Todo esto ha dejado abierta la puerta de otra paciencia: la del espectador que, de cualquier lado del Atlántico (no olvidemos que, hasta 1981, el cuadro fue resguardado por el Museo de Arte Moderno de Nueva York), ha llorado también su pertenencia a la virtualidad expresada en la obra, donde el carácter universal del genio de Picasso parece extenderse más allá de las disputas entre los mercaderes del arte.
1997
Una actriz porno caraqueña firma en el MoMA de Nueva York un manifiesto de adicción incondicional al equipo de beisbol más popular de Venezuela. Un tributo a la única novela de Bob Dylan se consuma en el título de un blog. Una observación al legado de Miles Davis intenta soportar tanto los embates de la psicodelia como los de la anarquía del siglo veintiuno. De allí las lecturas, filmes y encuentros que exprimen restos de utopías, peliagudas como un hijo.
sábado, 12 de mayo de 2012
viernes, 27 de mayo de 2011
Espejitos de colores

por Juan Forn
Al final se supo: la gran culpable de la música disco resultó ser Elizabeth Taylor. Y ni siquiera lo hizo a propósito (a diferencia de su amistad con Michael Jackson). En una reciente “Historia oral del Movimiento Disco” que publica Vanity Fair cuentan que, cuando Richard Burton abandonó a su esposa por la Taylor, Sally Burton buscó consuelo en sus amigos gays, quienes la convencieron de abrir el primer local bailable de Nueva York donde un DJ hacía sonar dos discos a la vez (superponiendo, por ejemplo, los jadeos de Jane Birkin en “Je t’aime, moi non plus” al fraseo cachondo de Isaac Hayes en “Walk On By” y al ritmo infeccioso de Manu Dibango en “Soul Makossa”). La discoteca se llamaba Arthur, fue la primera en usar la hoy clásica bola de espejos giratoria en el centro de la pista de baile y tuvo sus quince minutos de fama hasta que Sally Burton se asustó con la cantidad de poppers que tomaban sus habitués para poder bailar toda la noche sin parar. Cuando Sally prefirió bajar los decibeles y apuntar a un público más sereno, la movida se trasladó a otra parte, y a otra, y cuando se quisieron dar cuenta, el fenómeno ya tenía nombre (Disco Fever) y características bien definidas, y estábamos en 1973.
Cuenta Gloria Gaynor que el primer DJ de música disco que vio fue en un loft de la calle 12 en Nueva York: el tipo estaba adentro de un ropero, le habían serruchado la parte superior de la puerta y sobre esa tabla apoyaba las bandejas. La canción que sonaba era “Rock the Boat” (de la Hues Corporation). Su primer impulso fue ponerse a bailar; el segundo impulso fue decirse, mientras bailaba: “Yo puedo hacer lo mismo si le acelero el tempo a mis canciones”. Un par de meses después, “You Should Be Dancing” sonaba en todos los sótanos disco de Nueva York. Mientras tanto, en California, explotaba Barry White con su Love Unlimited Orchestra y un ítalo-germano llamado Giorgio Moroder vio el filón: consiguió una secuenciadora de ritmos, contrató a una vocalista negra a la que bautizó Donna Summer, la encerró en un estudio de grabación con la partitura de “Love to Love You, Baby” y la convenció de que la cantara como si fuera Marilyn Monroe haciendo el amor con el presidente Kennedy. El tema duraba diecisiete minutos y Moroder se jactaba de que la Summer alcanzaba el orgasmo doce veces. Cuando las radios se negaron a pasar una canción tan larga, Moroder convenció a los DJ de que la usaran cuando necesitaran ir al baño.

El efecto Moroder cundió enseguida. Con los nuevos sintetizadores Roland y las máquinas de ritmos, cualquier productor podía armar un hit. Los franceses Jacques Morali y Henri Belolo llamaron a un casting entre los bailarines de clubes gay del Greenwich Village neoyorquino: convocaban “pedazos de carne con buenos disfraces”. El resultado fueron los Village People. Morali y Belolo preguntaron a sus contratados cuál era el mejor lugar para ir de levante en Nueva York. Las duchas de la Asociación Cristiana de Jóvenes, contestó Felipe Rose, el indio de los Village People. Hagamos una canción sobre eso, propusieron los franceses. “YMCA” (sigla en inglés de la Asociación Cristiana de Jóvenes) vendió un millón de discos en un mes y con el tiempo se convertiría en el Pericón de las Locas, según la inmortal frase de Diego Siliano.
El efecto disco era tan fuerte que hasta las estrellas de rock quisieron probarlo. Rod Stewart tuvo el mayor éxito de su carrera con “Do You Think I’m Sexy?”. Los Rolling Stones grabaron “Miss You”, con Jagger haciéndose la drag puertorriqueña. Los Blondie pasaron del under del CBGB a Studio 54 con “Heart of Glass” (y los Ramones les retiraron el saludo). Pero todavía faltaba la última pieza que haría de la música disco el sonido de fondo por excelencia de los años setenta: Fiebre de sábado por la noche. “Nuestro mánager iba a financiar una película sobre el fenómeno disco y nos pidió canciones”, cuenta Maurice Gibb, de los Bee Gees. “Le escribimos diez en una semana, pero creíamos que ninguna era verdaderamente disco. No veníamos de ese palo, no lo entendíamos”. Prueba de ello es que estuvieron a punto de dejar afuera “Staying Alive”. Pero Travolta adoró la canción, le inventó la coreografía que hoy todos conocemos y convenció al productor para hacerla el centro de la película (también estuvo por agarrarse a trompadas con el director John Badham cuando éste quiso filmar las escenas de baile en tomas cortas que nunca lo mostraban de cuerpo entero).

En América Latina, en cambio, el apogeo de la música disco tuvo poco y nada que ver con la comunidad gay. Al contrario: coincidió, al menos en Argentina, con la peor época de la dictadura militar (1977-1979) y vino santificada desde arriba, en su versión más pasteurizada, como banda de sonido perfecta para el caretaje deprimente que caracterizó aquella época (recordar la tapa famosa de Expreso imaginario, con la cara de Travolta aplastada por un tomatazo, escuchar a continuación la corrosión sin par con que Luca Prodan retrata las noches en New York City, en “La rubia tarada”, el tema de Sumo). La música disco reinó en los boliches de todo el continente, amenizó después las fiestas de casamiento y terminó arrumbada en los concursos de baile televisivos. Hizo falta más de década y media para que se purgara del estigma procesista en la memoria popular. Recién entonces los gays y drags tomaron posesión de lo que era suyo desde un principio.
www.elmalpensante.com, Bogotá, Nº 105, febrero 2010.
Imagen n° 1: Liz, Andy Warhol (1963).
sábado, 21 de mayo de 2011
Chatarritas (VII)/ Cicerón: Knockin' on Heaven's Door?

Recuerdo bastante bien la última emisión de José Vicente hoy, allá por 1998. El actual y polémico ministro de la Defensa dedicó su espacio a una disertación (inusual, tal vez) sobre la relación del hombre con el poder: ese mismo contra el cual enfiló sus armas como periodista y aspirante a la Presidencia, y al que entonces se asomaba como tocando a las puertas del cielo prometido por el flamante presidente electo Hugo Chávez. En medio de la colosal derrota comicial de AD y Copei, y las expectativas que rodeaban al naciente fenómeno político, el ofrecimiento de la Cancillería le otorgaba un toque de glamour a la acción del, hasta entonces, acérrimo cazador de los gazapos más infames de la (así llamada) IV República.
Sin embargo, esa noche la imagen de José Vicente era otra: la sensación de quien se encuentra al borde de la dimensión desconocida, así como la del esturión en la atarraya sacudiéndose ante su nuevo (y letal) ambiente. En honor a la verdad, el programa realmente pareció girar en torno a la aprehensión que le generaba su nuevo rol existencial: de acusador superestrella a eximio funcionario del Estado, y lo que ello implicaba como sacrificio y peligro en su esquema protector de los derechos humanos. De hecho, más bien lucía que Rangel se estaba adentrando en el mismísimo averno, desde donde surgieron los desaguisados cuya denuncia cimentó la fama del otrora candidato del MAS, el GAR y el PCV, entre otros partidos. No obstante, el tufillo "salvador" del discurso chavista parecía capaz de exorcisar las lacras acumuladas en cuatro décadas, mientras la "bondad" de los noveles personeros se encargaría del resto.
El problema es que, como siempre, las ¿mejores? intenciones resultaron escombros que han alargado la agonía de un legítimo deseo de rectificación, ante lo que se vislumbra como el infierno que no termina de llegar. Y la infeliz contribución de Rangel a lo largo del "proceso" revela que posiblemente ni se dignó a ver las nuevas escenas del filme que catapultó a la poseída Linda Blair, para siquiera conjurar los espectros de Montesinos, el Chacal y hasta el Sierra Nevada. ¿Será que de nada le sirvió a JVR el acercarse a la entrada celestial, como bien lo hizo Bob Dylan para alzarse con el Oscar a la mejor canción de este año? ¿Será por ello que Eric Clapton omitió esa pieza fundamental en su repertorio del Poliedro, con el fin de no restregarle al ministro el hecho de que, lamentablemente, en esta oportunidad se equivocó de puerta?
2001
domingo, 1 de mayo de 2011
Sidney Lumet, el cineasta invisible


por Carlos Reviriego
“¿Cómo te gustaría que te recordaran?”, le pregunta el New York Times en una entrevista grabada como epitafio, que no ha visto la luz hasta ahora. “No me importa una mierda”, contesta Lumet. Siempre quiso pasar de puntillas por la vida. Incluso en sus películas, nunca quiso que la sombra del hombre que había detrás de la cámara asomara por los fotogramas. Y es que alrededor del legado cinematográfico de Sidney Lumet -desde 12 hombres sin piedad (1957) a Antes que el diablo sepa que has muerto (2007), dos obras maestras que inauguran y clausuran una obra tan irregular como apasionante- ha girado a lo largo de los años uno de los grandes debates sobre el que se ha construido el cine moderno: ¿qué es el estilo? ¿qué es un autor cinematográfico?
Lumet ha representado durante décadas la imagen del director sin estilo, el cineasta omnívoro capaz de enfrentarse a cualquier clase de historia. El anti-autor. Su consigna es que cada película pedía su propia forma y que la mirada del cineasta debía plegarse a las exigencias de la historia, nunca al revés. Su formación en el teatro y la televisión hicieron de él un concienzudo y trabajador artesano de su oficio, con un espíritu más bien académico, pero también con una capacidad asombrosa para adoptar múltiples formas de dramaturgia a su trabajo, pulsando el corazón emocional de cualquier clase de historia que tuviera entre manos. Por eso abordó todo tipo de géneros, si bien el drama jurídico o criminal es el que más desarrolló. Puede que no fuera un director muy personal, pero siempre hizo películas muy reconocibles. Su estilo, comprendemos, consistía en no tener estilo.
“El buen estilo es el estilo invisible”, escribió en su obra esencial Así se hacen las películas (Making Movies, 1995), que es tanto una detallada y personalizada guía sobre todos los aspectos técnicos y artísticos que hacen posible un cine industrial, como una suerte de memorias cinematográficas, en las que Lumet puso al descubierto sus secretos y recuerdos profesionales. El director que solía decir que “no existen las decisiones pequeñas cuando se hace una película” explicaba en este ensayo, con pasión y minuciosidad, con humor, claridad y multitud de anécdotas, los secretos de su oficio, las “recetas” que él mismo había aplicado a su trabajo durante más de cuarenta años de dedicación al séptimo arte.
Al margen de sus detractores y admiradores, Lumet tenía una idea muy clara de lo que el cine debía ser, una noción muy formada de su oficio y, sobre todo, una manifiesta concepción ética de su trabajo, de lo que significaba en términos morales filmar una escena de tal o cual manera. Es visible en la vibración documental de las enfebrecidas, intensas Una tarde de perros y Serpico, películas que definen una época y su agitación social; es visible también en el movimiento de cámara que se acerca a Paul Newman antes del fallo del jurado de Veredicto final; es visible en la frialdad de la imagen que se apodera de Network, un ácido y visionario retrato sobre la corrupción y el poder social de la televisión (y una de las películas preferidas de Paul Thomas Anderson); es visible en el plano frontal de un padre dejando morir a su hijo en esa extraordinaria tragedia griega moderna que es Antes que el diablo sepa que has muerto...
Como ocurre con Martin Scorsese, John Cassavetes o Woody Allen, siempre se habla de Lumet como un documentalista de Nueva York en el cine, pero también es cierto que siempre retrató la ciudad de los rascacielos de forma distinta, buscando representar la atmósfera (fuera oscura o luminosa, radiante o lluviosa) que necesitaba el relato. No es la misma ciudad la que respira en los fotogramas de El príncipe y la ciudad (su película más “estilizada”) que la de La noche cae sobre Manhattan, ni la que vemos en Gloria (el curioso remake del título de Cassavetes, donde Sharon Stone hacía el papel de Gena Rowlands) o la que recorremos en Una extraña entre nosotros, con Melanie Griffith envuelta en un tiroteo en la calle 42. Como Clint Eastwood, tuvo Lumet siempre la capacidad de encontrar y escoger aquellas historias que se adaptaban como un guante a su no-estilo (la escribiera David Mamet, Eugene O'Neill, Frank Pierson o él mismo), a tomar un género cinematográfico y hacerlo suyo.
La moral jurídica, la corrupción política, el sistema policial... toda la maquinaria del sistema social estadounidense, y su fracaso institucional, corría por las venas de su trabajo. Era en él una preocupación constante el modo en que la abstracción y magnitud de las sistemas devoraban al individuo. Desde su implacable Doce hombres sin piedad, su visión del ser humano siempre fue muy pesimista, un convencimiento que no cambió con el tiempo, que acaso se hizo más profundo y manifiesto. Obras como Piel de serpiente (1960), con Marlon Brando en una creación de Tennessee Williams, donde Lumet filmó con una lente distinta a cada personaje; Punto límite (1964), sobre el holocausto nuclear, filmada el mismo año que Kubrick dirigía Teléfono rojo: Volamos hacia Moscú, la más que reivindicable Larga jornada hacia la noche (1962), protagonizada por una mágica Katherine Hepburn; el extrañísimo musical El mago (1978), adaptación ‘blackpoitation' de El mago de Oz con Michael Jackson y Diana Ross); la insólita Declaradme culpable (2004), donde ofreció a Vin Diesel su primer papel serio, o el rodaje en vídeo digital HD de su última película, dan fe de su versatilidad como ese director que, aún dentro de su clasicismo, siempre le mantuvo alerta cierta pulsión experimental.
Director que quiso ser muchos directores y ninguno al mismo tiempo, Sidney Lumet sobrevivirá como ese cineasta que quiso ser invisible pero no lo consiguió.
http://www.elcultural.es, 10-4-11
Imagen Nº 1: Peter Finch, en Network (1976).
Imagen Nº 2: Paul Newman, en The veredict (1982).
Imagen Nº 3: Al Pacino, como Serpico (1973).
“¿Cómo te gustaría que te recordaran?”, le pregunta el New York Times en una entrevista grabada como epitafio, que no ha visto la luz hasta ahora. “No me importa una mierda”, contesta Lumet. Siempre quiso pasar de puntillas por la vida. Incluso en sus películas, nunca quiso que la sombra del hombre que había detrás de la cámara asomara por los fotogramas. Y es que alrededor del legado cinematográfico de Sidney Lumet -desde 12 hombres sin piedad (1957) a Antes que el diablo sepa que has muerto (2007), dos obras maestras que inauguran y clausuran una obra tan irregular como apasionante- ha girado a lo largo de los años uno de los grandes debates sobre el que se ha construido el cine moderno: ¿qué es el estilo? ¿qué es un autor cinematográfico?
Lumet ha representado durante décadas la imagen del director sin estilo, el cineasta omnívoro capaz de enfrentarse a cualquier clase de historia. El anti-autor. Su consigna es que cada película pedía su propia forma y que la mirada del cineasta debía plegarse a las exigencias de la historia, nunca al revés. Su formación en el teatro y la televisión hicieron de él un concienzudo y trabajador artesano de su oficio, con un espíritu más bien académico, pero también con una capacidad asombrosa para adoptar múltiples formas de dramaturgia a su trabajo, pulsando el corazón emocional de cualquier clase de historia que tuviera entre manos. Por eso abordó todo tipo de géneros, si bien el drama jurídico o criminal es el que más desarrolló. Puede que no fuera un director muy personal, pero siempre hizo películas muy reconocibles. Su estilo, comprendemos, consistía en no tener estilo.

Al margen de sus detractores y admiradores, Lumet tenía una idea muy clara de lo que el cine debía ser, una noción muy formada de su oficio y, sobre todo, una manifiesta concepción ética de su trabajo, de lo que significaba en términos morales filmar una escena de tal o cual manera. Es visible en la vibración documental de las enfebrecidas, intensas Una tarde de perros y Serpico, películas que definen una época y su agitación social; es visible también en el movimiento de cámara que se acerca a Paul Newman antes del fallo del jurado de Veredicto final; es visible en la frialdad de la imagen que se apodera de Network, un ácido y visionario retrato sobre la corrupción y el poder social de la televisión (y una de las películas preferidas de Paul Thomas Anderson); es visible en el plano frontal de un padre dejando morir a su hijo en esa extraordinaria tragedia griega moderna que es Antes que el diablo sepa que has muerto...
Como ocurre con Martin Scorsese, John Cassavetes o Woody Allen, siempre se habla de Lumet como un documentalista de Nueva York en el cine, pero también es cierto que siempre retrató la ciudad de los rascacielos de forma distinta, buscando representar la atmósfera (fuera oscura o luminosa, radiante o lluviosa) que necesitaba el relato. No es la misma ciudad la que respira en los fotogramas de El príncipe y la ciudad (su película más “estilizada”) que la de La noche cae sobre Manhattan, ni la que vemos en Gloria (el curioso remake del título de Cassavetes, donde Sharon Stone hacía el papel de Gena Rowlands) o la que recorremos en Una extraña entre nosotros, con Melanie Griffith envuelta en un tiroteo en la calle 42. Como Clint Eastwood, tuvo Lumet siempre la capacidad de encontrar y escoger aquellas historias que se adaptaban como un guante a su no-estilo (la escribiera David Mamet, Eugene O'Neill, Frank Pierson o él mismo), a tomar un género cinematográfico y hacerlo suyo.

Director que quiso ser muchos directores y ninguno al mismo tiempo, Sidney Lumet sobrevivirá como ese cineasta que quiso ser invisible pero no lo consiguió.
http://www.elcultural.es, 10-4-11
Imagen Nº 1: Peter Finch, en Network (1976).
Imagen Nº 2: Paul Newman, en The veredict (1982).
Imagen Nº 3: Al Pacino, como Serpico (1973).
El Neruda del 'heavy'

por Rafael Méndez
Ozzy Osbourne no quiere polémicas. En sus memorias I am Ozzy (confieso que he bebido), el padrino del heavy avisa que sus recuerdos pueden estar algo distorsionados: "Durante los últimos 40 años he ido ciego de alcohol, coca, ácido, Quaaludes, pegamento, jarabe para la tos, heroína, Rohypnol, Klonopin, Vicodin y otras muchas sustancias. (...) No soy la puta Enciclopedia Británica. Lo que vais a leer es lo que goteó de la gelatina que tengo por cerebro cuando le pregunté por la historia de mi vida". Difícil resumirlo mejor.
A Ozzy se le veía venir desde pequeño. "Mi padre siempre pensó que yo haría algo grande: 'Tengo una corazonada, John Osbourne', me decía después de unas cervezas, 'o acabas haciendo algo muy especial o acabas en la cárcel'. Y llevaba razón el viejo: antes de cumplir los 18 ya estaba en la cárcel". Nacido en 1948 en Birmingham, en la Inglaterra profunda, Ozzy creció en una familia pobre, no aprendió nada en el colegio (justifica ahora que fue por una dislexia) y pronto vio que no tenía futuro. Trabajó desengrasando maquinaria de automóviles en un bidón con cloruro de metileno. Le despidieron porque se quitaba la máscara y aspiraba el vapor. "Uaaaaaaaaaa... era como esnifar pegamento, pero multiplicado por 100."
El libro lo ha escrito el periodista Chris Ayres, con quien Ozzy mantuvo a medias un consultorio en Rolling Stone. Ayres ha mantenido los disparates y tacos que suelta Osbourne, de forma que el libro merece un lugar digno entre las memorias de descerebrados del rock. Extrae carcajadas y proporciona anécdotas para la madrugada de los nostálgicos del metal.
Como no sabe hacer nada, el joven Ozzy compra un amplificador y se anuncia como cantante. Encuentra a su ex compañero de colegio Tony Iommi, gran guitarrista. Montan un grupo de blues con The Beatles como ídolos. "Tony fue el primero en sugerir que hiciésemos algo que sonase maligno. Cerca del centro comunitario en el que ensayábamos había un cine, el Orient, y siempre que echaban una peli de miedo la cola daba la vuelta a la esquina."
¿No es raro que la gente esté dispuesta a pagar por asustarse?, dijo Tony un día. Quizá deberíamos dejar de tocar blues y escribir canciones que den miedo.

En solitario y con su mujer, Sharon, como agente, decide dar una vuelta de tuerca a su carrera. Satánico y guarro, no; mucho más. En 1980 edita Blizzard of Ozz, y en una reunión con directivos de la CBS en EE UU decide impresionarlos. Sharon le dio unas palomas para que las soltara al vuelo en la sala. Querían demostrar que Ozzy era una verdadera estrella del rock y, por tanto, un excéntrico. Pero el cantante tenía otros planes: "Saqué una de las palomas del bolsillo. 'Se acabó', pensé. Abrí la boca de par en par. En el otro extremo de la sala vi que Sharon se encogía. Y entonces mordí y escupí. La cabeza de la paloma aterrizó en el regazo de la relaciones públicas con un chorrazo de sangre. Si os digo la verdad, estaba tan borracho que todo me sabía a Cointreau. A Cointreau y a plumas. Y a pico también". Ozzy sabía de tripas porque de joven había trabajado en un matadero.
A la prensa le encanta. En los conciertos, el público tira sangre y vísceras al escenario. La leyenda crece cuando, en 1982, se come un murciélago que cruzaba aturdido entre los focos. Fue por error: "Levanté el murciélago y enseñé los dientes mientras Randy [Rhoads] tocaba uno de sus solos. El público se volvió loco. Y entonces hice lo que siempre hacía con los juguetes de goma sobre el escenario. ÑAM. De inmediato noté que algo iba mal. Muy mal. Para empezar, la boca se me llenó de un líquido pegajoso y cálido con el peor gusto que os podáis imaginar. Noté que me manchaba los dientes y me corría por la barbilla. Y luego la cabeza se movió dentro de la boca. 'No me jodas', pensé, 'no me jodas que acabo de comerme un murciélago". Durante días, recibe dolorosas inyecciones contra la rabia.
Su vida deja de tener gracia cuando narra la degeneración del adicto sumergido en alcohol y drogas: se caga encima cada noche o en cualquier pasillo de hotel, ingresa en prisión por intentar asesinar a su mujer, entra y sale de centros de rehabilitación... Es capaz de acabar con dos gramos de coca en un vuelo entre EE UU y Europa a base de colocar a todas las azafatas. O eso cuenta.
Su carrera va hacia abajo durante los noventa. Para entonces, Ozzy, que lee con dificultad, ya tiene una mansión a cada lado del Atlántico y levanta un poco el pie. En 2003, operado de cirugía estética, apenas bebe, aunque mezcla todo tipo de fármacos. Conoce a un productor que realiza un desternillante documental sobre su vida. La MTV lo ve y, en 2003, la cadena graba Los Osbourne, un Gran Hermano en su casa. Ozzy, su mujer y sus dos hijos adolescentes se insultan sin parar. A la audiencia le encanta, lo cita George W. Bush y conoce a la reina de Inglaterra. En televisión aparece como un monigote con problemas para expresarse. Pero es entrañable, una especie de Homer Simpson extremo y real.

Ozzy admite que si de niño hubieran puesto en fila a sus amigos para apostar sobre quién iba a llegar a viejo y millonario, él habría sido el último elegido. Pero así son las cosas.
I AM OZZY (CONFIESO QUE HE VIVIDO), de Ozzy Osbourne. Traducción: Pablo Álvarez. Global Rhythm Press, 2011. Barcelona, 358 págs.
http://www.elpais.com, 9-4-11.
martes, 5 de abril de 2011
Autopsia a Hollywood

por J. Ors,
Madrid
Tardaron cuatro días en descubrir su cadáver. Apareció vestido sólo con la parte superior del pijama, en estado de descomposición, el abdomen de color verde y los ojos nublados. Si hubiera realizado una llamada de teléfono, que estaba a su alcance, se habría salvado. Pero estaba demasiado borracho para pensar con suficiente claridad en salvarse.
Drogas y rebeldes
Noguchi, en este libro, reconstruye la última noche de la actriz y añade datos curiosos, como los hematomas que presentaba su cuerpo o el extraño análisis que se hizo de sus órganos. Pero, al final, es muy concluyente: «El análisis de sangre mostraba 8,0 miligramos% de hidrato de cloral, y el hígado 13,0 miligramos% de pentobarbital (Nembutal), en ambos casos dosis ciertamente mortales». Después añade: «Las pruebas me habían persuadido, al igual que a los toxicólogos, de que Marilyn Monroe había ingerido una cantidad suficiente para provocarse la muerte». Pero él ya sabía que la fascinación de su belleza seguiría, como sucede hoy, especulando sobre qué le ocurrió en realidad.

Sharon Tate fue algo más que la pareja de Roman Polanski. Aquella mujer guapa, esbelta, de ojos oscuros era una de las actrices con mayor proyección en Hollywood. A sus 26 años ya había rodado diez películas. Un buen comienzo. Pero todo se torció la noche del 9 de agosto de 1969. Thomas Noguchi recuerda con estupefacción la masacre que presenció en aquel chalet situado en el 10050 de Cielo Drive. Los cuerpos, destrozados por el ensañamiento, se encontraban casi por todas partes. En el suelo había charcos de sangre. Y, entre ellos, Sharon Tate con una soga alrededor del cuello. «Nunca en mi carrera he contemplado tal encarnizamiento», afirma. Y comenta: «La víctima más desoladora, porque estaba embarazada, era Sharon Tate. Yacía con las piernas replegadas sobre su estómago, como si hubiera intentado proteger a su hijo». La investigación acabó con el arresto de Charles Manson y de los miembros de su secta. ¿Pero por qué matarla a ella? Noguchi cuenta el motivo. En aquel domicilio terminó la carrera musical de Manson. Fue rechazado por la persona que prometió editarle un disco. Como acto simbólico, sus seguidores acudieron allí transcurrido un año para vengarse. Pero los inquilinos eran otros.
¿Quién mató a Bob Kennedy?
Un arma o dos. Un asesino solitario o varios. La autopsia deja la puerta abierta. Thomas Noguchi realizó una de las autopsias más exhaustivas y rigurosas de toda su carrera. No podía permitir que sucediera con Robert Kennedy lo mismo que con su hermano, asesinado en Dallas. El hollín en el pelo de Bob revelaba que el disparo se había hecho a corta distancia. «A dos centímetros del lóbulo derecho y a sólo siete de la nuca. Entonces advertí que mi test parecía exculpar a Sirhan Sirhan». Noguchi argumenta: «Había otras pruebas que ponían en entredicho la tesis de que Sirhan Sirhan actuó solo. Por ejemplo, se dispararon cuatro balas contra Kennedy, tres de ellas lo alcanzaron y una le atravesó la ropa sin causar daños. Cinco personas que estaban detrás de Kennedy fueron heridas por proyectiles que se hallaron en sus cuerpos y en el techo se encontraron tres orificios de bala. Había marcas de doce balas, cuando la pistola de Sirhan contenía sólo ocho». El forense concluye: «Hasta que no haya pruebas fehacientes de lo sucedido esa noche, la presencia de un segundo pistolero permanece como una posibilidad».

El actor William Holden murió de una forma ridícula. Tropezó con la alfombra y se golpeó la cabeza con la mesilla. Aquella brecha de siete centímetros no debió matar a nadie. Pero las venas del intérprete arrastraban una botella y media de vodka. La herida alcanzó el cráneo, pero él no percibió la gravedad del corte. Mareado, cogió unos pañuelos de papel para taponar la sangre que le fluía de la frente. Utilizó ocho antes de tumbarse en la cama. Tardó media hora en perder la consciencia. La hemorragia, acentuada por el alcohol –un fuerte vasodilatador que, además, inhibe la coagulación–, prosiguió hasta que murió desangrado.
Tardaron cuatro días en descubrir su cadáver. Apareció vestido sólo con la parte superior del pijama, en estado de descomposición, el abdomen de color verde y los ojos nublados. Si hubiera realizado una llamada de teléfono, que estaba a su alcance, se habría salvado. Pero estaba demasiado borracho para pensar con suficiente claridad en salvarse.
Drogas y rebeldes
El oficio de forense en EE UU es mucho más que el examen detectivesco de un cuerpo. Conlleva una investigación ocular del lugar del fallecimiento y una reconstrucción de lo ocurrido que conduzca a esclarecer la causa final de la muerte. Thomas T. Noguchi fue el forense de los grandes casos de Hollywood. Ahora, en una cuidada edición del periodista Víctor Fernández, que firma el prólogo, la editorial Global Rhythm recupera sus memorias, Cadáveres exquisitos, donde narra su experiencia y determina de qué fallecieron algunos de los grandes mitos de la gran pantalla, la música y la política. A veces, en la meca del cine, la muerte no tiene glamour y los ídolos simplemente dejan de respirar por un accidente fortuito o por una paradoja letal. Janis Joplin se quedó sin respiración en su habitación del Hotel Landmark. Acababa de grabar Pearl, álbum emblemático de su discografía. Pero una sobredosis de heroína que en principio no debía ser letal la dejó en el suelo para siempre.
Uno de los riesgos de esta droga es su posible mezcla con otras sustancias perjudiciales, aunque ese camello le pasó unos gramos que, al final, resultaron demasiado puros. Quizá fue una consideración hacia la artista, un ídolo que admiraba. Eso la mató, porque su cuerpo estaba acostumbrado a dosis adulteradas. Noguchi lo relata con tristeza.
John Belushi, uno de los Blues Brothers, actor y lo que se le pusiera por delante, siguió la misma senda. Pero si existe un caso desafortunado en la carrera de Noguchi fue el de Natalie Wood, la niña de Hollywood. Había saltado al estrellato junto a James Dean y Sal Mineo en Rebelde sin causa. Los tres murieron de una manera trágica. Ella apareció el 28 de noviembre de 1981 en una orilla de la isla de Santa Catalina. Qué ocurrió. La prensa enseguida difundió rumores que apuntaban a un asesinato más que a una muerte casual.
Estaba en un yate, junto a su marido, Robert Wagner, y el actor Christopher Walken. ¿Se peleó con su pareja? ¿La empujaron al agua? Noguchi examinó el barco y las ropas que la actriz llevaba en el momento en que descubrieron su cadáver. El resultado es siempre desolador. El bote que arrastraba la embarcación golpeaba en el casco. Quizá le molestó el ruido. Acudió a él y, en un momento, quizá por la embriaguez –los tres habían cenado en un restaurante del puerto y habían bebido bastante–, cayó al mar. Una conjunción de factores desafortunados se aliaron en su contra. Ella se agarró a la balsa, que se había desenganchado, pero no pudo subir a ella. El chaleco que vestía, empapado por el agua, pesaba cerca de doce kilos. El alcohol le impidió reflexionar con claridad. Además, el viento de esa noche y las corrientes de la bahía la alejaban del yate. Gritó. Una fiesta en un barco cercano enmudeció sus gritos. Se agarró a las cuerdas de ese bote, pero las bajas temperaturas terminaron congelándola. Se desmayó y, arrastrada por el chaleco, se hundió en la profundidad. Si hubiera aguantado unos pocos minutos más, también se habría salvado. Es lo que tardó la balsa en alcanzar tierra firme.


El sueño roto
Uno de los riesgos de esta droga es su posible mezcla con otras sustancias perjudiciales, aunque ese camello le pasó unos gramos que, al final, resultaron demasiado puros. Quizá fue una consideración hacia la artista, un ídolo que admiraba. Eso la mató, porque su cuerpo estaba acostumbrado a dosis adulteradas. Noguchi lo relata con tristeza.
John Belushi, uno de los Blues Brothers, actor y lo que se le pusiera por delante, siguió la misma senda. Pero si existe un caso desafortunado en la carrera de Noguchi fue el de Natalie Wood, la niña de Hollywood. Había saltado al estrellato junto a James Dean y Sal Mineo en Rebelde sin causa. Los tres murieron de una manera trágica. Ella apareció el 28 de noviembre de 1981 en una orilla de la isla de Santa Catalina. Qué ocurrió. La prensa enseguida difundió rumores que apuntaban a un asesinato más que a una muerte casual.
Estaba en un yate, junto a su marido, Robert Wagner, y el actor Christopher Walken. ¿Se peleó con su pareja? ¿La empujaron al agua? Noguchi examinó el barco y las ropas que la actriz llevaba en el momento en que descubrieron su cadáver. El resultado es siempre desolador. El bote que arrastraba la embarcación golpeaba en el casco. Quizá le molestó el ruido. Acudió a él y, en un momento, quizá por la embriaguez –los tres habían cenado en un restaurante del puerto y habían bebido bastante–, cayó al mar. Una conjunción de factores desafortunados se aliaron en su contra. Ella se agarró a la balsa, que se había desenganchado, pero no pudo subir a ella. El chaleco que vestía, empapado por el agua, pesaba cerca de doce kilos. El alcohol le impidió reflexionar con claridad. Además, el viento de esa noche y las corrientes de la bahía la alejaban del yate. Gritó. Una fiesta en un barco cercano enmudeció sus gritos. Se agarró a las cuerdas de ese bote, pero las bajas temperaturas terminaron congelándola. Se desmayó y, arrastrada por el chaleco, se hundió en la profundidad. Si hubiera aguantado unos pocos minutos más, también se habría salvado. Es lo que tardó la balsa en alcanzar tierra firme.


El sueño roto
Pero los casos que marcaron la trayectoria de Noguchi fueron los de Marilyn Monroe, Robert Kennedy y Sharon Tate. Sus muertes conmocionaron al mundo. El cuerpo de la rubia más famosa del celuloide se encontró sin vida en su casa de Los Ángeles. Apareció desnuda sobre su cama, al lado de una mesita llena de frascos de pastillas, entre ellas, Nembutal, un poderoso somnífero. La historia de este mito, de la célebre protagonista de Con faldas y a lo loco, Bus Stop o Los caballeros las prefieren rubias, fue un sueño dorado que duró demasiado poco. Noguchi todavía recuerda impactado aquel año de 1962 cuando vio el cadáver del «sex symbol». Las fotos que se conservan chocan contra cualquier idealización.
¿Es ella Marilyn? Sí, lo es. Este volumen cuenta con un valioso pliego de imágenes. Algunas de ellas son inéditas, como las de Sharon Tate muerta, que dan constancia de la brutalidad que padeció hasta que expiró, y dos más de Marilyn, entre otras. El fallecimiento de Marilyn disparó, como era de esperar, las teorías conspiratorias, sospechas y conjeturas alrededor de lo que había sucedido en aquel dormitorio. Algunos apuntaban al hermano de John F. Kennedy, Robert. Se dijo, incluso, que había un fichero que la actriz ocultó y en el que nombraba al político estadounidense. La convulsión de su muerte hizo que Noguchi tuviera que volver a declarar, al reabrirse el caso, sobre aquella misma investigación que había dirigido años atrás en unos instantes apresurados. Él fue el patólogo que había realizado la autopsia y, según algunos, lo que había escrito en su informe alentaba la posibilidad de un asesinato.
Análisis de órganos
¿Es ella Marilyn? Sí, lo es. Este volumen cuenta con un valioso pliego de imágenes. Algunas de ellas son inéditas, como las de Sharon Tate muerta, que dan constancia de la brutalidad que padeció hasta que expiró, y dos más de Marilyn, entre otras. El fallecimiento de Marilyn disparó, como era de esperar, las teorías conspiratorias, sospechas y conjeturas alrededor de lo que había sucedido en aquel dormitorio. Algunos apuntaban al hermano de John F. Kennedy, Robert. Se dijo, incluso, que había un fichero que la actriz ocultó y en el que nombraba al político estadounidense. La convulsión de su muerte hizo que Noguchi tuviera que volver a declarar, al reabrirse el caso, sobre aquella misma investigación que había dirigido años atrás en unos instantes apresurados. Él fue el patólogo que había realizado la autopsia y, según algunos, lo que había escrito en su informe alentaba la posibilidad de un asesinato.
Análisis de órganos
Noguchi, en este libro, reconstruye la última noche de la actriz y añade datos curiosos, como los hematomas que presentaba su cuerpo o el extraño análisis que se hizo de sus órganos. Pero, al final, es muy concluyente: «El análisis de sangre mostraba 8,0 miligramos% de hidrato de cloral, y el hígado 13,0 miligramos% de pentobarbital (Nembutal), en ambos casos dosis ciertamente mortales». Después añade: «Las pruebas me habían persuadido, al igual que a los toxicólogos, de que Marilyn Monroe había ingerido una cantidad suficiente para provocarse la muerte». Pero él ya sabía que la fascinación de su belleza seguiría, como sucede hoy, especulando sobre qué le ocurrió en realidad.

Sharon Tate fue algo más que la pareja de Roman Polanski. Aquella mujer guapa, esbelta, de ojos oscuros era una de las actrices con mayor proyección en Hollywood. A sus 26 años ya había rodado diez películas. Un buen comienzo. Pero todo se torció la noche del 9 de agosto de 1969. Thomas Noguchi recuerda con estupefacción la masacre que presenció en aquel chalet situado en el 10050 de Cielo Drive. Los cuerpos, destrozados por el ensañamiento, se encontraban casi por todas partes. En el suelo había charcos de sangre. Y, entre ellos, Sharon Tate con una soga alrededor del cuello. «Nunca en mi carrera he contemplado tal encarnizamiento», afirma. Y comenta: «La víctima más desoladora, porque estaba embarazada, era Sharon Tate. Yacía con las piernas replegadas sobre su estómago, como si hubiera intentado proteger a su hijo». La investigación acabó con el arresto de Charles Manson y de los miembros de su secta. ¿Pero por qué matarla a ella? Noguchi cuenta el motivo. En aquel domicilio terminó la carrera musical de Manson. Fue rechazado por la persona que prometió editarle un disco. Como acto simbólico, sus seguidores acudieron allí transcurrido un año para vengarse. Pero los inquilinos eran otros.

Un arma o dos. Un asesino solitario o varios. La autopsia deja la puerta abierta. Thomas Noguchi realizó una de las autopsias más exhaustivas y rigurosas de toda su carrera. No podía permitir que sucediera con Robert Kennedy lo mismo que con su hermano, asesinado en Dallas. El hollín en el pelo de Bob revelaba que el disparo se había hecho a corta distancia. «A dos centímetros del lóbulo derecho y a sólo siete de la nuca. Entonces advertí que mi test parecía exculpar a Sirhan Sirhan». Noguchi argumenta: «Había otras pruebas que ponían en entredicho la tesis de que Sirhan Sirhan actuó solo. Por ejemplo, se dispararon cuatro balas contra Kennedy, tres de ellas lo alcanzaron y una le atravesó la ropa sin causar daños. Cinco personas que estaban detrás de Kennedy fueron heridas por proyectiles que se hallaron en sus cuerpos y en el techo se encontraron tres orificios de bala. Había marcas de doce balas, cuando la pistola de Sirhan contenía sólo ocho». El forense concluye: «Hasta que no haya pruebas fehacientes de lo sucedido esa noche, la presencia de un segundo pistolero permanece como una posibilidad».

CADÁVERES EXQUISITOS, de Thomas Noguchi. Traducción: Ezequiel Martínez Llorente. Global Rhythm Press, 2011. Barcelona, 244 páginas.
Fuente: www.larazon.es, Madrid, 1-2-11.
domingo, 27 de marzo de 2011
La ideología social del automóvil

por André Gorz
El mayor defecto de los automóviles es que son como castillos o fincas a orillas del mar: bienes de lujo inventados para el placer exclusivo de una minoría muy rica, y que nunca estuvieron, en su concepción y naturaleza, destinados al pueblo. A diferencia de la aspiradora, la radio o la bicicleta, que conservan su valor de uso aun cuando todo el mundo posee una, el automóvil, como la finca a orillas del mar, no tiene ningún interés ni ofrece ningún beneficio salvo en la medida en que la masa no puede poseer uno. Así, tanto en su concepción como en su propósito original, el auto es un bien de lujo. Y el lujo, por definición, no se democratiza: si todo el mundo tiene acceso al lujo, nadie le saca provecho; por el contrario, todo el mundo estafa, usurpa y despoja a los otros y es estafado, usurpado y despojado por ellos.
Resulta bastante común admitir esto cuando se trata de fincas a la orilla del mar. Ningún demagogo ha osado todavía pretender que la democratización del derecho a las vacaciones supondría una finca con playa privada por cada familia francesa. Todos entienden que, si cada una de las trece o catorce millones de familias hiciera uso de diez metros de costa, se necesitarían 140.000 kilómetros de playa para que todo el mundo se diera por bien servido. Dar a cada quien su porción implicaría recortar las playas en tiras tan pequeñas –o acomodar las fincas tan cerca unas de otras– que su valor de uso se volvería nulo y desaparecería cualquier tipo de ventaja que pudieran tener sobre un complejo hotelero. En suma, la democratización del acceso a las playas no admite más que una solución: la solución colectivista. Y esta solución entra necesariamente en conflicto con el lujo de la playa privada, privilegio del que una pequeña minoría se apodera a expensas del resto.
Ahora bien, ¿por qué aquello que parece evidente en el caso de las playas no lo es en el caso de los transportes? Un automóvil, al igual que una finca con playa, ¿no ocupa acaso un espacio que escasea? ¿Acaso no priva a los otros que utilizan las calles (peatones, ciclistas, usuarios de tranvías o autobuses)? ¿No pierde acaso todo su valor de uso cuando todo el mundo utiliza el suyo? Y a pesar de esto hay muchos demagogos que afirman que cada familia tiene derecho a, por lo menos, un coche, y que recae en el “Estado” del que forma parte la responsabilidad de que todos puedan estacionarse cómodamente y circular a ciento cincuenta kilómetros por hora por las carreteras.
La monstruosidad de esta demagogia salta a la vista y, sin embargo, ni siquiera la izquierda la rechaza. ¿Por qué se trata al automóvil como vaca sagrada? ¿Por qué, a diferencia de otros bienes “privativos”, no se le reconoce como un lujo antisocial? La respuesta debe buscarse en los siguientes dos aspectos del automovilismo.
1. El automovilismo de masa materializa un triunfo absoluto de la ideología burguesa al nivel de la práctica cotidiana: funda y sustenta, en cada quien, la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer y beneficiarse a expensas de todos los demás. El egoísmo agresivo y cruel del conductor que, a cada minuto, asesina simbólicamente a “los demás”, a quienes ya no percibe más que como estorbos materiales y obstáculos que se interponen a su propia velocidad, ese egoísmo agresivo y competitivo es el advenimiento, gracias al automovilismo cotidiano, de una conducta universalmente burguesa. [...]
2. El automovilismo ofrece el ejemplo contradictorio de un objeto de lujo desvalorizado por su propia difusión. Pero esta desvalorización práctica aún no ha causado su desvalorización ideológica: el mito del atractivo y las ventajas del auto persiste mientras que los transportes colectivos, si se expandieran, pondrían en evidencia una estridente superioridad. La persistencia de este mito se explica con facilidad: la generalización del automóvil individual ha excluido a los transportes colectivos, modificado el urbanismo y el hábitat y transferido al automóvil funciones que su propia difusión ha vuelto necesarias. Hará falta una revolución ideológica (“cultural”) para romper el círculo. Obviamente no debe esperarse que sea la clase dominante (de derecha o de izquierda) la que lo haga.
Observemos estos dos puntos con detenimiento.
Cuando se inventó el automóvil, éste debía procurar a unos cuantos burgueses muy ricos un privilegio absolutamente inédito: el de circular mucho más rápido que los demás. Nadie hubiera podido imaginar eso hasta ese momento. La velocidad de todas las diligencias era esencialmente la misma, tanto para los ricos como para los pobres. La carreta del rico no iba más rápido que la del campesino, y los trenes transportaban a todo el mundo a la misma velocidad (no adoptaron velocidades distintas sino hasta que empezaron a competir con el automóvil y el avión). No había, hasta el cambio de siglo, una velocidad de desplazamiento para la élite y otra para el pueblo. El auto cambiaría esto: por primera vez extendía la diferencia de clases a la velocidad y al medio de transporte.
Este medio de transporte pareció en un principio inaccesible para la masa –era muy diferente de los medios ordinarios–. No había comparación entre el automóvil y todo el resto: la carreta, el ferrocarril, la bicicleta o el carro tirado por caballos. Seres excepcionales se paseaban a bordo de un vehículo remolcado que pesaba por lo menos una tonelada y cuyos órganos mecánicos extremadamente complicados eran muy misteriosos y se ocultaban de nuestro campo de visión. Pues un aspecto importante del mito del automóvil es que por primera vez la gente montaba vehículos privados cuyos sistemas operativos le eran totalmente desconocidos y cuyo mantenimiento y alimentación había que confiar a especialistas.
La paradoja del automóvil estribaba en que parecía conferir a sus dueños una independencia sin límites, al permitirles desplazarse de acuerdo con la hora y los itinerarios de su elección y a una velocidad igual o superior que la del ferrocarril. Pero, en realidad, esta aparente autonomía tenía como contraparte una dependencia extrema. A diferencia del jinete, el carretero o el ciclista, el automovilista dependería de comerciantes y especialistas de la carburación, la lubrificación, el encendido y el intercambio de piezas estándar para alimentar el coche o reparar la menor avería. Al revés de los dueños anteriores de medios de locomoción, el automovilista establecería un vínculo de usuario y consumidor –y no de poseedor o maestro– con el vehículo del que era dueño. Dicho de otro modo, este vehículo lo obligaría a consumir y utilizar una cantidad de servicios comerciales y productos industriales que sólo terceros podrían procurarle. La aparente autonomía del propietario de un automóvil escondía una dependencia enorme.
Los magnates del petróleo fueron los primeros en darse cuenta del partido que se le podría sacar a una gran difusión del automóvil. Si se convencía al pueblo de circular en un auto a motor, se le podría vender la energía necesaria para su propulsión. Por primera vez en la historia los hombres dependerían, para su locomoción, de una fuente de energía comercial. Habría tantos clientes de la industria petrolera como automovilistas –y como por cada automovilista habría una familia, el pueblo entero sería cliente de los petroleros–. La situación soñada por todo capitalista estaba a punto de convertirse en realidad: todos dependerían, para satisfacer sus necesidades cotidianas, de una mercancía cuyo monopolio sustentaría una sola industria.
Lo único que hacía falta era lograr que la población manejara automóviles. Apenas sería necesaria una poca de persuasión. Bastaría con bajar el precio del auto mediante la producción en masa y el montaje en cadena. La gente se apresuraría a comprar uno. Tanto se apresuró la gente que no se dio cuenta de que se le estaba manipulando. ¿Qué le prometía la industria automóvil? Esto: “Usted también, a partir de ahora, tendrá el privilegio de circular, como los ricos y los burgueses, más rápido que todo el mundo. En la sociedad del automóvil el privilegio de la élite está a su disposición”.
La gente se lanzó a comprar coches hasta que, al ver que la clase obrera también tenía acceso a ellos, advirtió con frustración que se le había engañado. Se le había prometido, a esta gente, un privilegio propio de la burguesía; esta gente se había endeudado y ahora resultaba que todo el mundo tenía acceso a los coches a un mismo tiempo. ¿Pero qué es un privilegio si todo el mundo tiene acceso a él? Es una trampa para tontos. Peor aún: pone a todos contra todos. Es una parálisis general causada por una riña general. Pues, cuando todo el mundo pretende circular a la velocidad privilegiada de los burgueses, el resultado es que todo se detiene y la velocidad del tráfico en la ciudad cae, tanto en Boston como en París, en Roma como en Londres, por debajo de la velocidad de la carroza; y en horas pico la velocidad promedio en las carreteras está por debajo de la velocidad de un ciclista.

Nada sirve. Ya se ha intentado todo. Cualquier medida termina empeorando la situación. Tanto si se aumentan las vías rápidas como si se incrementan las vías circulares o transversales, el número de carriles y los peajes, el resultado es siempre el mismo: cuantas más vías se ponen en funcionamiento, más coches las obstruyen y más paralizante se vuelve la congestión de la circulación urbana. Mientras haya ciudades, el problema seguirá sin tener solución. Por más ancha y rápida que sea una carretera, la velocidad con que los vehículos deban dejarla atrás para entrar en la ciudad no podrá ser mayor que la velocidad promedio de las calles de la ciudad. Puesto que en París esta velocidad es de diez a veinte kilómetros por hora según qué hora sea, no se podrá salir de las carreteras a más de diez o veinte kilómetros por hora.
Esto ocurre en todas las ciudades. Es imposible circular a más de un promedio de veinte kilómetros por hora en el entramado de calles, avenidas y bulevares entrecruzados que caracterizan a las ciudades tradicionales. La introducción de vehículos más rápidos irrumpe inevitablemente con el tráfico de una ciudad y causa embotellamientos y, finalmente, una parálisis absoluta.
Si el automóvil tiene que prevalecer, no queda más que una solución: suprimir las ciudades, es decir, expandirlas a lo largo de cientos de kilómetros, de vías monumentales, expandirlas a las afueras. Esto es lo que se ha hecho en Estados Unidos. Iván Illich resume el resultado en estas cifras estremecedoras: “El estadounidense tipo dedica más de 1.500 horas por año (es decir, 30 horas por semana, o cuatro horas por día, domingo incluido) a su coche: esto comprende las horas que pasa frente al volante, en marcha o detenido, las horas necesarias de trabajo para pagarlo y para pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos [...] Este estadounidense necesita entonces 1.500 horas para recorrer (en un año) 10.000 kilómetros. Seis kilómetros le toman una hora. En los países que no cuentan con una industria de transportes, las personas se desplazan exactamente a esa velocidad caminando, con la ventaja adicional de que pueden ir adonde sea y no sólo a lo largo de calles de asfalto.”
Es cierto, añade Illich, que en los países no industrializados los desplazamientos no absorben más que de dos a ocho por ciento del tiempo social (lo cual corresponde a entre dos y seis horas por semana). Conclusión: el hombre que se desplaza a pie cubre tantos kilómetros en una hora dedicada al transporte como el hombre motorizado, pero dedica de cinco a seis veces menos de tiempo que este último. Moraleja: cuanto más difunde una sociedad estos vehículos rápidos, más tiempo dedican y pierden las personas en desplazarse. Pura matemática.
¿La razón? Acabamos de verla. Las ciudades y los pueblos se han convertido en infinitos suburbios de carretera, ya que ésta era la única manera de evitar la congestión vehicular de los centros habitacionales. Pero esta solución tiene un reverso evidente: las personas pueden circular cómodamente sólo porque están lejos de todo. Para hacer un espacio al automóvil se han multiplicado las distancias. Se vive lejos del lugar de trabajo, lejos de la escuela, lejos del supermercado –lo cual exige un segundo automóvil para que “el ama de casa” pueda hacer las compras y llevar a los niños a la escuela–. ¿Salir a pasear? Ni hablar. ¿Tener amigos? Para eso se tienen vecinos. El auto, a fin de cuentas, hace perder más tiempo que el que logra economizar y crea más distancias que las que consigue sortear. Por supuesto, puede uno ir al trabajo a cien kilómetros por hora. Pero esto es gracias a que uno vive a cincuenta kilómetros del trabajo y acepta perder media hora recorriendo los últimos diez. En pocas palabras: “Las personas trabajan durante una buena parte del día para pagar los desplazamientos necesarios para ir al trabajo” (Iván Illich).
Quizás esté pensando: “Al menos de esa manera puede uno escapar del infierno de la ciudad una vez que se acaba la jornada de trabajo.” “La ciudad” es percibida como “el infierno”; no se piensa más que en evadirla o en irse a vivir a la provincia mientras que, por generaciones enteras, la gran ciudad, objeto de fascinación, era el único lugar donde valía la pena vivir. ¿A qué se debe este giro? A una sola causa: el automóvil ha vuelto inhabitable la gran ciudad. La ha vuelto fétida, ruidosa, asfixiante, polvorienta, atascada al grado de que la gente ya no tiene ganas de salir por la noche. Puesto que los coches han matado a la ciudad, son necesarios coches aun más rápidos para escaparse hacia suburbios lejanos. Impecable circularidad: dennos más automóviles para huir de los estragos causados por los automóviles.
De objeto de lujo y símbolo de privilegio, el automóvil ha pasado a ser una necesidad vital. Hay que tener uno para poder huir del infierno citadino del automóvil. La industria capitalista ha ganado la partida: lo superfluo se ha vuelto necesario. Ya no hace falta convencer a la gente de que necesita un coche. Es un hecho incuestionable. Pueden surgir otras dudas cuando se observa la evasión motorizada a lo largo de los ejes de huida. Entre las ocho y las 9:30 de la mañana, entre las 5:30 y las siete de la tarde, los fines de semana, durante cinco o seis horas, los medios de evasión se extienden en procesiones a vuelta de rueda, a la velocidad (en el mejor de los casos) de un ciclista y en medio de una nube de gasolina con plomo. ¿Qué permanece de los beneficios del coche? ¿Qué queda cuando, inevitablemente, la velocidad máxima de la ruta se reduce a la del coche más lento?
Está bien: tras haber matado a la ciudad, el automóvil está matando al automóvil. Después de haber prometido a todo el mundo que iría más rápido, la industria del automóvil desemboca en un resultado previsible. Todo el mundo debe ir más lento que el más lento de todos, a una velocidad determinada por las simples leyes de la dinámica de fluidos. Peor aún: tras haberse inventado para permitir a su dueño ir adonde quiera, a la hora y a la velocidad que quiera, el automóvil se vuelve, de entre todos los vehículos, el más esclavizante, aleatorio, imprevisible e incómodo. Aun cuando se prevea un margen extravagante de tiempo para salir, nunca puede saberse cuándo se encontrará uno con un embotellamiento. Se está tan inexorablemente pegado a la ruta (a la carretera) como el tren a sus vías. No puede uno detenerse impulsivamente y, al igual que en el tren, debe uno viajar a una velocidad decidida por alguien más. En suma, el coche no posee ninguna de las ventajas del tren pero sí todas sus desventajas, más algunas propias: vibración, espacio reducido, peligro de choque, el esfuerzo necesario para manejarlo.
Y sin embargo, dirá usted, la gente no utiliza el tren. ¡Pues claro! ¿Cómo podría utilizarlo? ¿Ha intentado usted ir de Boston a Nueva York en tren? ¿O de Ivry a Tréport? ¿O de Garches a Fontainebleau? ¿O de Colombes a L’Isle-Adam? ¿Ha intentado usted viajar, en verano, el sábado o el domingo? Pues bien, ¡hágalo! ¡Buena suerte! Podrá entonces constatar que el capitalismo-automóvil lo ha previsto todo: en el instante en que el coche estaba por matar al coche, hizo desaparecer las soluciones de repuesto. Así, el coche se volvió obligatorio. El Estado capitalista primero dejó que se degradaran y luego que se suprimieran las conexiones ferroviarias entre las ciudades y sus alrededores. Sólo se mantuvieron las conexiones interurbanas de gran velocidad que compiten con los transportes aéreos por su clientela burguesa. El tren aéreo, que hubiera podido acercar las costas normandas o los lagos de Morvan a los parisinos que gustan de irse de día de campo, no servirá más que para ganar quince minutos entre París y Pontoise y depositar en sus estaciones a más viajeros saturados de velocidad que los que los transportes urbanos podrían trasladar. ¡Eso sí que es progreso!

Entonces, ¿hemos perdido la partida? No, pero la alternativa al automóvil deberá ser global. Para que la gente pueda renunciar a sus automóviles, no basta con ofrecerle medios de transporte colectivo más cómodos. Es necesario que la gente pueda prescindir del transporte al sentirse como en casa en sus barrios, dentro de su comunidad, dentro de su ciudad a escala humana y al disfrutar ir a pie de su trabajo a su domicilio –a pie o en bicicleta–. Ningún medio de transporte rápido y de evasión compensará jamás el malestar de vivir en una ciudad inhabitable, de no estar en casa en ningún lugar, de pasar por allí sólo para trabajar o, por el contrario, para aislarse y dormir.
“La gente –escribe Illich– romperá las cadenas del transporte todopoderoso cuando vuelva a amar como un territorio suyo a su propia cuadra, y cuando dude acerca de alejarse muy a menudo.” Pero precisamente para poder amar el “territorio” será necesario que éste sea habitable y no circulable, que el barrio o la comunidad vuelvan a ser el microcosmos, diseñado a partir y en función de todas las actividades humanas, en que la gente trabaja, vive, se relaja, aprende, comunica, y que maneja en conjunto como el lugar de su vida en común. Cuando alguien le preguntó cómo la gente pasaría su tiempo después de la revolución, cuando el derroche capitalista fuera abolido, Marcuse respondió: “Destruiremos las grandes ciudades y construiremos unas nuevas. Eso nos mantendrá ocupados por un tiempo”.
Estas nuevas ciudades serán federaciones o comunidades (o vecindades) rodeadas de cinturones verdes cuyos ciudadanos –y especialmente los escolares– pasarán varias horas por semana cultivando productos frescos necesarios para sobrevivir. Para sus desplazamientos cotidianos dispondrán de una completa gama de medios de transporte adaptados a una ciudad mediana: bicicletas municipales, tranvías o trolebuses, taxis eléctricos sin chofer. Para viajes más largos al campo, así como para transportar a sus huéspedes, un conjunto de coches estará disponible en los estacionamientos del barrio. El automóvil habrá dejado de ser una necesidad. Todo cambiará. El mundo, la vida, la gente. Y esto no habrá ocurrido por arte de magia.
Mientras tanto, ¿qué se puede hacer para llegar a eso? Antes que nada, no plantear jamás el problema del transporte de manera aislada, siempre vincularlo al problema de la ciudad, de la división social del trabajo y de la compartimentación que ésta ha introducido entre las diferentes dimensiones de la existencia. Un lugar para trabajar, otro para vivir, otro para abastecerse, otro para aprender, un último lugar para divertirse. El agenciamiento del espacio continúa la desintegración del hombre empezada por la división del trabajo en la fábrica. Corta al individuo en rodajas, corta su tiempo, su vida, en rebanadas separadas para que en cada una sea un consumidor pasivo a merced de los comerciantes, para que de este modo nunca se le ocurra que el trabajo, la cultura, la comunicación, el placer, la satisfacción de las necesidades y la vida personal puedan y deban ser una sola y misma cosa: una vida unificada, sostenida por el tejido social de la comunidad.
Traducción de María Lebedev
© Le Sauvage, 1973
Fuente: www.letraslibres.com, diciembre de 2009.
Imagen Nº 1: Fotograma de Trafic (1971), un filme de Jacques Tati.
Imagen Nº 2: Cartel de Trafic.
Imagen Nº 3: Venecia, ciudad libre de carros.
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