viernes, 6 de julio de 2018

Raúl Stanich, Valencia, 12-12-13


Una de sus últimas imágenes en vida. Raúl Stanich, en el campo de su amado Calasanz, fila superior,
segundo de izquierda a derecha.


Alguna vez oí la palabra “Croacia”, cuando tenía 15 o 16 años, y no tardé en suponer, de hecho, el nombre de un país. Su mención vino acompañada de dos detalles que atenuaron su novedad: Croacia era una de las selecciones que participaban en un torneo de fútbol que el Colegio Calasanz celebraba cada Día de la Raza (otrora feriado venezolano que además daba su nombre a esta especie de campeonato express), durante los años setenta. En medio de una gran fiesta musical y culinaria, el 12 de octubre transcurría con la eliminatoria de equipos conformados por miembros de diversas colonias latinoamericanas y europeas de Valencia. Por otro lado, un compañero de clases y titular de la oncena croata me argumentó otra cara de Yugoslavia, para entonces la nación del modelo federal y socialista de vanguardia: “Croacia pertenece a la Federación Yugoslava, pero también es un país con lengua, bandera y hasta una primavera como la de Praga”, afirmaba Luis, de quien no recuerdo el apellido, aunque estoy seguro de que no era Stanich, como el de Raúl Stanich, entrenador del Calasanz por aquellos años de bachillerato e iniciación.

De su origen croata, Raúl Stanich heredó la fisonomía tosca que caracteriza a muchos nativos de Europa central. Nacido en Argentina, a principios de los setenta trajo a Venezuela la experiencia adquirida con los clubes Argentinos Jr y Almagro e integró la plantilla del Valencia FC, del que fue zaguero y capitán. Luego de nacionalizarse, formó parte de la Vinotinto junto a Luis “Mendocita” y Richard Páez. Muchos recordamos su carácter enjuto y calmado que contrastaba con el de la mayoría de los curas del Calasanz, en realidad más dueños de nuestros destinos.

Con el paso de los años, Stanich continuó dictando pautas de decencia y profesionalismo. A los 71 años se desempeñaba como técnico en el Centro Social Italiano de Valencia, la noche que fue arrollado mientras se dirigía a su hogar. Sus signos vitales cedieron horas después para dar paso a la nostalgia recurrente que hacía de la Vinotinto el hazmerreír de la crítica y la hinchada latinoamericanas. Porque, para el resto del mundo, apenas jugábamos beisbol.

En junio de 1972, Venezuela participó en la Copa Independencia de Brasil, la llamada Minicopa, ganada por el anfitrión en el partido final contra Portugal con un cabezazo de Jairzinho en el último minuto. Además de esta emotiva imagen, hay otra de la que es más difícil olvidarme. En su segunda salida, luego de ser goleada por Paraguay, la Vinotinto se enfrentó a la selección yugoslava, mezcla de croatas, serbios y eslovenos, en la ciudad de Curitiba. En esa época yo era capaz de presenciar todos los minutos de los encuentros, sin importar sus resultados. Y todavía me pregunto cómo pude, cómo pudimos soportar aquella humillación, producto de la improvisación, la escasa preparación, la pobreza de ideas futbolísticas y la ingenuidad frente al arco contrario, que ya eran la marca de fábrica de un color, además, impuesto desde una corte internacional de burócratas.

Yugoslavia 10 – Venezuela 0. Cinco goles en cada tiempo. Un momento clave para entender que la presencia en los mundiales de fútbol requiere de algo más que buenos deseos. Que se carece del arraigo atávico, la virtud genética, el contacto afiebrado con el Dios redondo de Juan Villoro. Desde esa tarde le concedí premonitoriamente la razón a un joven delantero brasileño, un tal Ronaldo, quien muchos años después (según las malas lenguas) confesaría a un importante medio de comunicación su imposibilidad para comprender la pasión despertada por la camiseta verdeamarilla entre muchos venezolanos. Sobre todo luego de haber participado en otro desmadre, esta vez de seis goles en el primer tiempo, ante la afición de Maracaibo. 

En el salón de clases no podíamos dejar de referirnos a la impotencia sufrida por Stanich y compañía al contemplar (lo intentaron, pero no jugaron: contemplaron) cómo la máquina balcánica nos convertía en un colador. Un dato más morboso aún: la pizarra marcaba hasta solo seis tantos. Para registrar el noveno, al anotador se le ocurrió voltear el cartel.

El narrador del encuentro, creo que transmitido por el canal Ocho, era un gallego que carecía de la simpatía de Lázaro Candal. Su indignación ante la debacle, ante la Federación de Fútbol, ante la historia que ningunea una tradición fragmentada frente a miles de televidentes, me mostró a un compatriota más. Como también lo fue Raúl Stanich, al elegir morir en Valencia, Venezuela.

jueves, 28 de marzo de 2013

¿Por qué Prodavinci nunca publicó mi comentario?



Una nota llamó mi atención en estos días, en forma de pregunta: ¿Por qué Bebo Valdés nunca volvió a Cuba? En Facebook viene acompañada de una foto del legendario pianista, fallecido en Estocolmo la pasada semana, en el muro de la revista Prodavinci. Al contrario de la multitud de imágenes que dieron la vuelta al mundo luego de su muerte –en muchísimas de las cuales nunca faltó la sonrisa o el gesto del cubano dicharachero, como cuando posa al frente del puente de Brooklyn o al lado de su hijo Chucho Valdés o de su compañero de aventuras Diego el Cigala–, la foto que encabeza la información del portal de cultura libresca nos muestra al mulato pensativo y tenso, mirando fijamente, hasta con cierto dejo de desilusión. Posiblemente la expresión del artista preocupado ante la complejidad de la partitura. En todo caso, muy adecuada para el tono con que Prodavinci nos invita a adentrarnos en la nota.

Fieles a su costumbre, los editores del site caraqueño colocan un extracto de la entrevista concedida por Bebo a Carlos Galicia en 2008, aparecida en El País Semanal. El brevísimo fragmento, a mi parecer más escueto de lo acostumbrado y de lo que uno esperaría de un titular tan contundente, consta de otras dos preguntas. Bebo responde ambas correctamente, y como dicen en Hollywood: fin de la historia. Para conocer el resto de la entrevista, Prodavinci coloca un link al final de la cita, al lado de otro que accede a tres videos representativos, maravillosos y precedidos por lo que parece un texto editorial con una sucinta reseña acerca de la vida del maestro.

Pero al abrir el primer link, surgen dos sorpresas: la fuente es un blog llamado La esquina del son que transcribe, ciertamente, la entrevista de marras (aquí tiene fecha: 5 de octubre). Ciertamente también, la conversación de Bebo Valdés con Carlos Galicia es extraordinaria. Extensa y prolija en anécdotas de un sencillo trotamundos, que además de exiliado de Castro también fue objeto del racismo y de la leyenda negra comunista, así como latin lover y esposo de larga data, “actor” de cine, protagonista de una biografía (Bebo de Cuba, Mats Lundahl, 2008), inventor de la batanga y sobre todo músico versátil, un artista de cuya intensidad hablan profusamente las sesiones –incluso algunas desaparecidas con Celia Cruz, Beny Moré, Pérez Prado, Cachao, Nat King Cole, Lucho Gatica, Paquito D’Rivera, el mismo Chucho Valdés y hasta Ernesto Lecuona. Segunda sorpresa, pues, a la que podemos añadir una fotografía del director-fundador de Irakere aplaudiendo a su padre.

A diferencia de Prodavinci, los amigos del blog cubano solo nos dejan la referencia de la fuente original, sin link. No hay problema: para eso está el copy/paste. Así llegamos al punto de partida, ubicado (recordemos la cita) en El País Semanal, del 5-10-08. Otra “omisión” (más bien se trata de un ¿cambio?), esta vez de Prodavinci, es el título de la entrevista, una frase de Bebo que La esquina del son se dignó reproducir: “Yo quiero tocar hasta que me muera”. Mientras la imagen es un perfil estupendo del prieto de Quivicán, gracias a la cámara de Jordi Socías. En esta oportunidad, la brillante sonrisa pareciera refrendar las palabras del cineasta Fernando Trueba, quien en la presentación de la biografía cuenta que, cuando fue a buscarlo a Estocolmo para su filme Calle 54, Bebo Valdés “vivía con una modesta pensión del Estado sueco, sin lamentarse de nada, sin nostalgia alguna y sin ningún rencor”.


Entiendo que la reproducción parcial o total de contenidos forma parte de la libertad de expresión, así como su presentación. De igual manera, entiendo el derecho que me asiste a la hora de cuestionar las acciones de los comunicadores sociales en torno a la manipulación (bien entendida) de dichos contenidos. En el caso que nos ocupa, el parte acerca del fallecimiento de un artista famoso, convertido gracias al interés particular de un grupo de divulgación y opinión en la indagación de un aspecto de su vida a partir de una fuente que dedica más del 80 o 90 por ciento del texto a historias, si bien relacionadas, en realidad muy alejadas del motivo en que se las cita. Por ello, me parece que la opción del link de acceso a la fuente no pasa de hacerle un flaco y hasta “mezquino” favor al lector. En este orden de ideas, es importante recalcar las expresiones en el rostro de Bebo Valdés que intentan contextualizar este recorrido.

A tal efecto, me permití dirigir al foro de Prodavinci una misiva que, como dicta su política de comentarios, pasó previamente por el filtro del moderador, a quien en principio le interesa 1) que no insulte ni agravie a nadie y 2) que resulte pertinente con el tema en cuestión. El texto de opinión reza así:

Qué lástima por Prodavinci. Si nos molestamos en leer la entrevista completa, no tendremos dudas en que a la presentación de la información no le cabe el menor elogio, así nos brinden la "amabilidad" de colocar el link de acceso [de paso, a una fuente secundaria]. Una lástima, repito, porque se trata de una entrevista extraordinaria. Pero, bueno, cada quien anda en lo suyo.

Las cursivas representan fielmente la forma en que el moderador mantiene en stand by cualquier comentario, fuera de la vista del resto de los lectores, antes de darle su visto bueno, luego de lo cual colocará el texto en el foro de comentarios, con letras redondas.

Pero las redondas no aparecieron. De hecho, el texto citado tiene algunos cambios (que atendieron repeticiones en las formas utilizadas del verbo caber y algún otro no significativo) debido a su escritura y envío inmediato a la plataforma de Prodavinci, lo que me obligó a intentar recordarlo de memoria para alojarlo en su foro de Facebook, con esta introducción:



Disculpen la intromisión, pero Prodavinci censuró este comentario en su portal



Vaya que se trataba de una intromisión. Hasta el momento en que escribo, la nota en Facebook había sido compartida 226 veces. Nada mal para un extracto leído con toda la intensidad que inspiraron un titular y su respectiva foto, lo que se desprende además del tono de los comentarios, tanto en el foro del portal como en el de la red social. Ni más ni menos: la intromisión de un aguafiestas.

                                

Estoy consciente de lo habitual que resulta esta costumbre periodística en mi país. Trabajos de veintitantas páginas, sobre todo entrevistas, que versan acerca de cuestiones como, por ejemplo, el sexo entre las hormigas en el llano venezolano, a los cuales se les titula con citas textuales que apuntan a un aspecto, por nombrar alguno, de la polarización política, señalado en tres líneas y media de alguna página del medio, con poca o ninguna vinculación con el resto y, por tanto, con el motivo del reportaje. En anteriores oportunidades, Prodavinci ha reproducido más de la mitad de las entrevistas u otros textos citados. Esta vez, sin llegar al ánimo de rasgarme las vestiduras, francamente me molesta el hecho de transformar un acontecimiento como el deceso de Bebo Valdés –de hecho convertido urbi et orbi en la celebración de una existencia que entregó todo lo que tuvo y pudo (murió a los 94 años y padecía Alzheimer), así como rodeado de innumerables muestras de cariño y reconocimiento por parte de gente de todas las edades– en un parco “homenaje” a su condición de exiliado. Como si no supiéramos que alguien como Bebo, quien se retrató con artistas de la disidencia cubana y no aparece ni por asomo asociado al movimiento de Buena Vista Social Club, es un claro ejemplo de distanciamiento de la tierra natal que no requiere este tipo de “mutaciones” en la presentación de la información veraz. Como si no bastara, además, con las confesiones de Cabrera Infante y Reinaldo Arenas, con el sufrimiento de Heberto Padilla y Armando Valladares, entre muchísimos otros, para entender el grave rictus en el semblante de Bebo promovido por la página literaria. Por qué mejor no haber esperado hasta el día siguiente de su muerte para reproducir el hermoso texto de Sigfredo Ariel, "Bebo no existe en Cuba", un título más elegante y sin tufillo a chisme de resentidos, aparecido el 23 de marzo en El País“Yo quiero tocar hasta que me muera” Por lo que refleja esta frase así como las imágenes que continúan ilustrando por estos días la memoria de un hombre que parecía feliz, tengo la impresión de que el verdadero aguafiestas es otro. Preguntémosle de nuevo a Fernando Trueba.

No dudo que tanto los medios de la oposición como del Gobierno continúen con estas prácticas discursivas, generadoras de solidaridades múltiples y automáticas. Con todo, el título de mi escrito parece una cucharada de la medicina comunicacional que he denunciado. Pensaba darle el nombre de Prodavinci o las mutaciones en la información veraz. Pero no. Demasiado Prodavinci, en verdad.

Que siga pareciendo un chisme.



martes, 5 de marzo de 2013

Otro revés para los teóricos de la conspiración




La protesta de los encadenados se mantenía tibia, entre las visitas y la presencia policial que desde hace casi una semana rodea un espacio de Chacao. Al lado, una parada de busetas mudadas quién sabe a dónde. De pronto, un larguirucho emerge de entre los acompañantes, seguido por otros cuantos rumbo al local aledaño que sirve shawarmas, en cuyo fondo una pantalla de treinta y dos pulgadas proyecta la imagen del vicepresidente de la República, junto a una retahíla de caras largas. La tensión que ha recorrido el día está por estallar al doblar la esquina. Una hermosa chica interroga a la encargada de un quiosco y su réplica la hace voltearse con un rictus de dolor. A lo largo de la acera, una tras otra las personas me rozan, se enteran y sus gritos se confunden con 1) loas a la memoria de un gran hombre, 2) el alivio por la salida de un dictador, 3) ansiedad por mocosos que se escabullen. Todos hablan a los celulares, excepto yo. Me cuentan que esta tarde la lluvia y las guacamayas hicieron una visita inusual a Fuerte Tiuna. Mientras, a toda máquina, los manifestantes añoran las veladas en las carpas marca Coleman que dentro de unos minutos serán arrasadas por el fuego. Una joven madre debe atravesar el tumulto que puja por escapar cuando las preguntas dejaron de bastarse por sí solas. Al sugerirle desviar el cochecito, ella declina con la tranquilidad de los ámbitos que resuenan en oídos abandonados. Solo atina a decir: “Vivo justo al frente”.  



jueves, 16 de agosto de 2012

Happy birthday Madonna o crónica de un roquero trasnochado




Cuando veo televisión en mi casa, lo hago en el recibo. El aparato de veintiún pulgadas me parece un poco grande para el espacio de mi cuarto, y además he decidido seguir la premisa que para este caso establece el fenshui (aunque todavía conservo mi Magnavox de nueve pulgadas con VHS incorporado, al lado derecho de mi cama). Pero incluso así se mantiene la reminiscencia que implica el mirar la TV con una almohada debajo de la cabeza, esta vez alargado y tendido en el diván, esperando el momento en que finalmente caeré dormido, como me ha pasado durante un buen número de noches imbuido de sitcoms, estrenos y pornos piratas, junto a conciertos memorables que casi nunca logran vencer la modorra cercana a la medianoche. En esta oportunidad, comencé mi rutina un domingo, y algunas horas después de perderme otro desenlace más (mucho tiempo en verdad para una mente que intenta descansar frente a un televisor) desperté no solo en medio de la madrugada previa a la jornada semanal sino a la realidad de un insomnio que aparentemente ha caracterizado mis cuarenta y tantos años. Las pupilas se abrieron paso de nuevo ante la andanada lumínica que previamente taladró mis neuronas y adaptó mi guión onírico, con toda seguridad, al recorrido de Steve McQueen a bordo de un Mustang por las calles de San Francisco (relato que conozco porque forma parte de la sinopsis de Bullit). Ya en cuenta de la imposibilidad de conciliar el sueño, decidí apretar también el acelerador pero del control remoto, a la caza de un filme que posiblemente hallara cabida en el desajuste noctámbulo. Con pretensiones de lectura veloz, el zapping me recordó la interminable lista de canales por suscripción hasta fijarme en un concierto cuya promoción recordé al instante. Un espacio dedicado al pop a altas horas los domingos, con reposición la madrugada siguiente. Como la que concentraba mi atención en ese momento: la rubia Madonna interpretaba “Live to tell”, uno de mis preferidos en su repertorio, en medio de un close up que la exponía coronada de espinas y me trajo de vuelta a uno de los escándalos más notables de su carrera. Alguna vez supe que Madonna escenificó una cruxifixión, en una época que para mi memoria era más lejana de lo que realmente fue: siempre pensé en mucho antes del tour Confessions on the dance floor de 2006, realizado algo así como año y medio previo a la visión que entonces tenía ante mí, imponente, colorida y, sobre todo, altamente alegórica para mi piso existencial. La poderosísima imagen logró que desistiera de mis ejercicios con el control remoto, y no solo terminé de apreciar a Madonna bajando de la cruz y apostando por la superación de la orfandad en África, sino además seguí el resto del espectáculo, donde las puestas en escena de temas como “Forbidden love”, “Isaac” y “Music” (este con un vistoso homenaje a la disco music de Travolta) me corroboraron que la reina del pop era mucho más que un elemento constitutivo del paisaje en los últimos veinticinco años. En medio de mis ínfulas roqueras así como del impacto, no obstante, que no dejaba de sacudirme hasta lo indescifrable, me levanté del diván, me acerqué a la laptop todavía encendida y ubiqué a Madonna en la mezquinamente ponderada Wikipedia, para desde allí consultarle, como Saulo a Ananías luego de ser derribado por la luz en el camino de Damasco, qué debía hacer ante su imagen, la nostalgia (¿los ochenta?) que me evocó, las oportunidades perdidas a través de mi vida y el dolor que genera el irrefutable hecho de que no volverán.

2008

sábado, 12 de mayo de 2012

Chatarritas (VIII): Vuelo paciente sobre Guernica

Una propaganda de la Fundación Polar nos trae las palabras de un comerciante español, con muchos años de residencia en Venezuela y orgulloso de la prosperidad obtenida en nuestra tierra, representada en una hermosa familia y una empresa de éxito. Sin embargo, su verdadera carta de presentación resulta más bien un poco sombría para un pueblo como el nuestro, para el que las guerras constituyen un episodio tan lejano como el pedestal levantado a sus protagonistas. “Sobreviví al bombardeo de Guernica”, apunta con un dejo que posiblemente nos delate su frustración republicana, aquella que quizás explique la amargura presente en muchos de los inmigrantes de la Península que nos han honrado (por gusto o casualidad) al escogernos como segunda patria. Allí estaba, pues, como testimonio crucial del primer bombardeo masivo contra un objetivo civil que recuerde la historia y que arrasó con buena parte de la localidad vizcaína, habitada por 5.000 personas antes del ataque. ¿Cuántas cercas saltaría el entonces mozalbete ante la amenaza de la coalición ítalo-germana, que exhibía arrogante su alianza con el régimen de Francisco Franco contra la multitud mayoritaria de mujeres, ancianos y niños? ¿Hasta qué punto la hospitalidad venezolana y la tranquilidad económica le habrán ayudado a olvidar aquella pesadilla?

Creo que la paciencia del lienzo de Picasso no llevará, ni al anciano empresario ni a los admiradores del talentoso malagueño, a olvidar esa tragedia con huella televisiva: paciencia a la que ha apelado recientemente el hijo del artista, Claude, al manifestar que el Guernica no debe moverse del Museo Reina Sofía de Madrid debido a “su grave estado de conservación”, en contra de la iniciativa del Museo Guggenheim de Nueva York, conjuntamente con las autoridades del País Vasco, para que el famoso cuadro sea cedido con motivo de la inauguración de su sede en Bilbao, el próximo 3 de octubre. “El cuadro de mi padre continúa siendo un arma política”, ha dicho el portavoz de la familia Picasso.

La paciencia comenzó en la habitación que sirvió de estudio para la génesis del Guernica, cuando las dimensiones del lienzo (3,50 x 7,80 metros) obligaron a que este se pintara en posición inclinada. Como si no hubiese bastado con la paciencia del artista al intentar resumir en tan corto espacio la destrucción y el dolor, los valores encontrados (el toro, el caballo, Goya, entre otras marcas del imaginario cultural) y, al mismo tiempo y con toda su fuerza, la evidencia de que el arte y la política pueden encontrarse sin fisuras. Todo esto ha dejado abierta la puerta de otra paciencia: la del espectador que, de cualquier lado del Atlántico (no olvidemos que, hasta 1981, el cuadro fue resguardado por el Museo de Arte Moderno de Nueva York), ha llorado también su pertenencia a la virtualidad expresada en la obra, donde el carácter universal del genio de Picasso parece extenderse más allá de las disputas entre los mercaderes del arte.

1997

viernes, 27 de mayo de 2011

Espejitos de colores


por Juan Forn

Al final se supo: la gran culpable de la música disco resultó ser Elizabeth Taylor. Y ni siquiera lo hizo a propósito (a diferencia de su amistad con Michael Jackson). En una reciente “Historia oral del Movimiento Disco” que publica Vanity Fair cuentan que, cuando Richard Burton abandonó a su esposa por la Taylor, Sally Burton buscó consuelo en sus amigos gays, quienes la convencieron de abrir el primer local bailable de Nueva York donde un DJ hacía sonar dos discos a la vez (superponiendo, por ejemplo, los jadeos de Jane Birkin en “Je t’aime, moi non plus” al fraseo cachondo de Isaac Hayes en “Walk On By” y al ritmo infeccioso de Manu Dibango en “Soul Makossa”). La discoteca se llamaba Arthur, fue la primera en usar la hoy clásica bola de espejos giratoria en el centro de la pista de baile y tuvo sus quince minutos de fama hasta que Sally Burton se asustó con la cantidad de poppers que tomaban sus habitués para poder bailar toda la noche sin parar. Cuando Sally prefirió bajar los decibeles y apuntar a un público más sereno, la movida se trasladó a otra parte, y a otra, y cuando se quisieron dar cuenta, el fenómeno ya tenía nombre (Disco Fever) y características bien definidas, y estábamos en 1973.

Cuenta Gloria Gaynor que el primer DJ de música disco que vio fue en un loft de la calle 12 en Nueva York: el tipo estaba adentro de un ropero, le habían serruchado la parte superior de la puerta y sobre esa tabla apoyaba las bandejas. La canción que sonaba era “Rock the Boat” (de la Hues Corporation). Su primer impulso fue ponerse a bailar; el segundo impulso fue decirse, mientras bailaba: “Yo puedo hacer lo mismo si le acelero el tempo a mis canciones”. Un par de meses después, “You Should Be Dancing” sonaba en todos los sótanos disco de Nueva York. Mientras tanto, en California, explotaba Barry White con su Love Unlimited Orchestra y un ítalo-germano llamado Giorgio Moroder vio el filón: consiguió una secuenciadora de ritmos, contrató a una vocalista negra a la que bautizó Donna Summer, la encerró en un estudio de grabación con la partitura de “Love to Love You, Baby” y la convenció de que la cantara como si fuera Marilyn Monroe haciendo el amor con el presidente Kennedy. El tema duraba diecisiete minutos y Moroder se jactaba de que la Summer alcanzaba el orgasmo doce veces. Cuando las radios se negaron a pasar una canción tan larga, Moroder convenció a los DJ de que la usaran cuando necesitaran ir al baño.

El efecto Moroder cundió enseguida. Con los nuevos sintetizadores Roland y las máquinas de ritmos, cualquier productor podía armar un hit. Los franceses Jacques Morali y Henri Belolo llamaron a un casting entre los bailarines de clubes gay del Greenwich Village neoyorquino: convocaban “pedazos de carne con buenos disfraces”. El resultado fueron los Village People. Morali y Belolo preguntaron a sus contratados cuál era el mejor lugar para ir de levante en Nueva York. Las duchas de la Asociación Cristiana de Jóvenes, contestó Felipe Rose, el indio de los Village People. Hagamos una canción sobre eso, propusieron los franceses. “YMCA” (sigla en inglés de la Asociación Cristiana de Jóvenes) vendió un millón de discos en un mes y con el tiempo se convertiría en el Pericón de las Locas, según la inmortal frase de Diego Siliano.

El efecto disco era tan fuerte que hasta las estrellas de rock quisieron probarlo. Rod Stewart tuvo el mayor éxito de su carrera con “Do You Think I’m Sexy?”. Los Rolling Stones grabaron “Miss You”, con Jagger haciéndose la drag puertorriqueña. Los Blondie pasaron del under del CBGB a Studio 54 con “Heart of Glass” (y los Ramones les retiraron el saludo). Pero todavía faltaba la última pieza que haría de la música disco el sonido de fondo por excelencia de los años setenta: Fiebre de sábado por la noche. “Nuestro mánager iba a financiar una película sobre el fenómeno disco y nos pidió canciones”, cuenta Maurice Gibb, de los Bee Gees. “Le escribimos diez en una semana, pero creíamos que ninguna era verdaderamente disco. No veníamos de ese palo, no lo entendíamos”. Prueba de ello es que estuvieron a punto de dejar afuera “Staying Alive”. Pero Travolta adoró la canción, le inventó la coreografía que hoy todos conocemos y convenció al productor para hacerla el centro de la película (también estuvo por agarrarse a trompadas con el director John Badham cuando éste quiso filmar las escenas de baile en tomas cortas que nunca lo mostraban de cuerpo entero).

Los miembros originales de la comunidad disco adoraron al Tony Manero que compuso Travolta pero no les gustó nada el éxito de la película, así como habían despreciado los jadeos heterosexuales de Donna Summer (para ellos, la reina indiscutida del disco era, y sería siempre, Gloria Gaynor). Cuando vieron a los nenes en las escuelas y a los viejos en los geriátricos bailando al son de los Bee Gees, sintieron que el sistema los había despojado de su movida y la había pasteurizado. La impagable Fran Lebowitz disiente: para ella, el principio del fin fue Studio 54 (“las drogas que tomábamos eran para bailar mejor. No se puede bailar disco como corresponde cuando uno está borracho o duro de cocaína”). Lo cierto es que el ocaso llegó con las primeras víctimas del sida. Primero corrió el rumor de que el virus se transmitía por la transpiración, luego por los inhaladores de poppers. En ese contexto de paranoia, un DJ de una radio rockera de Chicago echó a rodar la frase Disco Sucks (“El disco apesta”). La consigna prendió en un abanico de gente inesperadamente amplio, de metaleros a cristianos fundamentalistas, que organizaron quemas de discos delante de las radios, con consignas infames, del tipo: DISCO = GAYS = AIDS. De nada servía que Gloria Gaynor cantara “I Will Survive” a los hermanos y hermanas de la comunidad. Cuando “My Sharona”, de The Knack, desalojó del primer puesto de ventas a “We are Family” (compuesta especialmente para Sister Sledge por Nile Rodgers y Bernard Edwards, del dúo Chic) terminó oficialmente el reinado de la musica disco. “El rock era blanco y heterosexual, la música disco era gay y negra. No teníamos muchos chances de ganar esa pulseada”, dice Nile Rodgers, que supo ser un Pantera Negra antes de fundar Chic y hacer bailar al mundo entero con la canción “Le Freak” (que originalmente se llamaba “Fuck Off” y era su respuesta a Studio 54 luego de que le negaran la entrada por negro, puto y pobre). “Todos le echan la culpa al sida, pero no fue solo el sida lo que mató la música disco”, dice Rodgers.

En América Latina, en cambio, el apogeo de la música disco tuvo poco y nada que ver con la comunidad gay. Al contrario: coincidió, al menos en Argentina, con la peor época de la dictadura militar (1977-1979) y vino santificada desde arriba, en su versión más pasteurizada, como banda de sonido perfecta para el caretaje deprimente que caracterizó aquella época (recordar la tapa famosa de Expreso imaginario, con la cara de Travolta aplastada por un tomatazo, escuchar a continuación la corrosión sin par con que Luca Prodan retrata las noches en New York City, en “La rubia tarada”, el tema de Sumo). La música disco reinó en los boliches de todo el continente, amenizó después las fiestas de casamiento y terminó arrumbada en los concursos de baile televisivos. Hizo falta más de década y media para que se purgara del estigma procesista en la memoria popular. Recién entonces los gays y drags tomaron posesión de lo que era suyo desde un principio.


www.elmalpensante.com, Bogotá, Nº 105, febrero 2010.
Imagen n° 1: Liz, Andy Warhol (1963).

sábado, 21 de mayo de 2011

Chatarritas (VII)/ Cicerón: Knockin' on Heaven's Door?


Recuerdo bastante bien la última emisión de José Vicente hoy, allá por 1998. El actual y polémico ministro de la Defensa dedicó su espacio a una disertación (inusual, tal vez) sobre la relación del hombre con el poder: ese mismo contra el cual enfiló sus armas como periodista y aspirante a la Presidencia, y al que entonces se asomaba como tocando a las puertas del cielo prometido por el flamante presidente electo Hugo Chávez. En medio de la colosal derrota comicial de AD y Copei, y las expectativas que rodeaban al naciente fenómeno político, el ofrecimiento de la Cancillería le otorgaba un toque de glamour a la acción del, hasta entonces, acérrimo cazador de los gazapos más infames de la (así llamada) IV República.

Sin embargo, esa noche la imagen de José Vicente era otra: la sensación de quien se encuentra al borde de la dimensión desconocida, así como la del esturión en la atarraya sacudiéndose ante su nuevo (y letal) ambiente. En honor a la verdad, el programa realmente pareció girar en torno a la aprehensión que le generaba su nuevo rol existencial: de acusador superestrella a eximio funcionario del Estado, y lo que ello implicaba como sacrificio y peligro en su esquema protector de los derechos humanos. De hecho, más bien lucía que Rangel se estaba adentrando en el mismísimo averno, desde donde surgieron los desaguisados cuya denuncia cimentó la fama del otrora candidato del MAS, el GAR y el PCV, entre otros partidos. No obstante, el tufillo "salvador" del discurso chavista parecía capaz de exorcisar las lacras acumuladas en cuatro décadas, mientras la "bondad" de los noveles personeros se encargaría del resto.

El problema es que, como siempre, las ¿mejores? intenciones resultaron escombros que han alargado la agonía de un legítimo deseo de rectificación, ante lo que se vislumbra como el infierno que no termina de llegar. Y la infeliz contribución de Rangel a lo largo del "proceso" revela que posiblemente ni se dignó a ver las nuevas escenas del filme que catapultó a la poseída Linda Blair, para siquiera conjurar los espectros de Montesinos, el Chacal y hasta el Sierra Nevada. ¿Será que de nada le sirvió a JVR el acercarse a la entrada celestial, como bien lo hizo Bob Dylan para alzarse con el Oscar a la mejor canción de este año? ¿Será por ello que Eric Clapton omitió esa pieza fundamental en su repertorio del Poliedro, con el fin de no restregarle al ministro el hecho de que, lamentablemente, en esta oportunidad se equivocó de puerta?


2001