miércoles, 23 de junio de 2010

La rosa púrpura del Guaire


por Julio Miranda

En paralelo a una encuesta “seria” sobre “las diez mejores películas venezolanas” e inspirándome en el delicioso film de Woody Allen, intenté una encuesta más personal o caprichosa, alternando esta vez críticos con cinéfilos, amigos con cineastas, todos cubiertos bajo el espeso manto del anonimato. Dos preguntas fundamentales: 1) ¿hay alguna película venezolana en la que quisieras entrar –como la Cecilia de La rosa púrpura del Cairo– para vivir dentro de ella? y 2) ¿hay algún personaje de la cinematografía nacional que desearas saliera de la pantalla para vivir contigo?

Brillos lascivos en masculinos ojos anunciaron la mención de una serie de “hembras” de nuestro cine, que el encuestador parecía ofrecerles como el genio salido de la lámpara aquella. Se impuso entonces una aclaratoria: para vivir con ellas y no para un rápido consumo, ya que –dadas las reglas del juego– las muchachas no iban a querer regresar al celuloide. Sólo uno (de diez) mantuvo firme su deseo, invocando a la Alicia de Macho y hembra, sin el resto del trío. Por aquí se evidenciaba algo: hasta entonces, el soporte de la apetencia se dirigía a actrices –y no precisamente en cuanto tales–; en este caso, a un determinado personaje, ya que su presencia en otro film, Profesión: vivir, no suscitaba el entusiasmo de nuestro demandante. Por cierto, sólo uno de los entrevistados masculinos expresó su intención de entrar en la pantalla y precisamente para asesinar al Rubens de Falco de Profesión: vivir, considerado insoportable.

En contrapartida, en el sector femenino se manifestó una algo mayor interacción con el imaginario de celuloide: E. quería entrar en Macho y hembra a compartir la experiencia polisexual; M.E., nostalgiosa de la hacienda de su abuela en que pasó su infancia, deseaba proyectarse a la casa de Oriana, pero sin sus habitantes; M.G., dulcísima, quería jugar con los niños de Pequeña revancha, ayudarles decididamente en su minisubversividad, aunque tampoco le tentaba quedarse a vivir en el pueblito, máxime bajo la dictadura; R., finalmente, señalaba al comando de Crónica de un subversivo latinoamericano como una posibilidad que la historia había cerrado, y en la que hubiera deseado integrarse, si bien el resultado de la acción (cárcel, tortura, muerte), congelado en el film, le hacía dudar. Ninguna mujer optó por extraer de la pantalla a nadie; y este tierno cuarteto –de 18 a 30 años– fue el único en responder afirmativamente, entre las veinte entrevistadas.

¿Fracaso de la encuesta o fracaso de nuestro cine? ¿Timidez de las respuestas o escaso atractivo vital, sensual, afectivo de las películas? Puede haber de todo. Pero es un hecho –y hablo, fatalmente, en masculino– que los grandes directores siempre nos enamoraron de sus mujeres (Von Sternberg de Marlene Dietrich, Pabst de Louise Brooks, Hitchcock de Kim Novak, Bergman de Liv Ullman, Godard de Anna Karina, Antonioni de Monica Vitti... –cito al vuelo de la memoria y mezclando fantasmas en esa eternidad del cine–) y hasta los medianos (valga el ejemplo de Vadim con Brigitte Bardot) cumplieron con su eficaz celestinaje. Mientras que aquí, entre nosotros, parece que nadie logra enamorarnos de nadie.

Como es obvio, la revisión de esos –y otros– nombres exigiría distinciones, al menos entre las actrices que el recuerdo asocia como seductoras fundamentalmente en un film (digamos: Sarah Miles en El sirviente de Losey); otras que han alternado hechizo e insipidez (ni Anna Karina ni Monica Vitti han sido lo mismo con Godard y Antonioni que dirigidas por otros cineastas) y finalmente las que se han proyectado en el imaginario erótico más allá de realizadores, papeles o películas (de Greta Garbo a Marilyn Monroe o –con perdón, sé que el ejemplo es menor– Brooke Shields).

¿Caben tales distinciones en el cine venezolano? ¿O hay que admitir que nuestra pantalla ha sido un continuo desperdicio de la belleza femenina y masculina, de la inteligencia, la sensibilidad, el atractivo y hasta las posibilidades actorales de toda una serie de hombres y mujeres? ¿Es un problema de historias mal contadas, de personajes torpemente esbozados, de atención centrada en ásperos asuntos considerados más urgentes –el testimonio, la denuncia, la crónica– que el enamoramiento del público, o tenidos quizás –la comedia fácil, la violencia catchupesca, el cromo bobalicón– por más remunerativos? ¿O es, acaso, que nuestros directores no se han enamorado, ellos tampoco y en primer lugar, de sus personajes? ¿Y usted?

1995


Fuente:
Julio Miranda, La imagen que nos ve. Ensayos sobre literatura y cine de Venezuela. Compilación y prólogo de Oscar Rodríguez Ortiz. Editorial Equinoccio, Colección Papiros: Caracas, 2010.

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