Un filme sobre drogos bien hecho, incluso con una peculiar visión del hecho donde se confunden la tripa y la lucidez, que logró conciliar el dictamen de la censura en las alcaldías Libertador y Chacao con una contundente clasificación “D”, la cual no creemos haya ayudado en algo a alejar la posibilidad por parte de los chamos de acceder a esta nueva “apología” del vicio.
En su anterior Shallow Grave (“Tumba al ras de la tierra”), el escocés Danny Boyle había escarbado las posibilidades de una pieza de cine negro cargada de ironía y poco convencional, en la que las citas a Clockwork orange se evidenciaban en el cinismo y violencia protagonizados por Ewan McGregor (quizás no en balde llamado Alex, al igual que el delincuente del libro de Anthony Burgess versionado por Kubrick). La obsesión continúa en Trainspotting (basada también en una novela que ya lleva treinta y siete ediciones, escrita por el también escocés Irving Welsh) pero tan sólo en la ambientación de un bar y en la recurrencia de encuadres que, unidos a la impronta británica, parecieran por instantes refrendar la publicidad que reza “La naranja mecánica de los noventa”. No obstante, en los noventa las miserias humanas dan la impresión de reducirse a los espacios individuales y, en nuestro caso, a las almas abatidas por la heroína que tan sólo sabemos que se vende, se inyecta, ayuda a matar de sida o a traicionar a los amigos, y ante la cual un Estado, diluido aún en las casacas blancas de fidelidad a la corona del Reino Unido, tan sólo puede mantener tratamientos inútiles de rehabilitación y “vigilar” abúlicamente su cumplimiento. La destrucción según Boyle se dilucida en el fuero interno de los súbditos del consumismo, e incluso en el del Estado a quien, contrariamente al todopoderoso propulsor del método Ludovico en
1997
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