a Charles Bukowski
La lluvia embellecía sueños y aligeraba
los senderos infinitos del Ávila
a donde llegábamos en cada llamado de las nubes
sin importar los grises al ras del barranco,
a los que nos asomábamos borrachos de frío.
Cabía siempre debatir entre si
la montaña unía o separaba a Caracas del mar
sobre todo al mirar
desde la cima del hotel Humboldt.
Pero la lluvia no cesaba de empapar amantes
a la puerta de la fiesta
o turistas comiendo heladitos en Uria
o bailadores de San Juan
discutiendo con caraqueños
por el buche de ron o cañaclara
o bañistas desde playa Pantaleta hasta Los Cocos
que luego de la espuma salada
aceptaban piropos desafiantes a las novias
al abordar el rigor de regreso.
Una y otra vez un aguacero
movilizó graduandos desde los jardines
de la Universidad hasta la biblioteca
en más de un acto fallido.
Pero el perfil de una geografía melosa
nunca olvidó regalarnos poses impecables,
sobre todo cuando la tempestad
nos negaba la luna a la orilla del Atlántico
o cuando los cauces reclamaban
los manantiales olvidados
en las brumas del pico Naiguatá.
Agua capciosa
En la quebrada de Camurí aprendí a sacudir
bluyines contra las piedras lisas
convites de caricias
mientras la lluvia tomaba su ración de descanso.
Y cuando ella volvía
Titico no olvidaba bañarse desnudo
hasta la versión eléctrica
que nos obligaba a encerrarnos
en medio de Saga y Willie Colón
y los cachitos pa´huelé.
El barro conocía el Castillete de Reverón,
el Psiquiátrico de Anare y la Heladería Tomaselli.
Cerca desviaba el puente sobre San Julián
y una vez casi nos desborda
en uno de sus arranques
culpable de una caminata de diez kilómetros
y cinco días incomunicados.
La lluvia no me impidió descubrir la Enciclopedia Británica,
a Max Weber y la lectura veloz de Antonio Blay
en los insobornables mesones del campus
llenos de charlatanes y censura.
Sobraron oportunidades para resbalar en la vía hacia Galipán
mientras buscábamos las ruinas del doctor Kanoch
y los vecinos repetían: “Eso ya no existe”.
Pero aún faltaba el gran aullido,
el llanto del Ávila mezclado con sus baqueanos,
lamentos seniles, endechas de violadores y saqueadores,
la caída de todos los muros
y guijarros de tres pisos arrojados a 150 por hora
contra la Gata Borracha, Salsipuedes y el Hotel Miramar.
Barro de luto
Margaret no puede bailar con sus hijos en Uria,
Carmen vio volar los árboles en Naiguatá,
no encuentro el número de Ylenis
y de Arminda sólo la contestadora.
El alma mater yace bajo incertidumbres de lodo
que recobraron una fisonomía perdida
junto a nostalgias de tormentas
incapaces de arrasar
con el grupo de teatro Grieta,
el centro excursionista Huayra
(transmutado por el cine en Catia),
los discursos de graduación que intentaron
arrancar liendres
y el musgo para darle el aire cool al pesebre
del Centro de Estudiantes.
Mucho antes de mirarme en el listado de admisión
ya no era virgen
y admitía que las playas de Vargas
sólo despuntaban como reliquias vanas de weekend.
Pero más allá de un título y la lucidez
que sólo brinda el salitre por las tardes
un hombre afloró desde un fango de vivencias
moldeado por aguaceros que levantaron
quebradas hasta los tuétanos
en busca de inocencia
(hasta cuándo)
quizás a los ojos de Isabel en Macondo.
Ésta no es agua de luna
Ella apareció una semana después
J. M. Guilarte, de "El barbero loco" en Voces nuevas 2003-2004, Fundación Celarg: Caracas, 2004.
A cualquiera que te acompañó en esta aventura que fue "crecer" en el núcleo, se le escapa al menos, una lágrima furtiva cuando te lee...en mi caso, es una lluvia desde el alma, lo que se desata.
ResponderEliminarNo era el "alma mater", amigo mìo. Era la casa. Esa casa que ahora nos negamos a perder también producto del olvido y por eso la reconstruimos día a día en la memoria, buscando en el colectivo imágenes adicionales que nos permitan "pulir" el recuerdo propio.
Gracias por tus imágenes cargadas de emoción y por el regalo de Dios que es tu poesía, hermosa, emotiva, impecable.
Muchas gracias, Eunice.
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