por Olga de la Fuente
La isla de Wong Kar-wai vive en un limbo entre la ensoñación y la realidad. Se trata de un lugar de colores saturados, luces eléctricas y horizontes borrosos. Ese Hong Kong es una ciudad donde las nubes se mueven a un ritmo acelerado, y donde las personas parecen flotar. Es una ciudad donde los barrios bajos no están peleados con la elegancia y la sensualidad. Nunca una pared sucia y despintada se había visto tan sexy como cada vez que Maggie Cheung va a comprar fideos en In the Mood for Love (2000). La actriz camina al ritmo de un waltz, pasa la mano por la pared y baja los escalones lentamente mientras su figura estilizada aparece y desaparece entre las sombras.
El Hong Kong de Wong Kar-wai no es la ciudad de horizontes con rascacielos y templos budistas. Tampoco es la ciudad de arquitectos modernistas como Pei o Foster. Se trata de una ciudad transitoria, melancólica y fugaz; un lugar de edificios en descomposición, espacios reinventados, callejones apretados y lugares de paso. Por medio de tomas cerradas y ángulos poco convencionales, el director nos invita a ser espías de sus historias a través de ventanas sucias, cortinas en movimiento y marcos de puertas.
Wong Kar-wai escribe desde la soledad y la alienación. El director que mejor ha reinventado Hong Kong nació en Shangai, donde aprendió sus primeras palabras en mandarín. A los cinco años, se mudó a Hong Kong donde tuvo que aprender un nuevo idioma –el cantonés- y adaptarse a una nueva cultura. Creció rodeado de inmigrantes y refugiados de la revolución cultural. No es casualidad que sus películas transmitan una sensación de naturaleza fracturada, de exilio y desolación.
Hong Kong es un espacio cargado de metáforas visuales. Relojes que representan la pérdida y el arrepentimiento. No-lugares como restaurantes de comida rápida, aeropuertos, bares y cuartos de hotel –espacios donde nadie se queda quieto y nadie se establece– que prefiguran el cambio y el inevitable paso del tiempo. Humo de cigarro y nubes en movimiento: la mutabilidad de la isla. Es una isla separada; en crisis de identidad; atrapada entre Oriente y Occidente, cantonés y mandarín, tradición y modernidad, pobreza y riqueza, cámara lenta y cámara rápida.
El cineasta expresa más contradicciones al recurrir a los lugares atestados de gente, como Chungking Mansions, donde Brigitte Lin hace negocios en Chungking Express; y espacios desolados, como el estadio de futbol donde Maggie Cheung trabaja y más tarde se enamora en Days of Being Wild (1990); o un McDonald's completamente vacío en Fallen Angels (1995). Inclusive en historias que suceden afuera de Hong Kong, como Happy Together (1997), filmada casi toda en Argentina, el director recrea los mismos espacios diminutos, los vecindarios sucios y los callejones angostos.
Fallen Angels es una película sobre la ciudad, una ciudad de ángeles caídos que invita al público a ser uno de ellos a través de una nueva perspectiva: filmada con una lente gran angular, la imagen distorsionada del espacio provoca una sensación de lejanía y cercanía, de conexión y desconexión. Contradicciones, finalmente. Así es Hong Kong, una ciudad en constante búsqueda de su identidad cultural; una ciudad cuyos habitantes se encuentran físicamente cerca y mentalmente separados; una ciudad que camina a un ritmo acelerado.
Los habitantes de Hong Kong son inmigrantes, expatriados, hombres de negocios transnacionales, viajeros, marineros, sobrecargos, policías, ladrones y matones a sueldo. Todos son solitarios empedernidos y casi todos cobran vida por las noches, al ritmo de una canción pop, un danzón o algo de reggae.
Wong Kar-wai intenta crear una memoria para una ciudad que trata de olvidar. Para él, Hong Kong representa una isla desconcertada espiritualmente y nostálgica por sus épocas doradas. Es una ciudad de pérdida, en busca de definición, atrapada entre las antiguas tradiciones y la modernidad, pero que posee la capacidad de adaptarse a las nuevas culturas que la habitan.
El Blog de Cine de Letras Libres, 30-9-10
www.letraslibres.com
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