miércoles, 17 de noviembre de 2010

Los artistas no son gente distinta a los demás


por Rosa Montero

Me aburren profundamente los numerosos tópicos y malentendidos que se generan en torno a la figura del artista, y en concreto de los escritores, que es lo que me atañe más de cerca. Por un lado se supone que el escritor es un ser distinto y especial, una persona iluminada y sabia siempre acariciada por el aleteo fulgurante de las Musas. Esta idea ridículamente sublime del creador es el origen de muchas decepciones, como cuando un buen novelista resulta ser en persona un miserable (ocurre) o cuando se les pide a los literatos opiniones sobre cualquier cosa cual si fueran el oráculo de Delfos, y al abrir la boca dichos literatos empiezan a soltar mentecateces, porque nadie puede ser un experto al mismo tiempo en economía, sindicalismo agrario, rock progresivo, apicultura e incursiones bélicas, por poner un ejemplo.

Pero si por un lado existen todos estos tópicos rutilantes sobre los creadores, luego resulta que en la realidad a los autores se les trata como una basurilla. Como bufones de la sociedad, esclavos sin sueldo para el placer del público. Realmente no me explico cómo cuesta tantísimo entender que los derechos de autor son una cuestión de justicia elemental. La gente, cuando habla de cultura, se suele llenar la boca de grandes palabras, y al hacerlo habitualmente confunde el derecho al acceso a la cultura, con el que todos estamos de acuerdo, con la idea de cultura gratis, un concepto vidrioso que siempre acaban pagando los autores. Qué curioso que, en este mundo en el que todo se mide por lo económico, resulte tan difícil entender que las actividades creativas son un trabajo que también debe pagarse. A veces pienso que se fomenta esa idea ridícula del creador como ser especial justamente para despojarle de sus derechos laborales. Como si el sucio dinero manchara las níveas vestiduras de las Musas. Pero no nos parece que el dinero pervierta la vocación hipocrática de los médicos, por ejemplo (comprendemos que cobren). Y además, ya hemos dicho que las Musas no existen. Otro lugar común ampliamente extendido dicta que el artista ha de ser desgraciado hasta las cachas y que no puedes escribir nada medianamente bueno si no estás sufriendo como un perro. De hecho se suele mencionar una dicotomía totalmente falsa entre la vida y la obra, como si escoger la escritura fuera renunciar a vivir y meterse en un destino de anacoreta, cuando en realidad es justo al contrario, en realidad escribir es vivir, y hablo de una vida de primera calidad. Una buena vida, una actividad por lo general gratificante, incluso si eres un mal novelista.

Porque esa es otra de las confusiones: la gente piensa que sólo los buenos escritores son escritores, pero no es así, de la misma manera que también son abogados los malos abogados. Quiero decir que escribir es una forma de ser, una manera de vivir, pero también un oficio que se pule y se aprende y se desarrolla. Ser novelista, especialmente, es un trabajo modesto y fabril, una actividad tenaz de picapedrero. Las Musas no existen y la inspiración es un fogonazo del inconsciente que se suele conseguir con mucho esfuerzo. Como decía Picasso, que la inspiración te pille trabajando. Y también decía (Picasso fue una mina de citas célebres): "El arte es un 1% de inspiración y un 99% de perspiración". Aunque creo que esta última frase era originalmente de Edison y se refería a la invención. Los artistas, en fin, déjenme decir una obviedad, no son gente distinta a los demás.

Resulta que el 3,5% del PIB español viene de actividades relacionadas con la propiedad intelectual. Y de eso, el 1,21% procede del sector del libro. Quiero decir que es algo que mueve muchísimo dinero. ¿Y van a ser los primeros generadores de todo ese caudal quienes queden esquilmados? Cuando algunos piden la gratuidad de los contenidos culturales, ¿por qué ni se les ocurre exigir que sean gratis los bienes y servicios que te permiten llegar a esos contenidos? Es decir: queremos que la novela que nos descargamos no cueste ni un duro, pero pagamos religiosamente nuestros ordenadores, o la hora de enganche en un cibercafé. Las nuevas tecnologías posibilitan el acceso a los textos de muchas maneras: por el escaneo, con las fotocopias... Es simplemente elemental, un evidente derecho del autor, que se regule ese acceso, que se estipule un precio, unas licencias, una forma de respetar la propiedad intelectual. De la misma manera que se respeta cualquier otro trabajo. El derecho al acceso a la cultura nunca puede ser ejercido cabalgando en los riñones de los autores (normalmente magros, dicho sea de paso). Como es natural, los artistas quieren poder vivir de su oficio. Ya está dicho que son gente como los demás. También en eso.

http://www.elpais.com, 15-11-09


martes, 16 de noviembre de 2010

Chatarritas (IV)/ Trainspotting: estreno y reseña, 1997


Un filme sobre drogos bien hecho, incluso con una peculiar visión del hecho donde se confunden la tripa y la lucidez, que logró conciliar el dictamen de la censura en las alcaldías Libertador y Chacao con una contundente clasificación “D”, la cual no creemos haya ayudado en algo a alejar la posibilidad por parte de los chamos de acceder a esta nueva “apología” del vicio.

En su anterior Shallow Grave (“Tumba al ras de la tierra”), el escocés Danny Boyle había escarbado las posibilidades de una pieza de cine negro cargada de ironía y poco convencional, en la que las citas a Clockwork orange se evidenciaban en el cinismo y violencia protagonizados por Ewan McGregor (quizás no en balde llamado Alex, al igual que el delincuente del libro de Anthony Burgess versionado por Kubrick). La obsesión continúa en Trainspotting (basada también en una novela que ya lleva treinta y siete ediciones, escrita por el también escocés Irving Welsh) pero tan sólo en la ambientación de un bar y en la recurrencia de encuadres que, unidos a la impronta británica, parecieran por instantes refrendar la publicidad que reza “La naranja mecánica de los noventa”. No obstante, en los noventa las miserias humanas dan la impresión de reducirse a los espacios individuales y, en nuestro caso, a las almas abatidas por la heroína que tan sólo sabemos que se vende, se inyecta, ayuda a matar de sida o a traicionar a los amigos, y ante la cual un Estado, diluido aún en las casacas blancas de fidelidad a la corona del Reino Unido, tan sólo puede mantener tratamientos inútiles de rehabilitación y “vigilar” abúlicamente su cumplimiento. La destrucción según Boyle se dilucida en el fuero interno de los súbditos del consumismo, e incluso en el del Estado a quien, contrariamente al todopoderoso propulsor del método Ludovico en la Naranja –y señalado tanto por Burgess como por Kubrick como la fuente originaria del mal–, le da lo mismo dejar que Renton (interpretado por McGregor) se encarrile dentro de las “posibilidades” del sistema o que sus compañeros –o piltrafas– se encierren en sí mismos hasta morir.

1997