miércoles, 30 de junio de 2010

Patti Smith, autobiografía y dos (1/2) reseñas



El género de las “biografías no autorizadas” conoció, de la mano de Victor Bockris, un recuento pormenorizado del trayecto de Patricia Lee Smith (1946), poeta y precursora del punk, desde sus correrías en la Chicago natal, pasando por su abordaje de la escena neoyorquina entre los años sesenta y setenta, hasta los años de la viudez (su esposo y padre de sus hijos fue el legendario Fred “Sonic” Smith) en la última década del siglo XX. La traducción de Jesús Llorente Sanjuán (Patti Smith, Reservoir Books, Mondadori, 2001) nos muestra el ascenso de una artista que se negó a separar la clave poética y social del rock más oscuro, cuya infuencia ha sido reconocida tanto por REM como por Nirvana, en aquellos años turbulentos y alimentados por la cercanía de amigos como Sam Shepard, Gerard Malanga, Allen Lanier, Lenny Kaye y Robert Mapplethorpe. Mientras en Babel (Anagrama, 1996) la propia Patti recoge una serie de poemas, canciones y textos en prosa donde, a partir del caos influido por los simbolistas, William Blake y Lou Reed –donde incluso se percibe alguna que otra reminicencia de Tarántula, con la diferencia de que Bob Dylan propuso su libro de 1966 como “novela”–, el imaginario político, feminista y provocador de Smith cobra mayor importancia, más allá de épicos álbumes como Horses, Radio Ethiopia, Easter, Wave y Twelve.

A más de veinte años de la muerte de Mapplethorpe, Éramos unos niños (Lumen, 2010) pretende adquirir la categoría de autobiografía que logre saldar la deuda vital de Patti Smith con el fotógrafo fundamental y pareja en los setenta. Desde el diario español El País, Rafa Cervera y Diego Manrique nos entregan sendas reseñas que abordan esta nueva aventura entre el desencanto y el beneficio de la duda. La sacerdotisa del punk ha vuelto.








Las profecías de Mapplethorpe
por Rafa Cervera

Patti Smith, antigua y eterna compañera del fotógrafo, escribe las memorias de ambos desde que se conocieron en Nueva York en los años sesenta y que el artista le encargó poco antes de morir. El libro es un relato conmovedor del afán de unos seres dispuestos a poner sus almas al servicio del arte, inspirados por Rimbaud, Dylan, Genet y otros nombres idolatrados.

Nada está terminado hasta que tú lo ves, le decía Robert Mapplethorpe a Patti Smith cuando, esperando su opinión, él le mostraba las que entonces eran sus primeras fotos. Ambos eran esos niños a los que alude el título, dos talentos intentando florecer en el Nueva York de finales de los sesenta, luchando casi con desesperación por plasmar su arte y obtener un reconocimiento que nadie se atrevería a negarles hoy. Ese Nueva York bohemio, con el hotel Chelsea, el Max's Kansas City, St. Mark's Place y la galaxia Warhol como puntos cardinales, es el escenario por el cual transcurre este deslumbrante texto biográfico. A través de sus páginas, Smith rinde homenaje al que fuera su amante, cómplice y, por encima de todo, alma gemela. Éramos unos niños cuenta ese trayecto vital, tomando la estrecha relación entre Mapplethorpe y la narradora coprotagonista como nudo. Muertos de hambre y también llenos de ambición, se apoyaron mutuamente para encontrar sus propios senderos artísticos. Así, descubrimos cómo Mapplethorpe le hablaba insistentemente a Smith de su potencial como cantante de rock & roll; por su parte, fue ella quien le convenció para que abandonara los collages y comenzara a tomar sus propias fotografías. Los desencuentros -motivados en muchos casos por la progresiva inmersión del fotógrafo en el submundo gay que alimentó el lado más chocante de su trabajo- enrarecieron en ocasiones la relación. La prosa de Smith es firme, no se deja llevar por reproches ni sentimentalismos y cumple de manera formidable el objetivo buscado: hablar del lado humano de un artista que fue polémico y que en más de una ocasión se ha visto estrangulado por la naturaleza de su propia obra. "Robert elevó aspectos de la experiencia masculina", explica Smith, "imbuyendo a la homosexualidad de misticismo. Como dijo Cocteau de Genet, su obscenidad nunca es obscena".

Smith cumple de manera formidable el objetivo buscado: hablar del lado humano de un artista estrangulado por la naturaleza de su obra.

La necesidad de escribir sobre su antiguo aunque en realidad eterno compañero llegó casi en el mismo instante en el que sonó el teléfono de la casa de la familia Smith y Edward Mapplethorpe comunicó el fallecimiento de su hermano, una fría mañana de marzo de 1989. Con una voz tan poderosa como la que brota de sus poemas y canciones, Smith nos muestra ese itinerario compartido, trufado de anécdotas y salpicado por personajes tan irrepetibles como el momento histórico -que va de 1967 a 1978- en el que se desarrolla el núcleo del texto. Las noches en la trastienda del Max's Kansas City, donde el apolíneo Mapplethorpe es deseado por la corte de Warhol, a la vez que la andrógina Smith es completamente ignorada, hasta que decide cortarse el pelo a lo Keith Richards y logra captar la caprichosa atención de los ilustres parroquianos. Los encuentros con Corso, que citando a Mallarmé asegura que los poetas no terminan los poemas, los abandonan; y con Ginsberg, que intentó ligar con ella al confundirla con un muchacho mientras ella se relamía ante un sándwich que no podía pagar. Un encuentro con una desolada Janis Joplin a la que Smith piropea llamándola "perla", palabra que se convertirá en el título del álbum póstumo de la tejana. Pero por encima de estas y otras anécdotas, Éramos unos niños es también el sólido y emotivo relato de la relación simbiótica entre dos personajes que no parecían estar completos el uno sin el otro. Y nos muestra el conmovedor afán de unos seres dispuestos a poner sus almas al servicio del arte, aferrados a sus respectivos sueños, inspirados por Rimbaud, Dylan, Genet y otros nombres idolatrados.

Smith cuenta cómo se turnaban para entrar a las exposiciones museísticas que les interesaban, porque el dinero no alcanzaba para dos entradas. En una ocasión, cuando ella, maravillada, se disponía a narrarle las obras que había visto, él atajó diciendo: "Algún día entraremos juntos a ver las exposiciones y, además, la obra expuesta será nuestra". Ninguno de los dos imaginaba entonces que sus vidas se convertirían en existencias legendarias, una historia digna no sólo de ser contada sino también de ser admirada. Una apasionada y apasionante odisea vivida en una época en la que comprometerse con la necesidad del otro era casi un acto heroico. Consciente, quizá, de que los días en los que intercambiaron sus energías forman también parte de su obra, poco antes de fallecer Mapplethorpe le pidió a Smith que escribiera la historia de ambos. Ahora, aquella vieja frase, nada está terminado hasta que tú lo ves, se revela como algo profético. Porque la historia ha sido contada a través de la mirada y el verbo de la única persona capaz de elevarla al nivel que merece.

El País, 19/06/2010



La mitómana
por Diego A. Manrique

Las autobiografías son peligrosas: si te excedes, te quedas en cueros. Eso ocurre en Éramos unos niños (Lumen), donde Patti Smith evoca su relación con el fotógrafo Robert Mapplethorpe. La historia perfecta: el embriagador amor entre dos criaturas hermosas y cándidas.

Pero el cuento termina mal, conviene esquivar la moralina. Robert tropezó con el sida, tras años de promiscuidad y sexo extremo. Nunca se ha aclarado la espantada de Patti en 1979, su huida de la escena neoyorquina rumbo a una existencia convencional en Detroit. Una opción legítima pero desastrosa en términos creativos e interrumpida atrozmente por las muertes de su marido y de varios íntimos, incluyendo al desdichado Mapplethorpe.

El drama de Éramos unos niños está mellado por su narcisismo, su engolamiento. Ciertamente, toda estrella del rock es fraudulenta, así que evita enseñar las costuras. Patti nunca ha ocultado su devoción hacia ciertos artistas, escritores y músicos, pero el libro son 300 páginas de sahumerio, enmarcadas por su nueva religiosidad: "El arte alude a Dios y, en última instancia, le pertenece". Aquí llamamos "letraheridos" a los fanáticos de la escritura y de la literatura; una descripción positiva, hasta cargada de admiración. Pero Patti Smith ejerce de art victim, una mitómana que cree en la predestinación.

Se queda embarazada tras una aventura juvenil, algo que la convierte en una apestada en el New Jersey de 1967. Sabe consolarse: el parto coincide con el aniversario del bombardeo de Guernica, dato que ella conecta con la información de que cedió al bebé a "un matrimonio culto que suspiraba por tener un hijo". A continuación, parte hacia Nueva York, decidida a convertirse en artista.

A modo de amuleto, lleva Iluminaciones, de Arthur Rimbaud. Fue amor a primera vista: se quedó prendada de la mirada del autor y "como no tenía los 99 centavos que costaba, me lo metí en el bolsillo". Todo se filtra a través de su santoral. Para ella, resulta significativo que Kerouac muriera "tres días después del cumpleaños de Rimbaud". El delirio alcanza dimensiones cómicas cuando sueña en qué lugar de Etiopía están enterrados los míticos escritos inéditos del poeta. Concibe viajar a África y encuentra un patrocinador, pero se interpone la sensatez de Mapplethorpe.

Desdichadamente, ella carece de la cintura necesaria para acomodar el atormentado descubrimiento del fotógrafo: los hombres. Cuando decide convertirse en chapero y profundizar en el sadomasoquismo, Patti ni piensa en acompañarle; sólo muestra perplejidad. Está tan llena de contradicciones como cualquiera: ha sido infiel a Robert con -naturalmente- un pintor, pero luego rompe con Allen Lanier, de Blue Oyster Cult, cuando detecta que tiene tratos con groupies.

Patti no entiende los imperativos del sexo y las drogas. Intentando dirigirla en una breve pieza teatral, Tony Ingrasia la considera el bicho más raro del downtown: "No te chutas y no eres lesbiana. ¿Se puede saber qué es lo que haces?"

Lo que hace es buscar una forma de expresión apta para sus facultades, que encuentra en un rock inflamado, evolución de sus lecturas poéticas con Lenny Kaye. Eso está bellamente explicado en Éramos unos niños, gran retrato de una bohemia tan famélica como afortunada: su Nueva York es extraordinariamente poroso y Patti conecta con Ginsberg o Hendrix. Lo indigesto es la exhibición de su condición de art victim, agravada por una muy estadounidense ignorancia del resto del mundo: México es "el café y Diego Rivera", así que viaja ¡a Acapulco!; parece creer que Picasso era vasco; atraída por el islam, fuma hachís mientras escucha la música pagana de Joujouka. Veo ahora que Patti aparece en el último artefacto de Godard, Film socialisme. Lógico: tal para cual.

El País, 28/06/2010

miércoles, 23 de junio de 2010

La rosa púrpura del Guaire


por Julio Miranda

En paralelo a una encuesta “seria” sobre “las diez mejores películas venezolanas” e inspirándome en el delicioso film de Woody Allen, intenté una encuesta más personal o caprichosa, alternando esta vez críticos con cinéfilos, amigos con cineastas, todos cubiertos bajo el espeso manto del anonimato. Dos preguntas fundamentales: 1) ¿hay alguna película venezolana en la que quisieras entrar –como la Cecilia de La rosa púrpura del Cairo– para vivir dentro de ella? y 2) ¿hay algún personaje de la cinematografía nacional que desearas saliera de la pantalla para vivir contigo?

Brillos lascivos en masculinos ojos anunciaron la mención de una serie de “hembras” de nuestro cine, que el encuestador parecía ofrecerles como el genio salido de la lámpara aquella. Se impuso entonces una aclaratoria: para vivir con ellas y no para un rápido consumo, ya que –dadas las reglas del juego– las muchachas no iban a querer regresar al celuloide. Sólo uno (de diez) mantuvo firme su deseo, invocando a la Alicia de Macho y hembra, sin el resto del trío. Por aquí se evidenciaba algo: hasta entonces, el soporte de la apetencia se dirigía a actrices –y no precisamente en cuanto tales–; en este caso, a un determinado personaje, ya que su presencia en otro film, Profesión: vivir, no suscitaba el entusiasmo de nuestro demandante. Por cierto, sólo uno de los entrevistados masculinos expresó su intención de entrar en la pantalla y precisamente para asesinar al Rubens de Falco de Profesión: vivir, considerado insoportable.

En contrapartida, en el sector femenino se manifestó una algo mayor interacción con el imaginario de celuloide: E. quería entrar en Macho y hembra a compartir la experiencia polisexual; M.E., nostalgiosa de la hacienda de su abuela en que pasó su infancia, deseaba proyectarse a la casa de Oriana, pero sin sus habitantes; M.G., dulcísima, quería jugar con los niños de Pequeña revancha, ayudarles decididamente en su minisubversividad, aunque tampoco le tentaba quedarse a vivir en el pueblito, máxime bajo la dictadura; R., finalmente, señalaba al comando de Crónica de un subversivo latinoamericano como una posibilidad que la historia había cerrado, y en la que hubiera deseado integrarse, si bien el resultado de la acción (cárcel, tortura, muerte), congelado en el film, le hacía dudar. Ninguna mujer optó por extraer de la pantalla a nadie; y este tierno cuarteto –de 18 a 30 años– fue el único en responder afirmativamente, entre las veinte entrevistadas.

¿Fracaso de la encuesta o fracaso de nuestro cine? ¿Timidez de las respuestas o escaso atractivo vital, sensual, afectivo de las películas? Puede haber de todo. Pero es un hecho –y hablo, fatalmente, en masculino– que los grandes directores siempre nos enamoraron de sus mujeres (Von Sternberg de Marlene Dietrich, Pabst de Louise Brooks, Hitchcock de Kim Novak, Bergman de Liv Ullman, Godard de Anna Karina, Antonioni de Monica Vitti... –cito al vuelo de la memoria y mezclando fantasmas en esa eternidad del cine–) y hasta los medianos (valga el ejemplo de Vadim con Brigitte Bardot) cumplieron con su eficaz celestinaje. Mientras que aquí, entre nosotros, parece que nadie logra enamorarnos de nadie.

Como es obvio, la revisión de esos –y otros– nombres exigiría distinciones, al menos entre las actrices que el recuerdo asocia como seductoras fundamentalmente en un film (digamos: Sarah Miles en El sirviente de Losey); otras que han alternado hechizo e insipidez (ni Anna Karina ni Monica Vitti han sido lo mismo con Godard y Antonioni que dirigidas por otros cineastas) y finalmente las que se han proyectado en el imaginario erótico más allá de realizadores, papeles o películas (de Greta Garbo a Marilyn Monroe o –con perdón, sé que el ejemplo es menor– Brooke Shields).

¿Caben tales distinciones en el cine venezolano? ¿O hay que admitir que nuestra pantalla ha sido un continuo desperdicio de la belleza femenina y masculina, de la inteligencia, la sensibilidad, el atractivo y hasta las posibilidades actorales de toda una serie de hombres y mujeres? ¿Es un problema de historias mal contadas, de personajes torpemente esbozados, de atención centrada en ásperos asuntos considerados más urgentes –el testimonio, la denuncia, la crónica– que el enamoramiento del público, o tenidos quizás –la comedia fácil, la violencia catchupesca, el cromo bobalicón– por más remunerativos? ¿O es, acaso, que nuestros directores no se han enamorado, ellos tampoco y en primer lugar, de sus personajes? ¿Y usted?

1995


Fuente:
Julio Miranda, La imagen que nos ve. Ensayos sobre literatura y cine de Venezuela. Compilación y prólogo de Oscar Rodríguez Ortiz. Editorial Equinoccio, Colección Papiros: Caracas, 2010.

martes, 15 de junio de 2010

El crítico de cine


por Julio Miranda

El crítico de cine siempre escribe en off. Palabras sobre imágenes pero no en la pantalla sino junto a ella y, a veces, contra ella. Pero su discurso, paralelo al del film, no es de su misma naturaleza. Si el crítico literario, en sus mejores momentos, hace literatura, el de cine no hace nunca cine, al menos en cuanto crítico. Es probable que él también logre, con cierta (in)frecuencia, hacer literatura. Y acaso alguno firme alguna vez un guión, una música o hasta una película. Pero, repito, no en tanto que crítico. Esta “tragedia” del escritor condenado a producirse en off se asume, por regla general, sin el mayor problema. El crítico como artista frustrado es un tópico idiota cuya regular utilización sólo puede servir para medir el rencor de unos pocos –o muchos– autores, que quizás sean críticos frustrados. La tajante separación entre “creación” y “crítica” se ha vuelto igualmente inútil. Que el uno haga películas, que el otro escriba ensayos o reseñas, ambos son creadores con un terreno propio. Si sus discursos respectivos no se tocan, dada la radical diferencia de su carácter, remiten sin embargo el uno al otro y, no menos, el otro al uno. Que el “diálogo” se realice cobijado por la caverna platónica del cine no le quita (cierto grado de) realidad.

En lo oscuro, frente a las luces que se mueven, el crítico toma notas. Pasan, brillando, trozos –témpanos– de sentido. Se trata de apresarlos antes de que se hundan o derritan. Cierto que los papeles se mojan un poco, que la tinta se deslía, que las líneas –en lo oscuro, frente a las luces– se encabalgan. Que el crítico no puede –¿no debe?– levantarse a hablar –o gritar– en off allí mismo su amor o su odio, su fastidio, su agrado, su complicidad, su placer o su rabia mientras sucede. Discurso fatalmente posterior –postergado–, el del crítico. Con su manojo de papeles húmedos arma, luego, un sentido que apela a la espiral porque es el del film pero también el del cine mismo, es el del cineasta y el del país, y es –en primer lugar– el sentido del crítico. Pues el crítico entra en la caverna o sala cargado con su vida –y si la deja fuera es un imbécil y si pretende haberla dejado es un farsante– y al final de la película sale cargado siempre con su vida más lo que ha puesto en ella el film. Tiene, entonces, que escribir igualmente con su vida, como cabe suponer que ha filmado el cineasta. Y aspirando, ideal o potencialmente, a trazar la figura de todos los sentidos.

Esta ambición –o necesidad– da su valor a la crítica como opción autónoma, que depende del cine como materia prima para, recreando el discurso del film, crear el suyo propio. Obviamente, a falta de cine no existiría la crítica cinematográfica, aunque siempre cabría postularla como literatura fantástica. Pero también se ha hecho obvio que, sin la articulación conceptual de sentido que representa la crítica, el flujo de imágenes carecería de conciencia al menos escrita. Que algunos directores hayan incorporado a sus películas la reflexión sobre el cine (aun en menor grado pero con la misma orientación con que la literatura, la pintura o el teatro se han tematizado a sí mismos, una condición prácticamente ineludible de la producción artística moderna) no convierte, pues, a la crítica como discurso escrito, como texto, en sobrevivencia parasitaria.

Por lo demás, es de sospechar que todo espectador “habla” de cine, como también todo cineasta, con lo cual no se hace más que “hablar” el discurso crítico. Algunos de esos espectadores lo elaboran, lo desarrollan y lo fijan por escrito, como cinéfilos más acuciosos o aplicados, más decididos o más tercos, quizás más caprichosos o más fanáticos. Probablemente eso sea todo. En cualquier caso, lo pagan con (tiempo de) su vida.

¿El crítico “del subdesarrollo” es o debe ser distinto del crítico “en general”? Como todo intelectual del tercer mundo, el crítico de cine tiene una función añadida: la de activista cultural, al mismo tiempo “animador” y “agitador” en el plano individual, y “grupo de presión” considerado en su conjunto. La lucha contra la censura, por una legislación favorable al cine nacional, por la creación de escuelas de cinematografía, por la exhibición de películas venezolanas con una mayor cuota de pantalla y participación en los beneficios, son algunos de los campos donde se desenvuelve, lo que no es sino la especificación profesional de su carácter común de ciudadanos.

Pero el crítico que defiende el derecho de expresión de un cineasta defiende, en el mismo movimiento, su propio derecho a la expresión. El crítico que protesta contra la prohibición de una película puede y debe escribir, antes, durante y después de esa protesta, todo lo que piensa de ella, sea “favorable” o “desfavorable”.

Porque el primer compromiso del crítico es consigo mismo, y sólo en esa búsqueda y articulación de su personal sentido puede encontrar el hilo de todos los otros y responder a su respectivo compromiso con los espectadores y con los cineastas, con el país y con el cine. Y con la crítica, no menos con la crítica como aventura y pasión de comprender, ese discurso en off que se viene escribiendo casi desde que existe el cine, dentro del cual el crítico cumple su rol provisional e ineludible, precario y necesario, limitado y suficiente, solitario y solidario.

Cumple su rol y luego dice adiós. Como –probablemente– todos.

Caracas, abril de 1981


Fuente:
Julio Miranda, La imagen que nos ve. Ensayos sobre literatura y cine de Venezuela. Compilación y prólogo de Oscar Rodríguez Ortiz. Editorial Equinoccio, Colección Papiros: Caracas, 2010.

viernes, 11 de junio de 2010

El fútbol, la política y la vida


por Fernando Mires

1.

A más de alguien puede sorprender el título del presente ensayo. O considerar como inusual que el fútbol, un deporte, un simple juego, pueda ser comparado con la política que no es un juego (de lo que no estoy muy seguro) o con la vida, pues con la vida no se juega. ¿Qué tiene que ver el fútbol con algo tan serio como la política? Y, aparte de que el mundo del fútbol pertenece a los vivos ¿qué tiene que ver con la vida? Mi respuesta es la siguiente: todo lo que hacemos es una proyección de la tragedia humana: la de sostenernos en esta vida a través de la búsqueda de un significado que le dé un sentido que nunca sabremos cual es. Pero ¿no es ésa acaso una tarea que corresponde a la filosofía o a la religión? En lo que tiene que ver con la filosofía sólo atino a responder: efectivamente, es una tarea de la filosofía, pero -convengamos en algo- no existe una filosofía “en sí” y si existiera, sólo sería una filosofía de la filosofía. Algo bastante absurdo, por lo demás.

La filosofía -que es el amor por el saber- busca siempre al objeto de “su” deseo. Así, hay una filosofía del amor, una filosofía de la existencia, una filosofía de la sociedad y, por cierto, puede haber –no hay nada que contradiga esa posibilidad- una filosofía del fútbol. Y en lo que tiene que ver con religión, yo sostengo la tesis de que muchas de las actividades que consumen nuestros días, provienen de la religión o, lo que es casi igual: de un ambiente impregnado por la religión. El fútbol también. Más todavía: pienso que el fútbol es una actividad que se encuentra -aún más que la política- impregnado por la religión o, por lo menos, por un sentido religioso de la vida. Para explicar esa opinión debo aclarar tal vez que es lo que entiendo por religión. En ese punto sigo un postulado de Spinoza.

Según Baruch Spinoza (1632-1677) hay que hacer la diferencia entre una creencia y una religión.

Spinoza sostenía que la religión es un obstáculo para la creencia, afirmación que le valió ser condenado por la Sinagoga y por la Iglesia ¡y al mismo tiempo! La diferencia es la siguiente: creer es pensar que la existencia no limita consigo y que, por lo mismo, hay una infinitud, una absolutidad, en fin un Dios que está más allá y más acá de todo. La religión en cambio, es un sistema de ritos y rituales colectivos destinado a mantener viva una creencia en el marco determinado por diversas culturas, tradiciones y costumbres.

Que las prácticas religiosas pueden ser separadas de la creencia, lo sabemos todos. Basta asistir a una eucaristía y observar como muchos fieles no tienen la menor idea del sentido de los rituales y ceremonias que practican. Hay, por ejemplo, quienes comen, ayunan, rezan, se inclinan o postran, comulgan, y viven según determinados “mandamientos”, pero jamás se han detenido a pensar en la infinitud, en la vida después de la muerte, o en el vacío terrible que nos rodea cuando no creemos en nada. A veces ocurre algo parecido en los estadios de fútbol.

Recuerdo que una vez, observando a los hinchas de Manchester United, me di cuenta de que muchos de ellos daban sus espaldas al juego, tan concentrados estaban en gritar y a favor de su equipo. De pronto Manchester hizo un gol; algunos hinchas se dieron vuelta a mirar con desinterés lo que pasaba en el campo de juego y luego siguieron de espaldas gritando a favor del Manchester. La verdad es que a esos hinchas les interesaba tanto el juego como a muchos religiosos la relación de la vida con la eternidad. Con razón, otro judío tan o más heterodoxo que Spinoza -sí, me refiero a Freud- comparaba las prácticas religiosas con la neurosis, tanto con las individuales como con las colectivas. Y quizás es así: el mundo del neurótico es muy religioso. Y el mundo del religioso es muy neurótico. Tan neurótico como el mundo del fútbol. Debo quizás agregar que no estoy hablando de la neurosis en sentido clínico sino en el sentido a-clínico de Freud, a saber: como una propiedad de la condición humana orientada a distraer nuestra atención de esa mortalidad que escondida como un tigre en el fondo de una caverna nos aguarda a todos.

En fin, la religión es una práctica que asegura nuestras identidades frente a los nos-otros y frente a los vos-otros. En la creencia, en cambio, perdemos nuestra identidad en ese todo sin comienzo ni fin que es Dios. Visto el tema desde esa perspectiva, el fútbol contiene en sí más elementos religiosos que la política. Me explicaré a continuación.

Los seres humanos buscan siempre su identidad (ser iguales a sí mismos), y cuando no la encontramos, nos inventamos una. Sin embargo, y de acuerdo a Michael Walzer, hay identidades “ligeras” e identidades “duras”. Estas últimas son las identidades nacionales, religiosas y –agrego yo- las futbolísticas. A las primeras pertenecen, o deben pertenecer, las políticas. Pero hay un problema: el ser humano –de eso estoy convencido- es un animal religioso, quiera o no, ya que si no seguimos una religión terminamos por rendir culto a cualquier cosa. Puede ser un artista, un cantante, un prójimo, un político, un auto o un futbolista. Sin embargo, las identificaciones “duras” no son intercambiables.

No cambiamos de religión y de nacionalidad todos los días. De las misma manera, un hincha de Boca nunca será de River, ni uno del F. C. Barcelona jamás del Real Madrid. Esa es la razón, opina Michael Walzer (“Thick and Thin”, Indiana 1996), por la cual los antagonismos religiosos y étnicos son tan difíciles de resolver pues no son intercambiables. Los futbolísticos tampoco. En cambio, los conflictos políticos deben ser, por su propia naturaleza, intercambiables, ya que si no fuera así la política no funcionaría. En el caso de que no fueran intercambiables, las elecciones –y sin elecciones no hay política- estarían de más ya que de antemano sabríamos quienes van a ganar. Esa es la razón por la cual es tan difícil implantar usos políticos en países que se rigen por la norma religiosa. En Irak, por ejemplo, sólo hay dos “partidos”: los chiítas que conforman algo así como el 80% de la población y los sunitas que constituyen el 10%; y el resto, otras confesiones. En cada elección los “chiítas” están condenados a ganar y los sunitas a perder. No hay lucha por la mayoría, y esa es la sal de la política.

Por supuesto, hay personas que hacen de la política una práctica sacrosanta. Pertenecen a la misma organización casi desde que nacen, adscriben a una ideología sin dudar jamás, adoran con devoción a determinados dirigentes, incluso a malvados dictadores, y aunque la historia los contradiga, serán fieles a su partido hasta que la muerte los separe. El mismo vocabulario que usan es religioso. Quienes disienten, serán llamados “renegados” Quienes cambian de posición política, serán “traidores”. En fin, ellos no “están” en un partido; “son” de un partido.

De más está decir que vivir la política como religión lleva a la destrucción de la política. Porque la política la inventamos para resolver nuestros antagonismos discutiendo y argumentando en un juego de posiciones que cada vez es, y debe ser, distinto al anterior. En el fondo, los devotos de la religión política son seres radicalmente frustrados pues intentan encontrar en la política lo que la política nunca les dará a menos que la política deje de ser política. No ocurre así con el fútbol. Yo -para ponerme como mal ejemplo- “soy” del Colo Colo y lo seré hasta la muerte y más allá de la muerte también. Mas, jamás “seré” de una ideología o de un partido, y mucho menos de un líder, “para siempre”. El fútbol, en ese sentido, es un sustituto de la religión. Pero no nos olvidemos: no es más que un juego. La política en cambio, si es también un juego, no tiene nada que ver con la eternidad. La política es presente, siempre presente, y nunca el presente de hoy será el del mañana. A diferencias de la religión que fue hecha de una vez y para siempre -a nadie se le va a ocurrir cambiar un mandamiento por otro- la política se hizo para comenzar cada cierto tiempo de nuevo, ajustando cuentas con la historia para poner al día nuestros ideales e intereses. O permítaseme expresarme de un modo algo metonímico: la religión viene del cielo, el fútbol del Olimpo, y la política, del centro de la tierra.

2.

Aparte de la relación con el tiempo, la política y el fútbol tienen mucho que ver entre sí; aunque no quiero decir que la política determine al fútbol ni mucho menos al revés. Mas, como ambas son actividades que emergieron en un universo impregnado por lo religioso, hay entre política y fútbol una relación sobredeterminada, de modo que encontramos muchos elementos que son de la política incrustados al interior de la lógica futbolística. Sobredeterminación significa-en su sentido freudiano- que entre dos instancias existe una determinación recíproca hasta el punto que es imposible separar lo determinado de lo determinante y eso es lo que ocurre entre política y fútbol lo que no nos debe extrañar puesto que ambas son fuentes de identidades colectivas.

De que modo el fútbol puede llegar a ser un medio de formación de identidades en la construcción imaginaria de una nación, lo demuestra muy bien el ya conocido libro de Pablo Alabarces titulado “Fútbol y Patria”- “El fútbol y las narrativas de la nación en la Argentina” (Prometeo, Buenos Aires 2002).

“Fútbol y Patria”, de las que conozco, es una de las mejores síntesis de la historia social de Argentina. El problema es que el autor parece que no sabe mucho de fútbol. Yo no entiendo, para poner un ejemplo, como se las arregló para escribir un largo capítulo sobre el mundial de 1978 (el mundial de la dictadura) sin nombrar una sola vez a Mario Kempes. Es lo mismo que escribir sobre el mundial de 1954 sin nombrar a Puskas, sobre el de 1958 sin nombrar a Pelé, sobre el de 1962 sin nombrar a Garrincha. En cualquier caso, el capítulo Vll que lleva como sugestivo título “El maradonismo o la superación del peronismo con otros medios” es notable y recomiendo con énfasis su lectura. A través de ese capítulo es posible entender la relación “sobredeterminada” que puede darse entre política y fútbol.

Sin nombrar a Lacan, pero usando su terminología, Alabarces describe a Maradona como “un significante vacío” en torno a quien se articulan diversos cabos sueltos dejados por el descenso del populismo peronista. Interesante es que Alabarces no compara tanto a Maradona con Perón sino con su “pendant” femenino, Evita.

Al igual que Evita, Maradona asciende desde la pobreza extrema hacia el mundo de los símbolos.

Diego Armando Maradona es, efectivamente”, como miles de pibes que sueñan con llegar a ser astros del fútbol, un “cabecita negra”. Pero, además, un superdotado. En un país donde el fútbol es religión popular, Maradona convierte el balón en un agregado, una prótesis de su propio cuerpo. Como todo genio ya jugaba a los 15 años de edad en la primera de Argentino Juniors. Su llegada a Boca será el paso que lo llevará de ídolo local a ídolo nacional. Su traspaso al Barcelona lo convertirá en estrella global. Su partida al Nápoles será en cierto modo un doble regreso: un regreso a sus ancestros y un regreso al mundo de la pobreza del Sur italiano que se rebela, esta vez de modo futbolístico, en contra del Norte millonario y algo racista que hoy representa Silvio Berlusconi, dueño del A.C. Milán y por añadidura, Presidente de la República.

El mundial de 1986 en México será la coronación de Maradona como entidad galáctica, como ídolo medial y como representante simbólico de los pobres del mundo en los estadios. El maradonismo superará así al peronismo. Por un lado, alcanza un nivel internacional que el peronismo nunca tuvo. Por otro, se convierte en la expresión máxima de la unidad nacional argentina. Y por si fuera poco, al derrotar Argentina a Inglaterra gracias a “la mano de Dios y la cabeza de Maradona”, Diego Armando, el Pelusa, pasará a ser visto en la imaginación popular como el vindicador que restaura el honor mancillado por la ominosa Guerra de las Malvinas. Inolvidable, además, será ese gesto insolente, en la gran final de 1990 frente a Alemania, cuando pifiado por el público de Milán mientras era entonada la canción nacional, Maradona movió los labios dejando traslucir un inconfundible “hijos de puta”, pasaje que ha pasado a ser tan importante como sus goles, en su ya tormentosa biografía.

Después del mundial de 1994 en los EE UU, donde su orina reveló lo que todos sabían, vendrá el lento descenso a los infiernos. Drogado, vilipendiado por la prensa, amenazado por mafiosos, rodeado por amigotes de baja ralea, enfermo, muy gordo, busca restaurar por múltiples medios su imagen perdida, recurriendo, como el eximio populista que es, a diversos trucos. Un día aparecerá con el nefasto Menem pidiendo la pena de muerte para los traficantes de droga. Otro día aparecerá en Cuba al lado del Gran Dictador. Otra vez buscará el amparo de Chávez, ese Perón sin Evita ni sindicatos, pero al igual que Maradona, experto en comunicación medial.

Según Alabarces, Maradona fue el último símbolo plebeyo de la patria, el último héroe nacional y quizás, agrego yo, el último gran populista de una nación populista. E igualmente, como todos los grandes mitos, Maradona, convertido en Lázaro, ha resucitado, esta vez como entrenador, conduciendo a ese otro pibe genial, Leonardo Messi, alias La Pulga -un Maradona más fino, más decente, más domesticado- a ese nuevo mundial que nos espera: el de Sudáfrica: 2010. Quien sabe que sorpresa nos deparará Maradona en el futuro. Lo único seguro es que el mito de Maradona sobrevivirá a Maradona.

3.

En el intento de mostrar la relación sociedad-política- fútbol, el texto de Alabarces no puede evitar caer en monocausalismos sociologistas y economicistas propios a ese marxismo académico que todavía predomina en la intelectualidad latinoamericana. Incluso se tiene la impresión de que, para el autor, el fútbol no es más que una simple superestructura de una supuesta base socioeconómica que se explica por sí sola. De este modo Alabarces renuncia a entender el fenómeno del fútbol en su especificidad, que es una de las razones por las cuales ha llegado a ser el rey de los deportes. Con ello quiero decir que el fútbol, al igual que la política, no sólo es el reflejo deportivo de un determinado orden socioeconómico sino que contiene en sí lógicas y discursos que trascienden su marco histórico, hecho que posibilita que miembros de las más distintas culturas y tradiciones, de las más diversas edades, de las naciones más ricas y de las más pobres, se sientan “retratados” en la contemplación de un juego que, al igual que la política es algo más que un juego. En fin, lo que estoy sugiriendo, y lo diré de una vez por todas, es que el fútbol es un simulacro de la vida. Pero –atención- digo simulacro y no simulación; y la diferencia no es banal.

La simulación tiene dos significados. O es imitación o es falsificación. El simulacro en cambio no es ni imitación ni falsificación sino proyección o traslado de una realidad hacia un espacio constitutivo distinto al ocupado originariamente. Para poner un ejemplo: trasladar un sentimiento de amor no realizado a la poesía o a la música es realizar un simulacro. En ese caso la poesía o la balada son configurados como simulacros y es por eso que todos quienes han tenido un sentimiento de amor similar al del artista pueden contemplarse a sí mismos, aunque sin reconocerse, en el espejo de la música o de la poesía. El arte, así como el fútbol -y para muchos, el fútbol es un arte- es casi siempre un simulacro de “otra” realidad que no es artística. En ese sentido, la política o el fútbol puede ser un simulacro de la guerra, o del amor, o del odio, o de todo a la vez. Es por eso que, repito, el fútbol es un simulacro de la vida, y esa es la razón porque tanto nos apasiona.

Pero como ocurre en la vida, la política y el fútbol están marcados por antagonismos irreconciliables, y el más profundo de todos es el de la lucha por la vida misma: la lucha en contra de la muerte. Porque en la política o en el fútbol se trata de perder o ganar. No obstante, en ambos casos, la resolución del antagonismo no tiene lugar en su forma originaria que es la de la guerra, sino mediante un simulacro que convierte la muerte del enemigo en una simple ficción. Y para que eso sea posible es preciso realizar dos procesos de conversión: convertir la muerte en una derrota parcial (o la vida en una victoria parcial) y convertir al enemigo en un simple adversario. Eso implica someter la trama política o futbolística a un orden determinado por un espacio constitutivo, por una rigurosa división de poderes, por reglas y leyes, y por un horario estrictamente regulado, es decir: convertir la condición guerrera en condición política o futbolística o, lo que es parecido: convertir la tragedia de la guerra en un simple juego. El juego es el simulacro.

El espacio de los juegos políticos y futbolísticos es y debe estar escindido. Así como en el parlamento los de izquierda y los de derecha forman dos bandos, la cancha de fútbol, antes aún de que comience el juego, está dividida en dos, como para decirnos que en ese juego, el de la vida, la unidad es imposible puesto que para que haya juego se necesita de la división del campo de juego. A partir de esa raya divisoria los enemigos intentarán penetrar al campo adversario y convertir el gol que asegurará el triunfo. Nada más simple para los que no entienden de fútbol. Altamente complicado para los especialistas. Pues no se trata sólo de avanzar y hacer un gol, sino de hacerlo en un campo minado por instituciones, leyes y reglamentos de acuerdo a una estricta división de poderes sin la cual tanto la política como el fútbol se convierten en pura imposibilidad. En fin, el fútbol tiene lugar en un espacio marcado por relaciones de poder.

En ambas prácticas, la política y el fútbol, el portador originario del poder es el pueblo, el soberano, que si no existiese no habría fútbol ni política. Ahora, ese pueblo no es un pueblo natural ni tampoco étnico. Es un pueblo político y eso quiere decir, un pueblo dividido. Así como nunca hay un pueblo formado sólo por personas de izquierda (o de derecha) tampoco hay un equipo que tenga detrás de sí a todos los aficionados, a menos, por supuesto, que juegue una selección nacional en la propia nación en contra de un enemigo “externo”. En ese caso el pueblo se eleva a una fase superior: la de pueblo-nación. Es por eso que en los campeonatos internacionales los jugadores sienten detrás de sí el apoyo real o virtual de la nación que representan. Lo mismo ocurre en las Naciones Unidas ya que independientemente del “partido” al que pertenecen los delegados, ellos son representantes de sus naciones.

Alrededor de la cancha rayada el pueblo se agrupa en torno a dos emblemas distintos. Así, el pueblo toma partido en un partido que está partido, partidura que es condición de la unidad consigo mismo. Gritando por los suyos, a-vivando, el pueblo se convierte frente a sí en una unidad soberana, en un poder. Pero, aunque el poder del fútbol reside en el pueblo, el pueblo, como en la política, no puede gobernar por sí solo. Entonces, el pueblo delega el, o parte del, poder.

Por ejemplo, en cada nación existen las Federaciones de fútbol las que organizadas entre sí terminan por generar ese gobierno del fútbol mundial que es la FIFA. La Federación ordena las fechas, administra los diversos intereses locales o nacionales, en fin, gobierna. Pero su gobierno no es tiránico dado que debe ajustarse a las leyes pre-establecidas. En fin, la FIFA y las federaciones nacionales gobiernan de un modo más democrático que muchos gobiernos de la tierra puesto que ninguna Federación de Fútbol puede gobernar fuera de la ley, como es uso frecuente en algunos gobiernos latinoamericanos.

Los jugadores de ambos equipos pueden ser, a su vez, comparados con los delegados políticos que en esa cancha rayada que es el Parlamento polemizan, a veces con mayor fiereza y crueldad que en el fútbol. Pero hay una diferencia: en los parlamentos los partidos debaten y, además, legislan. En cambio, en ese parlamento que es el partido de fútbol, los jugadores debaten, mas no legislan. Y no pueden hacerlo porque las reglas, es decir las leyes del fútbol, son incambiables. En ese sentido la lucha futbolística semeja más el debate de los antiguos griegos que hacían de la polémica no un medio sino un fin.

El poder judicial está representado por el árbitro y los guarda-líneas. Estos últimos son más importantes de lo que se piensa pues su función es preservar los límites para que el juego no escape de su línea como suele ocurrir a cada momento entre nosotros, siempre dispuestos a transgredir los limites que nos rodean. Además, en situaciones dudosas operan como consultores del árbitro introduciendo una mínima cuota de deliberación en la decisión judicial. El árbitro a su vez, es el máximo representante de la justicia.

La misión del árbitro no consiste sólo en aplicar el reglamento sino, además, interpretarlo. Debe aplicar la ley, por cierto, pero con cierta mesura y discreción. No hay árbitro más nefasto que aquel que transforma el partido en un concierto de pitos. Lo mismo ocurre en la vida cívica. Las leyes están hechas para reglar la convivencia pero nadie puede vivir cada minuto pensando en las leyes. Los buenos árbitros son en cambio aquellos que pasan inadvertidos. “Cuando nadie me nombra” –dijo una vez un gran árbitro chileno (Carlos Robles)- “quiere decir que he realizado un gran arbitraje; el silencio y la indiferencia son los aplausos que yo recibo”.

Hay árbitros que cometen grandes errores. Ningún juez es infalible, y grandes son los árbitros no cuando no cometen errores sino cuando después del partido –nunca durante- así lo reconocen. Los jugadores, a su vez, deben ajustarse a la ley o ser sancionados. Pero como ocurre en la vida ciudadana, hay algunos expertos en transgredir la ley sin que nadie lo advierta. Otros intentan engañar al árbitro, y muchas veces lo logran, simulando ser víctimas de infracciones nunca cometidas. Hay otros que difícilmente se controlan a sí mismos y no son pocas las ocasiones en las que los árbitros deben imprecar con dureza a los jugadores, amenazarlos e incluso, convencerlos con una sonrisa que en la próxima ocasión deberán abandonar el juego. Los jugadores, a su vez, saben, que por muy mal que arbitre, el árbitro es el depositario de la Ley y por tanto debe ser respetado. Por cierto, nunca faltan los brutos que insultan e incluso intentan golpear al árbitro. A ellos les espera la más dura condena, y aunque pidan perdón, deberán serán castigados.

Pero lo más importante de todo es que el árbitro actúe como el representante de la justicia sobre la tierra, por lo menos mientras dure un partido. El árbitro, en ese sentido, no sólo debe aparecer como justo, además debe serlo. Nadie espera por supuesto que el árbitro sea infalible, pero sí que sea honesto. Si existe la sospecha de que el árbitro ha sido “comprado”, ya sea por una mafia o por un gobierno, el partido de fútbol está arruinado antes aún de que comience. Quiero decir, la mayoría de nosotros sabemos que la vida no es justa, pero también sabemos que sin una mínima idea de justicia, que sin una mínima confianza en la justicia, que sin una independencia del poder de la justicia frente a los demás poderes, sea políticos o económicos o deportivos, la vida social, la vida política y la vida futbolística no podrían ser vividas con decencia. Si la justicia no existe, o por lo menos, si no creemos que existe algo parecido a la justicia, todo eso que forma parte, no del fútbol, no de la política, sino además, de la condición moral de cada uno, se viene al suelo. Malditos aquellos jueces que entregan su potestad a otros poderes, malditos los jueces venales, los jueces cobardes, malditos sean. Ellos no sólo han arruinado su vida, que es lo de menos. Han arruinado esa mínima confianza básica que necesitamos los humanos para vivir juntos sin ofendernos.

4.

Si tomamos en cuenta que el fútbol es un juego cuya existencia depende de la presencia soberana del pueblo que delega su poder a instituciones que aplican reglamentos y leyes establecidas mediante la conformación de una división de poderes en donde el poder deliberativo que es el juego mismo es independiente del poder ejecutivo y del poder judicial, podemos entender las razones que llevaron a Albert Camus a escribir lo siguiente:

“Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”

Las palabras de Camus resultan aún más inteligibles si recordamos que el gran escritor creció jugando fútbol en un país colonizado como era Argelia, esto es, en un país políticamente dependiente, sin instituciones propias y sin democracia. En esas condiciones Camus encontró en el fútbol lo que no podía encontrar en la política. O dicho así: lo que política no daba, el fútbol lo prestaba.

Pero Camus habla, además, de su deuda moral con el fútbol. Opinión que tampoco debe extrañar si tomamos en cuenta que el fútbol es un deporte colectivo. Y la moral será siempre una moral frente a los demás.

Como es sabido, un equipo de fútbol (puede ser de cualquier otro deporte) es una escuela donde se conoce y practica la más estrecha solidaridad. Los miembros de un equipo saben que de la suerte de uno, por lo menos durante el juego, depende la suerte de todos. Al revés también. Ni el genio futbolístico más grande puede prescindir de los demás.

Los jugadores conocen la amistad en su más alta expresión, que es la camaradería. Pero hay dos tipos de camaradería: la de quienes se unen para alcanzar un objetivo común y la de quienes se unen para luchar en contra de un mismo enemigo. Ahora bien, en un equipo de fútbol las dos son una sola. El objetivo común es, por cierto, ganar. Pero el enemigo común quiere impedir “nuestra” victoria. Así, los otros, nuestros “enemigos”, como también ocurre en la guerra, son los que ayudan a la formación de un “nosotros”, un “nosotros” que será cada vez más intenso mientras más fuerte sea la oposición de los “otros”. En la política suele suceder algo parecido.

Si por ejemplo reviso mi biografía política –mi biografía futbolística es desastrosa- comprobaré que cada vez que he decidido “bajar” a la política ha sido en contra de alguien o de algo. Nunca a favor de nada. Esa es la misma “negatividad positiva” que une -por lo menos mientras dura el juego- a los futbolistas de un equipo. Sólo así podemos entender como individuos tan diferentes, de orígenes tan disímiles, de pueblos tan heterogéneos y que además -como ocurre en los equipos globalizados de nuestro tiempo- hablan distintos idiomas, puedan llegar a entenderse hasta el punto que de pronto parece que un equipo son once cuerpos metidos en una sola alma.

Hay equipos que han alcanzado una unidad legendaria. Los más ancianos recuerdan como funcionaba esa máquina húngara de 1954 formada por genios como Kocsis, Czibor, Hidegkuti y el inolvidable Ferenk Puskas. Tambien ya es leyenda el equipo de “caras sucias” argentinos del sudamericano de 1957 en Lima donde Corbatta, Maschio, Angelillo y Sívori jugaban de memoria. O la “naranja mecánica” holandesa, donde Neeskens y Cruyff podían jugar entre sí con los ojos cerrados. Pero sin duda, la obra de sincronización más perfecta que se ha dado en la historia del fútbol fue la de ese mágico equipo brasilero de 1958 y 1962, donde todos brillaban sin que ninguno oscureciera al otro: los dos Santos (Djalma y Milton) Zico, Didí, Garrincha, Vavá, Pelé, Zagalo. Dudo que alguna vez vuelva a aparecer un “scratch” de tanta eficacia y majestad. Lamentablemente esa sincronización no siempre funciona puesto que en el fútbol ocurre lo mismo que en la vida, cuando dos personas no pueden estar nunca juntas, pese a todos sus esfuerzos. Al llegar a este punto me viene a la memoria la triste historia de Didí en el Real Madrid de Alfredo Di Stéfano.

Didí: un gran señor del medio campo. Nunca vi jugar a nadie con tanta elegancia, ni siquiera a Beckenbauer o Beckham. Alto y delgado, desplazaba su cuerpo al ritmo candente de una lenta zamba. Sus pases de 30 metros llegaban siempre al lugar preciso y sus tiros libros portaban la marca de la “hoja seca” de la cual él fue su inventor. Y como todo galáctico aterrizó Didí una vez en el Real Madrid. Pero ahí estaba el otro gran señor: Alfredo Di Stéfano. El problema era que Di Stéfano jugaba muy distinto a Didí. Mientras Didí se tomaba su tiempo, Di Stéfano corría como un demente a lo largo de toda la cancha. Mientras Didí representaba a la danza, Di Stéfano era puro vértigo. Mientras Didí se acomodaba para lanzar uno de sus pases, Di Stéfano ya corría a recibir el pase que siempre llegaba con atraso. Definitivamente, no podían jugar juntos. Es por eso que Didí tuvo que irse del Real. No ocurrió lo mismo con Puskas que sí aceptó la hegemonía de Di Stéfano hasta el punto de convertirse, pese a su fama, en el segundo pie izquierdo del gran argentino.

En la política suelen aparecer incompatibilidades parecidas. Una de las más notorias fue la que ocurrió en el Partido Socialdemócrata alemán entre sus dos más grandes líderes: Willy Brandt y Helmuth Schmidt. La verdad es que Dios no pudo haber hecho a dos personas tan distintas. Brandt era cálido, solidario, amistoso, simpático, social, bebedor y mujeriego. Schmitt en cambio era frío, calculador, muy duro consigo y los demás, fumador, puritano y monógamo hasta el exceso. Por supuesto, ambos representaban dos políticas diferentes: abierto a los cambios, Brandt; conservador, Schmitt. Y Willy Brandt tuvo que irse al igual que Didí. Mas, esas son excepciones. Entre miembros de un mismo partido o equipo, la unidad es la regla y la divergencia una excepción.

Podemos entonces imaginar que Albert Camus encontró en el fútbol ese orden que ni la política ni la sociedad podían darle. Pero también debe haber aprendido que ningún orden funciona por sí solo. Que todo orden requiere de jerarquías, estructuras, liderazgos. Que los partidos políticos deben ser dirigidos y el dirigente político debe ser un estratega y un táctico. Que en el fútbol, el lugar del dirigente político es ocupado por el entrenador, hombre encargado de definir las alineaciones, ordenar las líneas, motivar a los jugadores y, sobre todo, estudiar los movimientos del adversario.

El entrenador, así como el dirigente político, estructura las líneas de acuerdo a diversos sistemas. Pero los sistemas futbolísticos, así como los políticos, han cambiado mucho a través del tiempo. Cuando yo me inicié en el conocimiento de la ciencia futbolística primaba el 3- 2- 5. Poco después, los italianos inventaron el “catenaccio” (el cerrojo) con un líbero detrás de una cerrada defensa y cuyo objetivo más que ganar era no perder. Los brasileños, libres de complejos post-bélicos, inventaron a partir de 1958 el 4-2-4, sistema que funcionaba bajo la condición de que existiese un Pelé, de modo que muy pronto el sistema imperante pasó a ser el del 4- 4- 2 e incluso, el 4-5-1. Rinus Michels causó una vez furor con la “naranja mecánica” holandesa, sistema circular mediante el cual los jugadores rotaban en todos los puestos y que pronto fue desechado pues los jugadores terminaban el partido casi muertos. Hoy, Louis Van Gaal en Münich y Marcelo Bielsa en Chile han vuelto a la ofensiva y aplican el 3- 4- 3. Recuerdo que Beckenbauer cambiaba de un sistema al otro de acuerdo a las características de sus jugadores, es decir, jamás adaptaba a los jugadores a un sistema pero sí un sistema a los jugadores. Sabia idea que deberían seguir algunos líderes políticos obsesionados en aplicar sistemas ideológicos a pueblos que por sus características culturales y sociales los rechazan. ¿Cuál sistema aplica Maradona? Eso no se sabe; los jugadores menos que nadie. Maradona siempre ha sido algo anarquista. Puede quizás que esa actitud anti-sistema resulte alguna vez en el fútbol. En la política siempre ha fracasado.

5.

Así como hay diferentes sistemas, hay también distintos entrenadores. En ese sentido hay que consignar que la personalidad del entrenador es tanto o más importante que el sistema que aplican. Hay entrenadores amistosos, autoritarios, agresivos, reflexivos, y mucho más. Pero a pesar de todas esas diferencias, hay una característica que une a todos los grandes entrenadores de la tierra: son respetados. Así como el Príncipe de Maquiavelo no debía ser amado sino temido, el entrenador no debe ser amado ni temido: debe ser respetado. Y, como todos sabemos, el respeto se obtiene respetando. Sin ese respeto –eso fue quizás lo que advirtió Camus– la vida, que siempre será una vida social, se convierte en una pesadilla. Podemos vivir sin amor; sin respeto jamás. Las más grandes rebeliones sociales han ocurrido –no hay que olvidarlo- no cuando los pueblos no son amados por sus reyes o presidentes, sino cuando han sido objeto de grandes falta de respeto.

La fauna de los entrenadores es, repito, muy variada, y para conocerla mejor resulta interesante ver sus actitudes frente a partidos importantes. Hay, por ejemplo, entrenadores musicales como Otto Rehhagel quien mueve las manos a lo largo del partido como si estuviera dirigiendo una sinfonía. O elegantes, como César Luis Menotti quien vestido de gala contemplaba los partidos fumando sin parar. O estudiosos como Louis Van Gaal, quien escribe y escribe mientras dura el juego. O impertérritos, como Franz Beckenbauer quien situado al borde de la línea, sin mover un sólo músculo, anunciaba a los jugadores que él estaba ahí, observándolos uno por uno. O los enigmáticos como Marcelo Bielsa quien ve los partidos encuclillado, mirando sólo los pies de los jugadores, como si no tuvieran cabezas. O melancólicos, como Manuel Pellegrini, quien pese a su gran sabiduría mira el partido con ojos infinitamente tristes. O emocionales como José Mourinho, quien antes y después del partido abraza a quien se le ponga por delante. Y, la última novedad: hay también entrenadores populistas como Maradona que además de ser amigo de sus amigos, atrae a todos los fotógrafos y cronistas en espera de que suelte una de esas palabrotas que producen pudor hasta en los más horrendos lupanares. Yo no sé quien fue el entrenador de Albert Camus, de quien se dice que cuando joven poseía un “dribling” endiablado, pero debe haber sido buenísimo.

No olvidemos que además de jugar bien al fútbol, Camus fue, desde su más temprana juventud, escritor. De modo que no es un descamino pensar que el interés de Camus por el fútbol era también intelectual. Hay, en efecto, una extensa literatura futbolística que alguna vez habrá que recopilar en tomos. Así como la política necesita de intelectuales que la analicen, el fútbol también posee su propia intelectualidad. Me refiero a los grandes comentaristas de fútbol, y sobre todo a los cronistas deportivos, algunos de los cuales murieron sin saber que eran poseedores de un talento literario que muchos escritores – incluyendo algunos famosos- nunca tuvieron. Debo confesar –al llegar a este tema- que mi primer contacto con el fútbol no fue en un estadio sino en un kiosco de la esquina leyendo la revista argentina El Gráfico que una vez me prestó el “diarero”. Desde el primer momento El Gráfico despertó en mí un inusitado interés. Después, en mi juventud, me hice devoto seguidor de los artículos del uruguayo Borocotó.

Ricardo Lorenzo Rodriguez más conocido como Borocotó, poseía una prosa seductora y cada uno de sus comentarios tenían la estructura de un cuento con inesperados suspensos. Ya adulto, al encontrar un día un ejemplar todo amarillento de El Gráfico, leí de nuevo a Borocotó. Ahí fue cuando me di cuenta de lo que no sabía: Borocotó escribía como Jorge Luis Borges. Un escritorazo era Borocotó. También yo leía, y con estricta disciplina, la revista chilena “Estadio” donde escribían los mejores comentaristas deportivos de mi país: Julio Martinez el popular Jota Eme, Antonino Vera y sobre todo, quien más me gustaba, Renato Gonzáles alias Mister Huifa, quien además de saber mucho de fútbol era un eximio erudito del boxeo. Mister Huifa, a diferencias de Borocotó, poseía una prosa precaria, casi elemental. Pero sus comentarios eran precisos e inteligentes. Gracias a él aprendí a ver el fútbol “de otra manera”. Recuerdo por ejemplo que después de una victoria de Santos sobre un equipo checo (durante esos cuadrangulares nocturnos que se jugaban en el estadio Nacional) Mister Huifa escribió un artículo titulado “Pelé jugó mejor que nunca”. Yo me pregunté si Mister Huifa había visto un partido distinto al que yo había visto pues, ante mi desilusión, Pelé esa noche no había hecho ninguna de sus grandes magias, más bien había pasado desapercibido. Mas, al leer el artículo de Mister Huifa, entendí lo que él quería decir. Los checos habían construido un cerco de cuatro jugadores alrededor de Pelé. ¿Qué hizo entonces Pelé? Así lo explicaba Mister Huifa: Pelé abandonó su puesto clásico (el 10) y fue a jugar bien atrás, casi junto a la defensa del Santos. Hasta allí lo siguieron sus custodios. De este modo Pelé abrió un tremendo forado por donde penetraban sus compadres, sobre todo Coutinho y Pepe que no eran precisamente cojos, y ellos se dieron un festín de goles. Esa era la gran diferencia entre Pelé y Maradona. Mientras el equipo jugaba para Maradona, Pelé jugaba para el equipo.

Gracias a Mister Huifa puedo seguir hoy con atención partidos que no son espectaculares, pero sí, interesantes.

No sé si Camus era un lector de revistas deportivas. Pero apostaría un par de dedos que más de una vez leyó, en Argelia, algún ejemplar de esa grandiosa revista deportiva francesa que es todavía, L`Equipe.

6.

“Puede que el alma exista en un pie” (Carmenza Saldías)

¿Tendrá también que ver la filosofía existencialista de Camus con el fútbol de sus años mozos? De eso estoy seguro. Si por existencialismo entendemos una filosofía del ser en el tiempo, el fútbol como la política tiene que ver, y mucho, con la construcción narrativa del tiempo.

Gracias a la narración de los acontecimientos que marcan el paso del tiempo podemos recordar, entender, y sobre todo, re-crear el pasado. Del mismo modo como la historia de una nación es construida de acuerdo a acontecimientos políticos, el fútbol tiene su propia historia la que se entronca y enreda con la historia de las naciones. Y si no me creen pregúntenle a un uruguayo que significó y significa para la historia del país el “Maracanazo” del 50. O a un alemán lo que significó para su nación merecidamente destruida, el mundial del 54. O pregúntele a un brasileño porque el estadio de Río lo llaman todavía el “ula-ula” de Garrincha. O a quienes vieron una vez a Pelé recibir el balón con el pecho, bajarlo al muslo izquierdo y darse media vuelta para clavar con la derecha el balón en el ángulo izquierdo del arco, pregúntele porque a Pelé le decían y le siguen diciendo El Rey. O cuando Dios puso su mano sobre la cabeza de Maradona. O cuando Zidane, uno de los futbolistas más correctos del mundo, al haber recibido una ofensa innombrable en la final del mundial de Alemania (2006) metió un cabezazo en el pleno tórax del injurioso Materazzi. Y así sucesivamente, el fútbol va construyendo su propia historia y con ello dando sentido y estructura al tiempo que vivimos. El diminuto Messi y el atlético Cristiano Ronaldo serán también parte de la historia doble: la del fútbol y la de las naciones. En fin, gracias a la política y al fútbol podemos archivar el pasado de acuerdo a fechas y lugares.

Afortunadamente los futbolistas de hoy dejan testimonio visual de lo que hicieron. Pues hubo un tiempo en que sólo recibíamos como legado la narración oral, agrandada por la imaginación colectiva. No hay ningún video, por ejemplo, que muestre las hazañas de José Manuel Moreno, de quien dicen los argentinos que era mejor que Pelé. Yo, cuando niño, vi jugar a J.M.M., pero él ya tenía más de cuarenta años. Cuentan que Pelé siempre preguntaba a los periodistas: ¿y cómo jugaba? ¿cómo era J.M.M? Quizás es ese el mismo enigma que acosa a los actuales tenores cuando escuchan el nombre de Enrico Caruso. O a los virtuosos violinistas cuando se les dice que Nicolò Paganini tocaba de modo tan perfecto que muchos creían que él tenía un pacto con el diablo.

Pero aún más que en la “relación ser y tiempo”, donde mejor podemos observar la impronta legada por el fútbol a la filosofía de Camus es en el principio de contingencia, principio sin el cual el fútbol no sería posible. La filosofía de Camus, tampoco. Quiero decir que pese a la multitud de leyes que reglan la normativa futbolística, no hay nada más azaroso que un partido de fútbol. Esa es, además, la diferencia del fútbol con la mayoría de los demás deportes y es, al mismo tiempo, una de las principales semejanzas del fútbol con la política. Dicho en breve: ni en el fútbol ni en la política ganan siempre los mejores. En la política ese es un hecho tan claro que ni vale la pena comentarlo.

A veces también ganan los mejores en el fútbol, pero ¿quién no ha visto un partido donde un equipo ataca por todos lados, acosa al adversario, la pelota golpea los palos una y otra vez y de pronto un balón perdido salta hacia el lado contrario, lo agarra un desapercibido jugador, avanza hacia el arco, resbala el arquero en el pasto húmedo y es conquistado un injusto e inmerecido gol? La buena o mala suerte es, tanto en el fútbol, como en la política y en la vida, un jugador más. Los jugadores en la cancha no sólo luchan contra el adversario sino, además, contra la fuerza del destino. Y como decía Gardel, “contra el destino nadie la talla”. En otras palabras: el fútbol es absurdo, tan absurdo como el mito de Sísifo en Camus. Y –paradoja- es en esa radical absurdidez donde reside su magia y encanto y, sobre todo, el entretenimiento que porta consigo.

El fútbol es definitivamente entretenido. Entonces ¿vale la pena gastar tantas páginas para analizar lo que no es más que una simple entretención? Frente a esa pregunta obvia me atreveré a responder con otra pregunta no tan obvia: ¿Y no es acaso la vida una simple entretención?

Para que esa, aparentemente insólita pregunta pueda ser entendida, propongo que pensemos por un momento en el verdadero sentido de la palabra entretención. Veamos.

El fútbol es entre-tenido. Es decir, es tenido “entre”. El problema entonces es ¿“entre qué” es “tenido” el juego de fútbol? Muy simple, el juego de fútbol es tenido entre su comienzo y su final. ¿Y la vida? ¿No es también tenida entre su comienzo y su final? ¿Entre el nacimiento y la muerte?

Entre- tenerse es mantenerse en el tiempo que transcurre entre un comienzo y un final. Si no somos tenidos “entre”, iniciamos “La Caída” que es el título de un libro de Camus. Para no caernos necesitamos tenernos entre la vida y la muerte. Sostenidos o ser sostenidos en esa agonía (lucha) que es la vida que sabemos que vamos a perder y que sin embargo sólo podemos sostener agonizando (luchando). Quiero decir: sólo podemos vivir luchando en contra de la muerte. “El ser va hacia la muerte” (Heidegger), porque sólo puede ser en el tiempo. Por eso el fútbol es un pasa-tiempo, y muchas veces lo miramos sólo para “matar-el tiempo”, sabiendo que el tiempo no es el que muere, sino nosotros en el tiempo. El ser vive “entre dos muertes” (Lacan). Viene y va de regreso hacia lo que no sabe, o como dijo de modo fino Hannah Arendt, “somos un intermedio entre un pasado infinito y un futuro también infinito”. Ese punto intermedio que es cada uno, una fracción billonésima de segundo en la infinitud del todo; una luz que se apaga antes de brillar, es la vida que tenemos: no hay otra. Y en ella nos sostenemos, entre-teniéndonos. Pablo el Apóstol ya nos lo anunció mencionando la palabra Katechon

El Katechon (el adversario) es la palabra griega que usó Pablo en su carta segunda a los Tesalonicenses. Esa palabra representa aquello que nos sostiene (entre-tiene) en la vida que para Pablo no podía ser sino la lucha en contra del mal, el Anticristo, pues para Pablo, Cristo es la representación del bien total, es decir, el principio definitivo de la vida. La vida es, por lo mismo, la lucha que nos sostiene (Katechon) en contra de todo aquello que nos niega. Más aún, el Katechon, vale decir, lo que niega a la vida, es lo que hace posible la afirmación de la vida: sin negación no hay afirmación posible.

La vida es agonía y esa agonía aparece reflejada en todas nuestras entre-tenciones.

Desde Carl Schmitt (“Der Nomos der Erde”), pasando por Leo Strauss hasta llegar a Jackes Derrida, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, los filósofos políticos más decisivos mantienen la opinión que sin Katechon, es decir sin agonismo, y por supuesto, sin antagonismo, la política no existiría. La política es agónica y antagónica a la vez. El fútbol también. Esa es la razón por la cual el fútbol es tan entre-tenido. Mirando un partido matamos el tiempo antes de que el tiempo nos mate a nosotros.

Faltan dos minutos para el fin del partido. Vamos cero a cero. Faltan tres segundos, y al fin, cuando ya dábamos todo por perdido, aparece un pie que empuja lentamente el balón hacia el arco contrario. Gracias al punto conseguido nuestro equipo “ascenderá” y el adversario “descenderá”. Pero ¿por qué nuestro equipo no jugó todo el partido tan bien como lo hizo en los últimos minutos? La respuesta es fácil: porque mientras más avanzaba el tiempo más se acercaba el final. Sólo frente a la presencia de la muerte tomamos noticia de la importancia de la vida.

¿Y qué es la vida? Ah, la vida: esa mala imitación del fútbol.

10 de junio, 2010


Fuente:
http://prodavinci.com/

martes, 8 de junio de 2010

El ángulo de James Joyce




a Leo Marrero

Creo haber sido uno de los pocos afortunados en esperar en vivo (y en vilo) el desenlace del juego perfecto que hilvanaba, durante las primeras ocho entradas y menos de ochenta lanzamientos, un joven oriundo de Cumaná y abridor de los Tigres de Detroit. Excepto la opción de Direct TV, la empresa de cable a través de Espn no ofrecía el partido en directo, mientras Meridiano TV atendía las incidencias del baloncesto profesional venezolano en su instancia final. Empero hacía varios minutos, un mensaje de texto activaría el sueño en torno a la hazaña de marras, inédita entre criollos en la gran carpa. El cintillo en la parte inferior de la transmisión del encuentro entre San Luis y Cincinnati asomaba el trío de bateadores de Cleveland en el siguiente y último inning, por lo que el pase televisivo, desde la sede de los Cardenales hasta la acción del Comerica Park, se concretaría en pocos minutos.

Armando Galarraga abrió el noveno episodio con una bola rápida ante Mark Grudzielanek, quien la devolvió con furia hacia lo más profundo del jardín central antes de encontrarse con la gran atrapada de Austin Jackson. El juego perfecto venía en serio.

El segundo out resultó más fácil, luego de una rola de Mike Redmond al campocorto.

El resto ha devenido en una historia interesantísima, repleta de detalles reveladores y controversiales. En medio del carácter colectivo del beisbol, el logro individual ha sido, sin embargo, el gran afectado en este drama de remotos antecedentes y cuyo malestar ha trascendido consideraciones éticas, geográficas y legales. No me agradan las moralejas, pero la hermosa Carolina Guillén lo resumió en la frase que repetía convencida en una de las discusiones de Espn: “Una lección de vida”.

Se ha especulado hasta el morbo sobre la actitud de los jugadores y el manager de Detroit: quizá desarmados ante una abrupta e insólita decisión arbitral, la reacción no pasó más allá de un ladrido desde la banca, de la mirada impotente de Miguel Cabrera, de la indiferencia ante las dos bases que luego adelantó el suertudo Jason Donald (nadie se acuerda, ¿cierto?) y, sobre todo, de la sonrisa de Galarraga que, si bien en cada reposición se despliega cual marca inequívoca de su formación y valores, sin embargo no deja de resultar ‒para los entendidos en revanchismos e insultos ante la injusticia‒ más enigmática que la de la Mona Lisa.

El racismo también se esgrime como excusa. Aunque, vistos los episodios de Pedro Martínez zarandeando a un anciano Don Zimmer en la serie de campeonato contra los Yanquis en 2003 y, principalmente, del escupitajo de Roberto Alomar al umpire John Hirschbeck en 1996 (antes de entablar una hermosa amistad), la hipótesis, aparte de manida, posee un inevitable tufillo a teoría de la conspiración que, de paso, no cuadra con el contingente de latinos que conforma alrededor de la cuarta parte de las Mayores, 58 nacidos en Venezuela. Tampoco parece muy creíble que ‒luego de una trayectoria de veinticuatro años, que incluye 2 juegos de estrellas, 6 series de división, 3 series de campeonato y 2 series mundiales‒ el tocayo del gran dublinense venga ahora, en una decisión cantada además con entereza e inmediatez envidiables, a arruinar tanto su carrera como una brillante jornada en el out 27 sólo por eso.

Como buena hija de la época, la “escena del crimen” ha contado con infinidad de enfoques y perspectivas audiovisuales, desde las cámaras acreditadas por Major League Baseball hasta las versiones caseras que desde YouTube reportan en algunos casos y luego de tres días casi doscientas mil reproducciones. Lo peor es que ninguna de ellas logra brindarle a míster Joyce el más ínfimo beneficio de la duda. Posiblemente estemos ante el last out’s replay más visto de la historia, pero al final, en la mente del veteranísimo juez y natural de Ohio, ese out nunca lo fue. Al contrario, las tomas desde la tribuna central así como las que muestran a Galarraga de frente solicitando a Cabrera la asistencia que liquidará el encuentro –al lado del valiosísimo ángulo del coach de primera, quizá el más claro de todos– continúan acumulándose como diáfanas evidencias. Pero, hasta donde sé, no deja de maravillarme la ausencia de la perspectiva joyceana: no se trata de cíclopes ni de sirenas en la odisea (o la rumba) de Armando, sino de la versión que muestre al veloz Donald embalado hacia el ámbito del umpire de primera quien espera de frente al corredor, mientras el pitcher llega presuroso a la almohadilla para recibir de lado un impecable tiro del inicialista, luego de éste dirigirse hacia la derecha a recoger un incómodo roletazo, el out de la gloria en las voces de casi veinte mil aficionados.

James A. Joyce III –para la MLB y para sus detractores tan sólo Jim Joyce– no pudo sino contraargumentar su “lenguaje corporal”, en palabras del propio Galarraga: lágrimas del replay after, que trató inútilmente de ocultar a pesar de la tosquedad en su rostro de cincuentón “duro”, aunadas a las disculpas por el fallo arbitral más importante desde 1985, cuando una pifia del también juez de primera Don Denkinger alargó la vida de Jorge Orta y los Royals de Kansas City en el sexto juego de la Serie Mundial. Pero aunque el villano que nos ocupa, padre de dos niños y miembro del salón de la fama de los deportes en su liceo, no tenga nada que ver con el modernismo anglosajón, su lastimoso error quizá llegue a repercutir definitivamente en una revisión exhaustiva del longevo sistema de arbitraje. A la par de deportes como el tenis, el fútbol americano y el baloncesto de la NBA, la repetición instantánea de batazos por encima de la raya de cal fue incorporada –como el control antidoping, a regañadientes– desde hace apenas una temporada; mas si el comisionado Bud Selig (otro miembro del banquillo de los acusados) insiste en su negativa a revertir la sentencia puntual del 2 de junio, al menos es bastante factible que acepte considerar y, en consecuencia, incluir jugadas de ese tipo en el instant replay, como fue capaz de prever en el comunicado emitido luego del polémico incidente. Después de todo, aún desconocemos hasta qué punto los brazos abiertos de Joyce que decretan con firmeza el safe no han hecho sino, más bien, salvar al caballo de Troya en el que medios, peloteros y fanáticos presionan a todas las instancias –incluso la Casa Blanca– para que la “impunidad” de los gazapos arbitrales deje de verse, finalmente, como parte del paisaje beisbolero. Y mucho menos sabemos a cuál de los Joyce le sentaría mejor escribir esa página.