martes, 15 de junio de 2010

El crítico de cine


por Julio Miranda

El crítico de cine siempre escribe en off. Palabras sobre imágenes pero no en la pantalla sino junto a ella y, a veces, contra ella. Pero su discurso, paralelo al del film, no es de su misma naturaleza. Si el crítico literario, en sus mejores momentos, hace literatura, el de cine no hace nunca cine, al menos en cuanto crítico. Es probable que él también logre, con cierta (in)frecuencia, hacer literatura. Y acaso alguno firme alguna vez un guión, una música o hasta una película. Pero, repito, no en tanto que crítico. Esta “tragedia” del escritor condenado a producirse en off se asume, por regla general, sin el mayor problema. El crítico como artista frustrado es un tópico idiota cuya regular utilización sólo puede servir para medir el rencor de unos pocos –o muchos– autores, que quizás sean críticos frustrados. La tajante separación entre “creación” y “crítica” se ha vuelto igualmente inútil. Que el uno haga películas, que el otro escriba ensayos o reseñas, ambos son creadores con un terreno propio. Si sus discursos respectivos no se tocan, dada la radical diferencia de su carácter, remiten sin embargo el uno al otro y, no menos, el otro al uno. Que el “diálogo” se realice cobijado por la caverna platónica del cine no le quita (cierto grado de) realidad.

En lo oscuro, frente a las luces que se mueven, el crítico toma notas. Pasan, brillando, trozos –témpanos– de sentido. Se trata de apresarlos antes de que se hundan o derritan. Cierto que los papeles se mojan un poco, que la tinta se deslía, que las líneas –en lo oscuro, frente a las luces– se encabalgan. Que el crítico no puede –¿no debe?– levantarse a hablar –o gritar– en off allí mismo su amor o su odio, su fastidio, su agrado, su complicidad, su placer o su rabia mientras sucede. Discurso fatalmente posterior –postergado–, el del crítico. Con su manojo de papeles húmedos arma, luego, un sentido que apela a la espiral porque es el del film pero también el del cine mismo, es el del cineasta y el del país, y es –en primer lugar– el sentido del crítico. Pues el crítico entra en la caverna o sala cargado con su vida –y si la deja fuera es un imbécil y si pretende haberla dejado es un farsante– y al final de la película sale cargado siempre con su vida más lo que ha puesto en ella el film. Tiene, entonces, que escribir igualmente con su vida, como cabe suponer que ha filmado el cineasta. Y aspirando, ideal o potencialmente, a trazar la figura de todos los sentidos.

Esta ambición –o necesidad– da su valor a la crítica como opción autónoma, que depende del cine como materia prima para, recreando el discurso del film, crear el suyo propio. Obviamente, a falta de cine no existiría la crítica cinematográfica, aunque siempre cabría postularla como literatura fantástica. Pero también se ha hecho obvio que, sin la articulación conceptual de sentido que representa la crítica, el flujo de imágenes carecería de conciencia al menos escrita. Que algunos directores hayan incorporado a sus películas la reflexión sobre el cine (aun en menor grado pero con la misma orientación con que la literatura, la pintura o el teatro se han tematizado a sí mismos, una condición prácticamente ineludible de la producción artística moderna) no convierte, pues, a la crítica como discurso escrito, como texto, en sobrevivencia parasitaria.

Por lo demás, es de sospechar que todo espectador “habla” de cine, como también todo cineasta, con lo cual no se hace más que “hablar” el discurso crítico. Algunos de esos espectadores lo elaboran, lo desarrollan y lo fijan por escrito, como cinéfilos más acuciosos o aplicados, más decididos o más tercos, quizás más caprichosos o más fanáticos. Probablemente eso sea todo. En cualquier caso, lo pagan con (tiempo de) su vida.

¿El crítico “del subdesarrollo” es o debe ser distinto del crítico “en general”? Como todo intelectual del tercer mundo, el crítico de cine tiene una función añadida: la de activista cultural, al mismo tiempo “animador” y “agitador” en el plano individual, y “grupo de presión” considerado en su conjunto. La lucha contra la censura, por una legislación favorable al cine nacional, por la creación de escuelas de cinematografía, por la exhibición de películas venezolanas con una mayor cuota de pantalla y participación en los beneficios, son algunos de los campos donde se desenvuelve, lo que no es sino la especificación profesional de su carácter común de ciudadanos.

Pero el crítico que defiende el derecho de expresión de un cineasta defiende, en el mismo movimiento, su propio derecho a la expresión. El crítico que protesta contra la prohibición de una película puede y debe escribir, antes, durante y después de esa protesta, todo lo que piensa de ella, sea “favorable” o “desfavorable”.

Porque el primer compromiso del crítico es consigo mismo, y sólo en esa búsqueda y articulación de su personal sentido puede encontrar el hilo de todos los otros y responder a su respectivo compromiso con los espectadores y con los cineastas, con el país y con el cine. Y con la crítica, no menos con la crítica como aventura y pasión de comprender, ese discurso en off que se viene escribiendo casi desde que existe el cine, dentro del cual el crítico cumple su rol provisional e ineludible, precario y necesario, limitado y suficiente, solitario y solidario.

Cumple su rol y luego dice adiós. Como –probablemente– todos.

Caracas, abril de 1981


Fuente:
Julio Miranda, La imagen que nos ve. Ensayos sobre literatura y cine de Venezuela. Compilación y prólogo de Oscar Rodríguez Ortiz. Editorial Equinoccio, Colección Papiros: Caracas, 2010.

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