martes, 8 de junio de 2010

El ángulo de James Joyce




a Leo Marrero

Creo haber sido uno de los pocos afortunados en esperar en vivo (y en vilo) el desenlace del juego perfecto que hilvanaba, durante las primeras ocho entradas y menos de ochenta lanzamientos, un joven oriundo de Cumaná y abridor de los Tigres de Detroit. Excepto la opción de Direct TV, la empresa de cable a través de Espn no ofrecía el partido en directo, mientras Meridiano TV atendía las incidencias del baloncesto profesional venezolano en su instancia final. Empero hacía varios minutos, un mensaje de texto activaría el sueño en torno a la hazaña de marras, inédita entre criollos en la gran carpa. El cintillo en la parte inferior de la transmisión del encuentro entre San Luis y Cincinnati asomaba el trío de bateadores de Cleveland en el siguiente y último inning, por lo que el pase televisivo, desde la sede de los Cardenales hasta la acción del Comerica Park, se concretaría en pocos minutos.

Armando Galarraga abrió el noveno episodio con una bola rápida ante Mark Grudzielanek, quien la devolvió con furia hacia lo más profundo del jardín central antes de encontrarse con la gran atrapada de Austin Jackson. El juego perfecto venía en serio.

El segundo out resultó más fácil, luego de una rola de Mike Redmond al campocorto.

El resto ha devenido en una historia interesantísima, repleta de detalles reveladores y controversiales. En medio del carácter colectivo del beisbol, el logro individual ha sido, sin embargo, el gran afectado en este drama de remotos antecedentes y cuyo malestar ha trascendido consideraciones éticas, geográficas y legales. No me agradan las moralejas, pero la hermosa Carolina Guillén lo resumió en la frase que repetía convencida en una de las discusiones de Espn: “Una lección de vida”.

Se ha especulado hasta el morbo sobre la actitud de los jugadores y el manager de Detroit: quizá desarmados ante una abrupta e insólita decisión arbitral, la reacción no pasó más allá de un ladrido desde la banca, de la mirada impotente de Miguel Cabrera, de la indiferencia ante las dos bases que luego adelantó el suertudo Jason Donald (nadie se acuerda, ¿cierto?) y, sobre todo, de la sonrisa de Galarraga que, si bien en cada reposición se despliega cual marca inequívoca de su formación y valores, sin embargo no deja de resultar ‒para los entendidos en revanchismos e insultos ante la injusticia‒ más enigmática que la de la Mona Lisa.

El racismo también se esgrime como excusa. Aunque, vistos los episodios de Pedro Martínez zarandeando a un anciano Don Zimmer en la serie de campeonato contra los Yanquis en 2003 y, principalmente, del escupitajo de Roberto Alomar al umpire John Hirschbeck en 1996 (antes de entablar una hermosa amistad), la hipótesis, aparte de manida, posee un inevitable tufillo a teoría de la conspiración que, de paso, no cuadra con el contingente de latinos que conforma alrededor de la cuarta parte de las Mayores, 58 nacidos en Venezuela. Tampoco parece muy creíble que ‒luego de una trayectoria de veinticuatro años, que incluye 2 juegos de estrellas, 6 series de división, 3 series de campeonato y 2 series mundiales‒ el tocayo del gran dublinense venga ahora, en una decisión cantada además con entereza e inmediatez envidiables, a arruinar tanto su carrera como una brillante jornada en el out 27 sólo por eso.

Como buena hija de la época, la “escena del crimen” ha contado con infinidad de enfoques y perspectivas audiovisuales, desde las cámaras acreditadas por Major League Baseball hasta las versiones caseras que desde YouTube reportan en algunos casos y luego de tres días casi doscientas mil reproducciones. Lo peor es que ninguna de ellas logra brindarle a míster Joyce el más ínfimo beneficio de la duda. Posiblemente estemos ante el last out’s replay más visto de la historia, pero al final, en la mente del veteranísimo juez y natural de Ohio, ese out nunca lo fue. Al contrario, las tomas desde la tribuna central así como las que muestran a Galarraga de frente solicitando a Cabrera la asistencia que liquidará el encuentro –al lado del valiosísimo ángulo del coach de primera, quizá el más claro de todos– continúan acumulándose como diáfanas evidencias. Pero, hasta donde sé, no deja de maravillarme la ausencia de la perspectiva joyceana: no se trata de cíclopes ni de sirenas en la odisea (o la rumba) de Armando, sino de la versión que muestre al veloz Donald embalado hacia el ámbito del umpire de primera quien espera de frente al corredor, mientras el pitcher llega presuroso a la almohadilla para recibir de lado un impecable tiro del inicialista, luego de éste dirigirse hacia la derecha a recoger un incómodo roletazo, el out de la gloria en las voces de casi veinte mil aficionados.

James A. Joyce III –para la MLB y para sus detractores tan sólo Jim Joyce– no pudo sino contraargumentar su “lenguaje corporal”, en palabras del propio Galarraga: lágrimas del replay after, que trató inútilmente de ocultar a pesar de la tosquedad en su rostro de cincuentón “duro”, aunadas a las disculpas por el fallo arbitral más importante desde 1985, cuando una pifia del también juez de primera Don Denkinger alargó la vida de Jorge Orta y los Royals de Kansas City en el sexto juego de la Serie Mundial. Pero aunque el villano que nos ocupa, padre de dos niños y miembro del salón de la fama de los deportes en su liceo, no tenga nada que ver con el modernismo anglosajón, su lastimoso error quizá llegue a repercutir definitivamente en una revisión exhaustiva del longevo sistema de arbitraje. A la par de deportes como el tenis, el fútbol americano y el baloncesto de la NBA, la repetición instantánea de batazos por encima de la raya de cal fue incorporada –como el control antidoping, a regañadientes– desde hace apenas una temporada; mas si el comisionado Bud Selig (otro miembro del banquillo de los acusados) insiste en su negativa a revertir la sentencia puntual del 2 de junio, al menos es bastante factible que acepte considerar y, en consecuencia, incluir jugadas de ese tipo en el instant replay, como fue capaz de prever en el comunicado emitido luego del polémico incidente. Después de todo, aún desconocemos hasta qué punto los brazos abiertos de Joyce que decretan con firmeza el safe no han hecho sino, más bien, salvar al caballo de Troya en el que medios, peloteros y fanáticos presionan a todas las instancias –incluso la Casa Blanca– para que la “impunidad” de los gazapos arbitrales deje de verse, finalmente, como parte del paisaje beisbolero. Y mucho menos sabemos a cuál de los Joyce le sentaría mejor escribir esa página.

2 comentarios:

  1. Excelente crónica. Debería pensar en hacerlo más seguido. Un abrazo.

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  2. Escribir crónicas de béisbol, quiero decir. Nos hacen falta.

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