miércoles, 30 de junio de 2010

Patti Smith, autobiografía y dos (1/2) reseñas



El género de las “biografías no autorizadas” conoció, de la mano de Victor Bockris, un recuento pormenorizado del trayecto de Patricia Lee Smith (1946), poeta y precursora del punk, desde sus correrías en la Chicago natal, pasando por su abordaje de la escena neoyorquina entre los años sesenta y setenta, hasta los años de la viudez (su esposo y padre de sus hijos fue el legendario Fred “Sonic” Smith) en la última década del siglo XX. La traducción de Jesús Llorente Sanjuán (Patti Smith, Reservoir Books, Mondadori, 2001) nos muestra el ascenso de una artista que se negó a separar la clave poética y social del rock más oscuro, cuya infuencia ha sido reconocida tanto por REM como por Nirvana, en aquellos años turbulentos y alimentados por la cercanía de amigos como Sam Shepard, Gerard Malanga, Allen Lanier, Lenny Kaye y Robert Mapplethorpe. Mientras en Babel (Anagrama, 1996) la propia Patti recoge una serie de poemas, canciones y textos en prosa donde, a partir del caos influido por los simbolistas, William Blake y Lou Reed –donde incluso se percibe alguna que otra reminicencia de Tarántula, con la diferencia de que Bob Dylan propuso su libro de 1966 como “novela”–, el imaginario político, feminista y provocador de Smith cobra mayor importancia, más allá de épicos álbumes como Horses, Radio Ethiopia, Easter, Wave y Twelve.

A más de veinte años de la muerte de Mapplethorpe, Éramos unos niños (Lumen, 2010) pretende adquirir la categoría de autobiografía que logre saldar la deuda vital de Patti Smith con el fotógrafo fundamental y pareja en los setenta. Desde el diario español El País, Rafa Cervera y Diego Manrique nos entregan sendas reseñas que abordan esta nueva aventura entre el desencanto y el beneficio de la duda. La sacerdotisa del punk ha vuelto.








Las profecías de Mapplethorpe
por Rafa Cervera

Patti Smith, antigua y eterna compañera del fotógrafo, escribe las memorias de ambos desde que se conocieron en Nueva York en los años sesenta y que el artista le encargó poco antes de morir. El libro es un relato conmovedor del afán de unos seres dispuestos a poner sus almas al servicio del arte, inspirados por Rimbaud, Dylan, Genet y otros nombres idolatrados.

Nada está terminado hasta que tú lo ves, le decía Robert Mapplethorpe a Patti Smith cuando, esperando su opinión, él le mostraba las que entonces eran sus primeras fotos. Ambos eran esos niños a los que alude el título, dos talentos intentando florecer en el Nueva York de finales de los sesenta, luchando casi con desesperación por plasmar su arte y obtener un reconocimiento que nadie se atrevería a negarles hoy. Ese Nueva York bohemio, con el hotel Chelsea, el Max's Kansas City, St. Mark's Place y la galaxia Warhol como puntos cardinales, es el escenario por el cual transcurre este deslumbrante texto biográfico. A través de sus páginas, Smith rinde homenaje al que fuera su amante, cómplice y, por encima de todo, alma gemela. Éramos unos niños cuenta ese trayecto vital, tomando la estrecha relación entre Mapplethorpe y la narradora coprotagonista como nudo. Muertos de hambre y también llenos de ambición, se apoyaron mutuamente para encontrar sus propios senderos artísticos. Así, descubrimos cómo Mapplethorpe le hablaba insistentemente a Smith de su potencial como cantante de rock & roll; por su parte, fue ella quien le convenció para que abandonara los collages y comenzara a tomar sus propias fotografías. Los desencuentros -motivados en muchos casos por la progresiva inmersión del fotógrafo en el submundo gay que alimentó el lado más chocante de su trabajo- enrarecieron en ocasiones la relación. La prosa de Smith es firme, no se deja llevar por reproches ni sentimentalismos y cumple de manera formidable el objetivo buscado: hablar del lado humano de un artista que fue polémico y que en más de una ocasión se ha visto estrangulado por la naturaleza de su propia obra. "Robert elevó aspectos de la experiencia masculina", explica Smith, "imbuyendo a la homosexualidad de misticismo. Como dijo Cocteau de Genet, su obscenidad nunca es obscena".

Smith cumple de manera formidable el objetivo buscado: hablar del lado humano de un artista estrangulado por la naturaleza de su obra.

La necesidad de escribir sobre su antiguo aunque en realidad eterno compañero llegó casi en el mismo instante en el que sonó el teléfono de la casa de la familia Smith y Edward Mapplethorpe comunicó el fallecimiento de su hermano, una fría mañana de marzo de 1989. Con una voz tan poderosa como la que brota de sus poemas y canciones, Smith nos muestra ese itinerario compartido, trufado de anécdotas y salpicado por personajes tan irrepetibles como el momento histórico -que va de 1967 a 1978- en el que se desarrolla el núcleo del texto. Las noches en la trastienda del Max's Kansas City, donde el apolíneo Mapplethorpe es deseado por la corte de Warhol, a la vez que la andrógina Smith es completamente ignorada, hasta que decide cortarse el pelo a lo Keith Richards y logra captar la caprichosa atención de los ilustres parroquianos. Los encuentros con Corso, que citando a Mallarmé asegura que los poetas no terminan los poemas, los abandonan; y con Ginsberg, que intentó ligar con ella al confundirla con un muchacho mientras ella se relamía ante un sándwich que no podía pagar. Un encuentro con una desolada Janis Joplin a la que Smith piropea llamándola "perla", palabra que se convertirá en el título del álbum póstumo de la tejana. Pero por encima de estas y otras anécdotas, Éramos unos niños es también el sólido y emotivo relato de la relación simbiótica entre dos personajes que no parecían estar completos el uno sin el otro. Y nos muestra el conmovedor afán de unos seres dispuestos a poner sus almas al servicio del arte, aferrados a sus respectivos sueños, inspirados por Rimbaud, Dylan, Genet y otros nombres idolatrados.

Smith cuenta cómo se turnaban para entrar a las exposiciones museísticas que les interesaban, porque el dinero no alcanzaba para dos entradas. En una ocasión, cuando ella, maravillada, se disponía a narrarle las obras que había visto, él atajó diciendo: "Algún día entraremos juntos a ver las exposiciones y, además, la obra expuesta será nuestra". Ninguno de los dos imaginaba entonces que sus vidas se convertirían en existencias legendarias, una historia digna no sólo de ser contada sino también de ser admirada. Una apasionada y apasionante odisea vivida en una época en la que comprometerse con la necesidad del otro era casi un acto heroico. Consciente, quizá, de que los días en los que intercambiaron sus energías forman también parte de su obra, poco antes de fallecer Mapplethorpe le pidió a Smith que escribiera la historia de ambos. Ahora, aquella vieja frase, nada está terminado hasta que tú lo ves, se revela como algo profético. Porque la historia ha sido contada a través de la mirada y el verbo de la única persona capaz de elevarla al nivel que merece.

El País, 19/06/2010



La mitómana
por Diego A. Manrique

Las autobiografías son peligrosas: si te excedes, te quedas en cueros. Eso ocurre en Éramos unos niños (Lumen), donde Patti Smith evoca su relación con el fotógrafo Robert Mapplethorpe. La historia perfecta: el embriagador amor entre dos criaturas hermosas y cándidas.

Pero el cuento termina mal, conviene esquivar la moralina. Robert tropezó con el sida, tras años de promiscuidad y sexo extremo. Nunca se ha aclarado la espantada de Patti en 1979, su huida de la escena neoyorquina rumbo a una existencia convencional en Detroit. Una opción legítima pero desastrosa en términos creativos e interrumpida atrozmente por las muertes de su marido y de varios íntimos, incluyendo al desdichado Mapplethorpe.

El drama de Éramos unos niños está mellado por su narcisismo, su engolamiento. Ciertamente, toda estrella del rock es fraudulenta, así que evita enseñar las costuras. Patti nunca ha ocultado su devoción hacia ciertos artistas, escritores y músicos, pero el libro son 300 páginas de sahumerio, enmarcadas por su nueva religiosidad: "El arte alude a Dios y, en última instancia, le pertenece". Aquí llamamos "letraheridos" a los fanáticos de la escritura y de la literatura; una descripción positiva, hasta cargada de admiración. Pero Patti Smith ejerce de art victim, una mitómana que cree en la predestinación.

Se queda embarazada tras una aventura juvenil, algo que la convierte en una apestada en el New Jersey de 1967. Sabe consolarse: el parto coincide con el aniversario del bombardeo de Guernica, dato que ella conecta con la información de que cedió al bebé a "un matrimonio culto que suspiraba por tener un hijo". A continuación, parte hacia Nueva York, decidida a convertirse en artista.

A modo de amuleto, lleva Iluminaciones, de Arthur Rimbaud. Fue amor a primera vista: se quedó prendada de la mirada del autor y "como no tenía los 99 centavos que costaba, me lo metí en el bolsillo". Todo se filtra a través de su santoral. Para ella, resulta significativo que Kerouac muriera "tres días después del cumpleaños de Rimbaud". El delirio alcanza dimensiones cómicas cuando sueña en qué lugar de Etiopía están enterrados los míticos escritos inéditos del poeta. Concibe viajar a África y encuentra un patrocinador, pero se interpone la sensatez de Mapplethorpe.

Desdichadamente, ella carece de la cintura necesaria para acomodar el atormentado descubrimiento del fotógrafo: los hombres. Cuando decide convertirse en chapero y profundizar en el sadomasoquismo, Patti ni piensa en acompañarle; sólo muestra perplejidad. Está tan llena de contradicciones como cualquiera: ha sido infiel a Robert con -naturalmente- un pintor, pero luego rompe con Allen Lanier, de Blue Oyster Cult, cuando detecta que tiene tratos con groupies.

Patti no entiende los imperativos del sexo y las drogas. Intentando dirigirla en una breve pieza teatral, Tony Ingrasia la considera el bicho más raro del downtown: "No te chutas y no eres lesbiana. ¿Se puede saber qué es lo que haces?"

Lo que hace es buscar una forma de expresión apta para sus facultades, que encuentra en un rock inflamado, evolución de sus lecturas poéticas con Lenny Kaye. Eso está bellamente explicado en Éramos unos niños, gran retrato de una bohemia tan famélica como afortunada: su Nueva York es extraordinariamente poroso y Patti conecta con Ginsberg o Hendrix. Lo indigesto es la exhibición de su condición de art victim, agravada por una muy estadounidense ignorancia del resto del mundo: México es "el café y Diego Rivera", así que viaja ¡a Acapulco!; parece creer que Picasso era vasco; atraída por el islam, fuma hachís mientras escucha la música pagana de Joujouka. Veo ahora que Patti aparece en el último artefacto de Godard, Film socialisme. Lógico: tal para cual.

El País, 28/06/2010

2 comentarios:

  1. Me parece muy importante darle un lugar en la amplia cultura al geto del pop y el rock, mediante las inteligentes asociaciones establecidas en esta reseña (William Blake - Lou Reed, p., ej.). Esto es más evidente en el caso de la pintura pop; pero creo que llevarlo a cabo a través de la música es quizá más complejo, y existe aún un amplio campo que cultivar en este respecto. Para eso contamos con escritores como nuestro buen JM. Saludos.

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