lunes, 21 de febrero de 2011

Wisconsin, la pelea de fondo


por Ernesto Semán

Apenas quinientas tarjetas hechas por estudiantes y graduados de Madison para el Día de los Enamorados, con el lema “I Love UW. Governor Walker, Don’t Break My Heart” (Amo a la Universidad de Wisconsin. Gobernador Walker, no rompas mi corazón), pusieron en marcha una de las movilizaciones gremiales más grandes de los Estados Unidos en las últimas décadas. Por quinto día consecutivo, sindicatos y otras organizaciones sociales bloquearon ayer la ciudad de Madison, capital del estado, en oposición al severo proyecto de ley del gobernador republicano Scott Walker que, entre otras cosas, dejaría a los sindicatos de empleados públicos sin capacidad de negociar convenios colectivos de trabajo. Los manifestantes son algo así como el veinte por ciento de toda la población de Wisconsin y, aunque en franca minoría, anoche incluyeron también a varios miles de republicanos en apoyo a su gobernador. En medio de una intensa polarización política e ideológica, la discusión es seguida por todo Estados Unidos como una pelea que puede definir el futuro del poder sindical y su influencia en la distribución del ingreso en todo el país.

La reacción contra el proyecto conocido como “ley de reparación presupuestaria” no arrancó entre los empleados públicos sino en oposición a los recortes presupuestarios a la Universidad. El fin de semana pasado, estudiantes, docentes y no docentes de la Universidad de Wisconsin –donde en los 60 se registró uno de los puntos más tempranos y sangrientos de las protestas contra la guerra de Vietnam– repartieron en Madison las tarjetas del Día de los Enamorados contra Walker. Apenas siete días después, la protesta ya involucra a más de 100 mil personas sólo en Wisconsin, tiene el apoyo de la totalidad de los sindicatos, va en camino de convertirse en una de las movilizaciones gremiales más grandes de las últimas décadas, ha dejado al Parlamento ocupado por los manifestantes durante cuatro días, involucró al presidente Barack Obama y a la neoconservadora Sarah Palin e implicó entre otras cosas la decisión de los diputados demócratas de huir del estado de Wisconsin como recurso legal para dejar sin quórum al gobernador.

En lo central, el proyecto de Walker limita el poder de los sindicatos del sector público a discutir sólo salarios, dejando afuera beneficios y condiciones de trabajo. También impone un techo a las mejoras salariales basado en el índice de inflación y aumenta las contribuciones a los fondos de pensión y salud. Además, modificaría la vida gremial obligando a los sindicatos a revalidar sus conducciones todos los años.

Anoche, cerca de quince mil personas acampaban de nuevo frente al capitolio local. Los diputados demócratas “en el exilio” amenazan con no volver al estado hasta que Walker se comprometa a negociar. Tienen a su favor las encuestas: dos tercios de la población se opone a la ley. Pero el gobernador cuenta a su favor haber sido electo recientemente en base a una plataforma conservadora que, si no explicitaba este paso, le daba todo su sustento.

La cruzada de Walker tiene menos que ver con los problemas fiscales de su estado que con las necesidades de validar su liderazgo en un estado recién recapturado para el lado republicano, y con proyectar su figura a nivel nacional al frente del movimiento de derecha que se consolidó en la elección de noviembre último. “Es hora de limitar el poder de los sindicatos, y en eso espero poder ser la fuente de inspiración para muchos otros”, dijo ayer. Su proyecto es en ese sentido el ariete de una avanzada a nivel nacional y la elección de Wisconsin como punto de partida es cualquier cosa menos casual. Si en algo coinciden el gobernador y los sindicatos es que si esta ley se aprueba en Madison, se abren las puertas para una formidable reducción del poder de los sindicatos y de su capacidad de incidencia en la distribución del ingreso a nivel nacional. De ahí que sindicatos y grupos conservadores de Ohio, Florida, Iowa, Maine y Nueva Jersey se involucren en la pelea.

“Si se aprueba en Wisconsin se puede aprobar en cualquier lado”, repitió ayer Gerald W. McEntee, jefe del sindicato de empleados públicos. Lo mismo piensan los gobernadores republicanos. Y hay al menos tres razones para esa expectativa. Una es que, al menos desde los 30, Wisconsin ha sido un estado donde los demócratas mantuvieron una cierta tradición progresista y una asociación sólida con los sindicatos que se tradujo en un dominio fuerte, aunque no permanente, sobre la política local. La aprobación de esta ley sería una derrota partidaria que se haría sentir en todo el país. A nivel laboral, la avanzada de Walker también implicaría quebrar el poder de uno de los sindicatos de empleados públicos más grande y poderoso de Estados Unidos, con 170 mil afiliados. El Afscme fue creado en los 30 al calor del avance de la legislación laboral durante el New Deal. Y en 1959 se convirtió en el primero con capacidad de negociar convenios colectivos de trabajo.

Finalmente, con la vista en los números, queda claro que el proyecto es derivado del endurecimiento ideológico republicano más que de una urgencia económica de Wisconsin. El desempleo (7,5 por ciento) y el déficit proyectado (12,8 del presupuesto) no sólo están por debajo del promedio nacional sino que son optimistas comparados con los de otros estados. Que la convicción ideológica es el motor de esta pelea explica que más de un centenar de organizaciones vinculadas con el Tea Party en todo el país hayan comenzado a movilizarse desde ayer en favor de la medida.

El lugar más complicado, una vez más, es el de Obama. Su oposición a Walker fue clara –“es un asalto contra los sindicatos”, dijo– pero aún no se tradujo en una movilización de recursos políticos a favor de la protesta. No es exagerado suponer que sus últimos pasos también abonaron el campo para iniciativas como las de Wisconsin. Hace apenas diez días envió al Congreso un proyecto de presupuesto centrado en el recorte de gastos, con argumentos que en muchos casos se superponen con los de la oposición. La suerte, en ese sentido, no está del lado de los sindicatos. Ayer, mientras en Madison se producían las marchas más grandes a favor y en contra del gobernador, la Cámara baja en Washington rearmó el proyecto de Obama y, con mayoría republicana, aprobó el recorte del gasto público más grande de la historia moderna de los Estados Unidos.

Si la pelea de los sindicatos contra Walker tiene carácter épico, también es porque tiene chance de convertirse en el hito que represente una derrota más de los sindicatos. Nada está definido, pero medios y analistas volvían anoche una y otra vez al recuerdo de la famosa huelga de controladores aéreos que Ronald Reagan quebró en 1981. Desde entonces, el reajuste de la sociedad norteamericana cuenta en su iconografía huelgas masivas y prolongadas de los obreros de la carne en Minnesota o de industriales en Illinois, cuyas derrotas jalonaron el retroceso del sector asalariado en la vida económica del país durante las últimas tres décadas.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar, 20-2-11

miércoles, 16 de febrero de 2011

Chatarritas (VI)/ Utopía tópica


En la antigüedad clásica se creía que más allá de las llamadas “columnas de Hércules” (al oeste de lo que hoy constituye el peñón de Gibraltar) se encontraba precisamente una figura del “más allá”: el reino de Hades, con su cúmulo de imágenes y sombras de los hombres en su periplo por la tierra. A este lugar, según las visiones míticas de Grecia y de Roma, muy pocos lograron acceder para escapar luego con vida, como Ulises, en uno de los relatos emblemáticos de la Odisea. Muchos siglos después, como base de un pujante Renacimiento, Occidente consigue trascender los límites fijados por las “columnas” y recorre con renovado afán mercantilista los caminos hacia un nuevo mundo, cuyos exploradores hallarán tan poblado de imágenes como las que Homero fue capaz de verter en la épica de su tiempo. Pero para Jean Servier estas imágenes no representan nada novedoso: “No emprendió Occidente el descubrimiento de un Nuevo Mundo, sino un viaje de regreso a sus orígenes por encima de las aguas primordiales del Océano”. Y, para la confección de Utopía, Servier añade la posible búsqueda de Tomás Moro en las fuentes –imágenes contenidas en La República– de Platón. Pero, asimismo, cabe la hipotética influencia del mundo incaico –para principios del siglo XVI, ya un mundo literal en la mente europea, y del que Servier identifica, presentes en Utopía, hasta seis instituciones– en la invención de la isla. Particularmente, llama la atención esa especie de arrogancia –griega, cristiana, occidental– que dio a pensar a los conquistadores el poder encontrar en América “una humanidad completamente ingenua, recién salida de las manos del Creador e ignorante de los afanes de Europa”. La realidad no sólo incaica sino además maya y azteca, amén de la bravura caribe, piel roja y araucana, vino a demostrar lo equivocados que estaban. ¿Sería también válido nombrar dicha realidad como aquella que supera a la ficción? ¿Podría, entonces, hablarse de una Utopía con visos de realidad, y por tanto de topía?

Los viajes literarios a las utopías continuaron dándose en plena modernidad, de los que Huxley y Orwell han plasmado ejemplos paradigmáticos con Un mundo feliz y 1984, respectivamente. Incluso, la ciencia ficción nos ha mostrado hasta el cansancio modelos que no son precisamente un espejo arcádico: la realidad de hoy refleja cuestiones que hace apenas treinta o cuarenta años constituían más un “ejercicio de estilo” que una descripción del Apocalipsis llevada a cabo por un cerebro paranoico. Si no, ¿qué pudiera decirse de los escasísimos grupos que, fuera de la pasión académica, se dedican a discutir siquiera un relato, al estilo de las cofradías secretas en Fahrenheit 481? ¿Acaso hace falta quemar los libros cuando los videoclips hacen el trabajo de quemarnos las imágenes asociadas con lo escrito, al presentárnoslas con luz, color y recovecos de sueños –o pesadillas– inacabables?

1999



Foto: Guillaume Dauphin, "Night at Loch Lomond" (2007).

viernes, 11 de febrero de 2011

Momentos estelares de la revolución


por Fernando Mires

Hoy el mundo árabe vive el momento estelar de una revolución.

Olas de solidaridad recorren las multitudes en cuyas vanguardias se ven los rostros de los jóvenes, llenos de repentinas esperanzas. Musulmanes y laicos forman cadenas humanas unidos en un sólo objetivo: derrocar al malvado dictador. Casi nadie piensa en el mañana. Viven de modo existencial ese instante efímero donde todos, como si fueran una única persona, parecen animados por un sólo espíritu: el espíritu de los pueblos; espíritu que nadie sabe de dónde les viene.

¿Cuántas veces he visto la misma imagen bajo distintas formas y colores? Son ya muchas, demasiadas. Suficientes como para saber que no vale la pena ilusionarse tanto. Como para no adivinar que muy pronto vendrán problemas cotidianos: los desabastecimientos, la formación de nuevos gobiernos burocráticos o fundamentalistas o quizás militares, y siempre corruptos, como sólo el ser humano sabe serlo.

Y sin embargo, no lo puedo evitar: cuando veo las calles de El Cairo me siento cautivado por las mismas escenas como si fuera la primera vez. Se trata -permítaseme por un segundo la cursilería- de algo muy parecido al amor. ¿Quién cuando descubre una belleza inusitada en otro ser, piensa que mañana ese ser sólo será "una vieja (o viejo), tres cuartos de cogote, con una percha en el escote, bajo la nuez"? Las revoluciones, y a veces el amor, son un simple café instantáneo. Después se apagarán la estrellas. Hasta que brillan de nuevo en otro lugar y fecha como en la Tosca de Puccini (e lucevan le stelle)

Al ver a los jóvenes árabes, no puedo sino recordar cuando muy lejos de ahí, desde la Sierra Maestra, esos guerreros también jóvenes, con sus fusiles viejos y gastados, fueron recibidos por una Habana multitudinaria que pedía a gritos la libertad. Después vinieron los racionamientos, la conversión del martiano Fidel en un Castro militar y stalinista (y apoyado por la estupidez norteamericana de la Guerra Fría), los escritores perseguidos y desterrados, los homosexuales en prisión, los torturados, los muertos en las aguas que llevan a Miami, hasta terminar todo en esa pocilga custodiada por dos viejos carceleros que temen al pensamiento libre como el fuego al agua. Y sin embargo ¿no fue bella esa entrada del Ejército Rebelde en la Habana? Había que ser un amargado o no tener sangre en las venas para no apoyar ese momento estelar de la revolución.


O esa primavera de Praga -tan hermosa, tan divina la primavera en Praga-, cuando el tranquilo Alexander Dubček prometía la utopía de “un socialismo con rostro humano”. Probablemente los checos sabían que el imperio ruso no iba a permitir jamás un socialismo democrático. Pero sin embargo, aun sabiendo que se trataba de una revolución imposible, no querían perderse esos días, esos pocos días de plena libertad.

No puedo sino también recordar la última, multitudinaria concentración de la izquierda chilena, una semana antes del sangriento golpe. Yo ya sabía -lo habíamos discutido en mi partido- que esa larga muchedumbre marchaba derecho al abismo. Los dirigentes políticos chilenos no habían dejado locura sin cometer. Sólo una transacción –es decir el regreso a la política pues sin transacciones no hay política- podía salvarnos. Mas todos gritaban “avanzar sin transar”. Y sin embargo, cuando uno estaba dentro de la multitud y escuchaba corear “el pueblo unido jamás será vencido”, era imposible evitar un vuelco en el corazón, aun sabiendo que lo que vivíamos ya no era de verdad.


¿Y la revolución de los claveles en Portugal cuando las muchedumbres en lugar de lanzar piedras a los militares de un Estado colonial y semifascista, instaló claveles en los cañones de los fusiles? Hoy Portugal es una nación a punto de ser declarada en quiebra, un simple patio trasero de la EU. Pero es una nación democrática, y los claveles no fueron en vano.

Pero sobre todo ¿cómo olvidar el Berlín del muro derrumbado, la gente abrazada en las calles húmedas y repletas de tarros de cerveza que celebraban no sólo la unificación de una nación que nunca había dejado de ser una nación? ¿ese encuentro de un pueblo consigo mismo a través del subversivo coro: “nosotros, nosotros somos el pueblo”? Los alemanes al menos no han traicionado a su revolución. Cierto es que su estrella ya no brilla más. Cierto es que, después de la democratización, los alemanes del Este no eran muy bien recibidos en el Oeste. Todavía circulan chistes muy malos en contra de los “Osis”. Pero el muro ya no existe, y si existe, sólo existe en algunas cabezas que no son sólo alemanas.

La mayoría de las revoluciones han sido traicionadas, es triste constatarlo. De ellas sólo quedan, en el recuerdo, breves momentos estelares. ¿Qué son esos momentos? Quizás son anunciaciones, o tal vez, un recuerdo. Sí: un recuerdo. Algo que nos recuerda que si existe Dios –o quien más se le parezca- nos hizo para que fueramos libres y no vasallos.

Es una lástima que durante los días de la revolución francesa no haya existido la televisión y la Internet. Quizás todo comenzó allí como hoy en Túnez, en Yemen o en Egipto. Nadie conocía todavía a Robespierre y Napoleón era sólo un oficial acomplejado por su baja estatura.

De la revolución rusa tenemos al menos algunas imágenes borrosas: Lenin llegando a Moscú en el tren blindado. El acorazado Potenkim de Eisenstein, Alexandra Kolontai llamando a la igualdad de la mujer y al amor libre. La música de Shostakóvich. La prosa de Gorki. Los poemas de Maiakovski. La fina intelectualidad de Trotsky. ¿Quién iba a pensar que todo eso iba a terminar con millones de asesinatos? ¿Con el satánico Gulag?

¿Qué hacer cuando los revolucionarios de ayer nos traicionan, como suele ocurrir tan a menudo?

Hay muchos -y no son pocos- que continúan siendo fieles a las revoluciones traicionadas; así suele ocurrir también con algunos amores psicóticos. En el fondo se trata de seres que se traicionan a sí mismos. Por suerte, si existe Dios –o quien más se le parezca- recibimos como regalo el pensamiento.

Ese pensamiento nos dice que nada es eterno y las revoluciones, como todas las cosas de este mundo, tampoco lo son. Ese pensamiento también nos dice que las verdaderas revoluciones son muy breves y que cuando los gobernantes hablan de “la revolución” después de un par de años de su aparecimiento, es claro signo de que esa revolución ya ha sido traicionada. Quiero decir: las revoluciones no se “hacen”. Ocurren. Cuando alguien comienza a “hacerla”, la revolución muere.

Gracias al pensamiento inventamos la política –esa prótesis colectiva- para evaluar en conjunto el curso de la historia y cambiar de opinión cuando las evidencias nos muestran que hemos sido traicionados. Solamente quien cambia puede ser fiel a sí mismo, así dice una canción de Wolf Biermann.

En cierto modo la libertad es la vida. Y la vida –como en el mito de Sísifo- es un eterno comenzar de nuevo. Ésa es, al menos, la vida de nosotros: los mortales.


Fuente: http://www.analitica.com, 7-2-11
fernando.mires@uni-oldenburg.de

miércoles, 9 de febrero de 2011

Esto es solo entretenimiento


por Javier Cercas

1 Me entero por un artículo de Rodríguez Rivero de que, según un estudio realizado en la Universidad de Cambridge, el día más aburrido de la historia fue el domingo 11 de abril de 1954. No tengo ni la más remota idea de cómo puede llegarse a una conclusión así, ni la más mínima intención de hacer averiguaciones al respecto, no vaya a ser que se trate de una broma de Cambridge (o de Rodríguez Rivero). Sólo me quedo con la fecha: domingo 11 de abril de 1954. Lo primero que pienso es que domingo tenía que ser, quizá porque me acuerdo de un poema de Jacques Prévert que habla de

aquellos que mueren de aburrimiento el domingo por la tarde
porque ven que les queda por delante el lunes
y el martes, y el miércoles, y el jueves, y el viernes
y el sábado
y el domingo por la tarde
.

Lo segundo que pienso es que me encantaría vivir en un perpetuo 11 de abril de 1954. Es la verdad: soy un feroz partidario del aburrimiento. Una de las razones por las que me gusta la democracia es porque es el sistema político más aburrido que existe, y cuanto más perfecta, más aburrida: en una dictadura, la diversión está asegurada y cualquier don nadie puede correr aventuras apasionantes, desde ser apaleado en comisaría hasta conocer las delicias de la cárcel o el exilio, por no hablar de la excitante posibilidad de ser arrojado al océano desde un avión en pleno vuelo; en cambio, en una democracia casi perfecta, a lo máximo que podemos aspirar los ciudadanos del montón es a ser multados por la guardia urbana. No es que nuestra democracia sea casi perfecta, pero cada vez que oigo lamentar el tedio de nuestra vida pública y reclamar el retorno de una política épica, me echo a temblar: a mí, la épica me encanta en las películas y los libros, pero en la realidad lo que me gustaría es el tedio más absoluto, una realidad sin sobresaltos ni cataclismos de ninguna clase, tan huérfana de malas noticias que hasta los periódicos resultaran aburridos. Es decir: más o menos como debió de ser el 11 de abril de 1954.

2 Hablo del aburrimiento público, claro está; el privado es otra cosa; mejor dicho: es lo contrario. Casi un invento del siglo XIX, este último aburrimiento ha preocupado sobremanera a los sabios, quizá porque lo han padecido como pocos: Baudelaire lo consideró un enemigo diabólico; Erich Fromm, una de las principales psicopatologías de la sociedad contemporánea, y Bertrand Russell, un problema vital para el moralista, “puesto que la mitad de los pecados de los seres humanos los causa el miedo al aburrimiento”. De entrada confesaré que nunca he sentido ese miedo, lo que no me ha privado de cometer todos los pecados posibles, aunque sí del riesgo de convertirme en un sabio. Esa es otra verdad: que yo recuerde, no he conseguido aburrirme en mi vida, salvo una noche en que fui a la ópera y una tarde en que intenté ver un partido del torneo Cinco Naciones de rugby (bueno, y cada vez que me empeño en averiguar de qué demonios tratan los libros de Xabier Zubiri). Esto puede parecer presuntuoso, pero es así: padezco casi todas las pasiones humanas, pero me siento casi incapacitado para el aburrimiento; quizá es que soy demasiado zoquete para experimentarlo; quizá es que no tengo tiempo para experimentarlo. Pero eso es cosa mía. ¿Y los demás? ¿Y los que sí se aburren, sean sabios o no? Respecto a ellos, una cosa es al menos segura: cuanto más aburrimiento privado, más riesgo de que se acabe el aburrimiento público; es decir: más riesgo de que la gente empiece a pecar de forma indiscriminada y más riesgo de que regrese con sus catástrofes la espantosa política épica.

3 No hace mucho le hacía Jiménez Barca a Alain Finkielkraut la pregunta del millón: ¿leer nos hace mejores? “No necesariamente”, contestó el filósofo francés. “No hay ninguna garantía de eso, por desgracia. El siglo XX nos ha enseñado que hay gente muy cultivada capaz de comportarse de manera detestable”. Es una respuesta sensata; pero la pregunta persiste, aunque ahora parezca otra: ¿para qué sirven entonces los libros, para qué sirven las películas? A esta pregunta se le pueden dar muchas respuestas; la que más me gusta dice que los libros y las películas no siempre nos hacen mejores, ni más felices, pero siempre ensanchan nuestra vida, la vuelven más rica y más compleja, y por lo tanto más digna de ser vivida. Hay, sin embargo, una respuesta más elemental y verdadera, que por eso quizá se nos olvida casi siempre: los libros y las películas sirven para entretenerse, para divertirse, para derrotar al aburrimiento. Parece una respuesta trivial, porque parece una misión modesta; no lo es: si tienen razón Baudelaire y Fromm y Russell, no hay misión más noble ni más útil que esa. Bien pensado, quizá ni siquiera haya una forma mejor de prevenir el riesgo de ser arrojado al océano desde un avión en pleno vuelo.

Fuente: http://www.elpais.com, Palos de ciego, 6-2-11
Foto: Tori Frissell, "Weeki Wachee spring", Florida (1947).

martes, 8 de febrero de 2011

La revolución democrática en el mundo árabe


por Fernando Mires

El título de este artículo invoca un concepto problemático: el de revolución. Para evitar discutir sobre ese punto, declaro de inmediato que estoy utilizándolo en su sentido más amplio: como sinónimo de cambio brusco de régimen y nada más. De régimen, entiéndase, no de sistema socioeconómico ni de nada parecido. Y si hablo de cambio de régimen me estoy refiriendo, por cierto, a una revolución política.

En los momentos en que redacto estas líneas está teniendo lugar una revolución política en algunos países del mundo árabe. Si se me pidiera más precisión diría, predominantemente política, y en un segundo lugar social, y quizás en un tercer lugar –no se sabe bien- económica. Con ello estoy afirmando que la palabra revolución es sólo el nombre de un apellido. Y el apellido de la revolución que presenciamos es política.

Pero, además, el título de este artículo invoca a un concepto tanto o más problemático que el de revolución: el de democracia.

Debo aclarar por lo tanto, que en la terminología historiográfica la caracterización de una revolución como democrática no tiene que ver con el hecho de que de ella surja una democracia o no (y la verdad es que pocas veces surge) sino de lo que niega una revolución. Ahora, las revoluciones árabes de los últimos días han surgido, sin lugar a dudas, como negación de largas y cruentas dictaduras. El concepto revolución democrática, quiero decir, es esencialmente negativo.

Por ejemplo, la revolución francesa fue llamada democrática porque negó una monarquía, pero ni los gobiernos de Robespierre ni de Napoleón fueron democráticos. La revolución rusa durante Kerensky fue llamada democrática porque negó al zarismo y no porque Kerensky ni mucho menos Lenin hubiesen construido una democracia. La revolución de Fidel Castro fue llamada al comienzo democrática porque derrocó al dictador Batista y sólo un ignorante podría decir que en Cuba surgió una democracia. Y así sucesivamente. Ni siquiera de la norteamericana de 1776 -si se toma en cuenta la supervivencia de la esclavitud- surgió inmediatamente una verdadera democracia política.

En cierto modo las revoluciones democráticas al ser realizadas contra gobiernos no democráticos anticipan un orden democrático pero casi nunca lo realizan. Seríamos muy injustos entonces con las naciones árabes si exigiéramos de ellas, después de la caída de algunos dictadores, la instauración de un orden democrático perfecto, el que apenas existe en Occidente. Ahora, lo que sí originan las revoluciones democráticas, son condiciones para que después de ellas, a veces mucho después, sean erigidas verdaderas democracias. Las revoluciones democráticas son, si se quiere, la base política desde donde surgen las democracias.

Hecha esta reflexión, corresponde ahora precisar el tipo de dictaduras contra las cuales se levantan las actuales revoluciones del mundo árabe. Para decirlo en breves palabras, ellas están siendo realizadas en contra de dictaduras “post-nasseristas”. Naturalmente me estoy refiriendo a la tradición inaugurada por quien fuera el máximo líder del mundo árabe: Gamal Abdel Nasser.

Nasser, miembro de la revolución militar que derribó al corrupto rey Faruk en 1952, erigió su gobierno después de desbancar al general de tendencias liberales Naguib, en 1953. Al nacionalizar el Canal de Suez -apoyado por la URSS y los EE UU en contra de Inglaterra y Francia- Nasser pasaría a convertirse en un líder nacional y arabista a la vez. El distanciamiento con respecto a los EE UU ocurrió cuando Nasser desarrolló una política de agresión hacia Israel. De este modo surgió aquel tipo de gobierno dictatorial llamado “nasserismo”, concepto utilizado por la politología tradicional para designar a dictaduras militares que reúnen los siguientes requisitos: militarismo, estatismo, nacionalismo, panarabismo, laicismo, socialismo ideológico, y adhesión al imperio soviético. En lo económico se caracterizaron por una gigantomanía expresada en megaproyectos industrialistas en el mejor estilo estaliniano, incluyendo deportaciones masivas y campos de concentración. A esa especie dictatorial pertenecieron entre otros Sadam Hussein en Irak, Hafez el Assad en Siria, Zine El Abidene Ben Alí en Tunez, Muammar al-Gaddafi en Libia, Alí Abdala Saleh en Yemen, Abedaliz Butefilka en Argelia, etcétera. En síntesis, todas esas dictaduras eran, en términos políticos, hijas de la Guerra Fría y, en términos económicos, hijas de la industria pesada.

Hoy, en plena globalización, la mayoría de las dictaduras “arabistas” han sobrevivido pero sin las condiciones históricas que les dieron origen, es decir, se han vuelto anacrónicas. Concientes de eso, algunas han experimentado ciertas mutaciones, pero sólo con el objetivo de permanecer en el poder. Por ejemplo, han realizado concesiones a quien durante mucho tiempo fuera su enemigo mortal: el islamismo radical. La dictadura egipcia fue más lejos aún: después de haber sido durante Nasser vanguardia regional en la lucha en contra de los EE UU e Israel, pasó a convertirse desde el periodo del predecesor de Mubarak, Anwar el-Sadat, en “el mejor nuevo amigo” de los EE UU e Israel.

De más está decir que para los ciudadanos de las “naciones postnasseristas”, más importante que los reacomodos geopolíticos de sus respectivos gobiernos ha sido la desmedida corrupción que ostentan, la ineficacia administrativa, los nepotismos y tendencias dinásticas y, sobre todo, la terrible represión ejercida en contra de opositores y disidentes. Para poner un ejemplo, en la mayoría de esas naciones existen universidades bien dotadas desde donde egresan profesionales que después no logran insertarse en la vida económica y civil puesto que tanto la economía como la política están asfixiadas por un Estado burocrático y militar. Eso explica que estudiantes y jóvenes profesionales han sido, si no la vanguardia social, por lo menos el detonante de la actual revolución democrática y popular. En términos generales, aquello que desean es liberar a la sociedad del peso del Estado.

Podemos pues afirmar que una de las olas de la revolución democrática de nuestro tiempo ha llegado a las arenas árabes. No es frase literaria. Quiero simplemente remarcar que las diferentes revoluciones democráticas, incluyendo a las árabes, pueden ser consideradas desde una perspectiva macrohistórica, como momentos de una sola revolución, una que comenzó con la Declaración de los Derechos Humanos en los EE UU y Francia, o quizás antes, con la revolución parlamentaria inglesa (1642-1689). Esa al menos era la idea de Tocqueville que desarrolló después Claude Lefort para mencionar la contradicción fundamental del siglo XX: la de totalitarismo–democracia (La invención democrática, Nueva Visión, Buenos Aires: 1984)

Al referirme a las olas de la revolución democrática estoy tomando, aunque sólo en parte, una propuesta de Samuel Huntington quien en su famoso libro La tercera ola, nos habla de diferentes oleadas democráticas (Paidós, Madrid: 1984).

La imagen de las “olas” es excelente. Corresponde muy bien al modo como ha tenido lugar la expansión democrática en la era moderna. Sin embargo, Huntington, al imaginar la periodización en forma de olas, se refiere no a las revoluciones democráticas sino a los diferentes procesos de democratización que han tenido lugar, lo que es algo diferente. De este modo, Huntington distingue tres grandes “olas democratizadoras”: 1828-1926; 1943-1962; 1974...

Ahora bien, la imagen de las “olas” puede ser extrapolada hacia las llamadas revoluciones democráticas. En ese sentido podríamos intentar una periodización algo diferente a la de Huntington; a saber, en lugar de tres, “clasificar” cinco grandes olas.

La primera ola habría tenido lugar a partir de las dos revoluciones democráticas fundadoras de la modernidad política: la norteamericana de 1776 y la francesa de 1789 cuyos influjos se expandieron de modo parcial a la España de las “Juntas” y aún más allá, hacia los países suramericanos en donde la revolución fue independentista, democrática en sus declaraciones y antidemocrática en la práctica (hegemonía de ejércitos oligárquicos).

Con Huntington es posible coincidir que a la primera ola democrática sucedió una fuerte contra-ola a la que aquí llamaré la contrarrevolución totalitaria, la que en su forma fascista y nazi tuvo lugar en Turquía, Japón, Italia y sobre todo Alemania; y, en su forma comunista, en la URSS y los países que después ocupó. En ese sentido, tanto el fascismo y/o el nazismo como el comunismo intentaron ser presentados por sus gestores como revoluciones, pero desde la perspectiva de la revolución democrática fueron las contrarrevoluciones más brutales que conoce la historia.

La segunda ola de la revolución democrática es posible localizarla en las revoluciones y democratizaciones que tuvieron lugar en Europa del Sur a mediados de los setenta del pasado siglo, particularmente en la Grecia de los coroneles, en el Portugal de Oliveira Salazar y en la España postfranquista.

La tercera ola tuvo lugar en las revoluciones democráticas de la URSS y de sus países satélites, sobre todo en Europa del Este y Central. A primera vista la revolución anticomunista fue iniciada a partir del ascenso de Michael Gorbachov al poder. Sin embargo, desde una perspectiva más amplia, esa revolución venía arrastrándose lentamente, comenzando en la sangrienta Hungría de 1956, en la Primavera de Praga de 1968, pero sobre todo en la Polonia de Solidarnosc. Como suele suceder, después de la revolución democrática ha seguido una ola si no contrarrevolucionaria, por lo menos, restauradora.

El “putinismo” (de Putin) representa en gran medida la contra-ola restauradora. Por lo menos intenta restaurar una noción estatista de la política, un personalismo extremadamente autoritario, amén de amenazas expansionistas en contra de países que pertenecieron a la ex URSS. En los países políticamente menos desarrollados de Europa del Este y Central (Bulgaria, Rumania, Albania e incluso Hungría) se observan fenómenos similares a la restauración “putinista”.

La cuarta ola de la revolución democrática tuvo lugar en Suramérica a fines de los años ochenta, como consecuencia del descenso de los gobiernos militares, particularmente en el Cono Sur.

Por último, la quinta ola de la revolución democrática es la que en estos días está ocurriendo en el mundo árabe. Y pese a que estamos sólo presenciando sus momentos iniciales, ya asoman algunas de sus características principales.

Una de ellas es que no se trata de revoluciones típicamente “clasistas”. Si bien fueron iniciadas por estudiantes y profesionales, han sido asumidas por sectores de “clase media”, por obreros y por campesinos. Esto es, se trata de auténticas revoluciones populares. Quizás por la misma razón no pueden ser clasificadas como de “izquierda” o de “derecha”. Al igual que todas las verdaderas revoluciones rompen los esquemas políticos en uso. Tampoco siguen la directriz de una oposición establecida. Por el contrario, esa oposición sometida a permanentes fraudes electorales, se ha visto obligada a ponerse detrás de un movimiento con el cual nunca contaron.

Ha sido dicho que se trata de revoluciones que sin Internet y teléfonos móviles no hubieran sido posibles. Ésa es una exageración. Cuando un pueblo comienza a comunicarse consigo, siempre encontrará medios apropiados para organizarse. En las primeras revoluciones fueron el periódico clandestino, el pasquín, el volante y el panfleto pegado en las paredes. Después hubieron revoluciones radiales. Las de Europa del Este fueron televisivas. Las de ahora son, naturalmente, digitales. Lo importante es que siempre han sido mayoritarias y multitudinarias y, mientras más lo son, menor ha sido su grado de violencia. Hecho muy interesante.

La característica más decisiva de las revoluciones árabes reside, sin embargo, en que ellas representan una “tercera fuerza”. ¿Qué quiero decir con eso? Algo ya evidente: ellas están situadas más allá de esa contradicción que aparecía como fundamental, contradicción representada en la falsa alternativa: “o dictadura militar o dictadura islamista”. Los propios dictadores se encargaban de divulgar esa falsa alternativa como si fuera la única posible. Gracias a ella, chantajeaban al gobierno de los EE UU y a los gobiernos europeos. “O nos apoyan, o la gente que sigue a Bin Laden se tomará el poder.”

Todavía hay escépticos que piensan que después de la revolución democrática los islamistas llegarán al poder en los países árabes. En el fondo siguen el prejuicio, en cierto modo racista, de que los pueblos árabes y musulmanes están incapacitados para el ejercicio de la democracia. El trauma de la “revolución de los Ayatolah” todavía persigue a muchos políticos occidentales. Pero la diferencia es muy grande, y hay que considerarla.

Aparte de que en los países árabes no existe un clero islámico como en Irán, ninguna de las revoluciones que hoy tienen lugar asume formas religiosas. Ni siquiera son antimodernas, ni mucho menos antioccidentales, como desde el primer momento se presentó, sin tapujos, la revolución iraní (y hasta ahora no ha sido quemada ninguna bandera estadounidense; hecho inédito en la región). La población musulmana participa en el proceso revolucionario y es lógico, natural y necesario que así sea. Lo más probable es que el “Islam político” deberá tener representación en la reorganización de esos países, lugar que le corresponde históricamente. Entre los creyentes islámicos y quienes siguen el islamismo como ideología hay muchas diferencias.

El Occidente político, sobre todo el gobierno de los EE UU, está llamado a tender puentes hacia los nuevos escenarios políticos que surgirán de la revolución, sean cuales sean. Nunca hay que olvidar, en ese sentido, que democratización y pacificación son dos procesos que marchan casi siempre juntos. El antiguo ideal kantiano relativo a que en un orden mundial republicano no puede haber guerras, no ha perdido vigencia (Kant entendía por república algo muy parecido a lo que hoy se entiende bajo el concepto de “democracia institucional”).

Por lo menos sabemos que nunca, o casi nunca, ha habido guerra entre dos naciones democráticas. Luego, mientras más avanza la ola democrática, mayores serán las posibilidades de establecer relaciones, si no de paz, por lo menos de cierta convivencia, en esa tan compleja y tan importante región del mundo.

Al fin y al cabo, nunca las dictaduras serán garantía de paz. En ninguna parte.


Fuente: www.analitica.com, 2-2-11
fernando.mires@uni-oldenburg.de

martes, 1 de febrero de 2011

¿Qué sucede en Egipto?


por Oswaldo Barreto

Nada más parecido a sí mismo que Egipto en los comienzos de este undécimo año del XXI. Todos los rasgos de sus ciudades y campos seguramente lucían iguales a los que presentaba en los años anteriores, en los decenios pasados o en los pasados siglos. Esa identidad de Egipto consigo mismo la pude constatar cuando estuve por primera vez en El Cairo y en Alejandría. Llegué a esas ciudades (en calidad de traductor de Eduardo Gallegos Mancera, quien iba a solicitar de Nasser "solidaridad para con el pueblo de Venezuela en armas", Eduardo dixit), con el ánimo de encontrar lo que había en ellas de distinto al Egipto "protegido" por los ingleses, el de Lawrence de Arabia, o al que escrutara hasta en sus entrañas el otro Lawrence, Durrell, en su Cuarteto de Alejandría.

Y encontré ciertamente cosas nuevas: por un lado, ni trazas del cosmopolitismo que caracterizaba a sus ciudades (comunidades conformadas por griegos, judíos, franceses, ingleses y eslavos del sur, que no guetos de esas nacionalidades), y, por el otro, ciertos signos de industrialización y modernización que rompían con el pasado. Pero también eran evidentes no sólo la misma gente del pasado con sus burros, mulos y camellos en la ciudades y en el campo, los mismos "sirgadotes" que con sus cuerdas movían las barcazas a lo largo de los canales.

De Egipto, en una palabra, no se podía decir lo que con manifiesta nostalgia afirmara Quevedo de la antigua Roma: "sólo el Tíber quedó"; ni lo que dice la gente que como turista invade Atenas: nada que nos recuerde a los griegos. Y es que en Egipto uno encuentra presencia humana y no sólo de piedra de los tiempos de Ramsés o de Moisés o del Egipto preislámico.

Y del otro Egipto, el que conocemos como la nación de mayor peso cultural, diplomático y militar del Islam árabe, también nos encontramos con una constante identidad: todo cuanto en política sucede tiene que ver con el mundo exterior y con la obediencia del pueblo a sus jefes, que hacen la guerra o acuerdan la paz, establecen alianzas y firman tratados, sin tomar en cuenta al pueblo egipcio, siempre igual a sí mismo.


La sociedad egipcia se sacude

Y es en este contexto de identidad y permanencia que la sociedad egipcia se sacude y provoca una conmoción como no se ha dado en la historia de Egipto, ni de los países árabes, ni del mundo musulmán desde siglos, ni en ningún lugar del mundo en esta época. Después de siete días de revueltas espontáneas (apenas si se sugiere que la rebelión de los tunecinos ha podido servir de detonante), se anuncia para mañana huelga general y manifestación de un millón de personas en El Cairo para exigir la renuncia de Mubarak y el fin de su régimen. Y ya el país vive en estas condiciones: banca y bolsa de valores cerradas. La mayoría de los cajeros automáticos cerrados. Estaciones de servicio sin combustible. Tráfico ferroviario suspendido. Miles de soldados en la calle fraternizan con centenares de miles de manifestantes que vienen de todos los sectores sociales, políticos, religiosos.

De lo que viven los egipcios en estos momentos no sabemos nada. Una por una, las líneas de comunicación que conectan a Egipto con el siglo XXI han desaparecido. Twitter, Facebook y eventualente toda Internet han sido intervenidos. Pero, por agencias noticiosas y ediciones digitales de revistas como Newsweek o Le Nouvel Observateur, conocemos que "todo indica que se trata de manifestantes que parecen responder a un vasto movimiento sin liderazgo, sin agenda clara y sin proyecto alguno de cómo tomar el poder".

Sabemos que si el estallido de esta conmoción se puede considerar espontáneo, la continuidad y el fortalecimiento diario de la lucha se debe a factores que se han ido desarrollando en el seno de la sociedad desde tiempo atrás, especialmente la formación de grupos de internautas, entre los cuales destaca el Grupo 6 de Abril, constituido desde hace tres años.

Sabemos que El Baradei, el más destacado egipcio en la diplomacia y en el cumplimiento de misiones y tareas internacionales (hasta hace poco, jefe supremo de la Agencia Internacional de la Energía, donde se desempeñó de tan honesta, independiente y lúcida manera que le valió el Premio Nobel), sin que se haya atribuido ni le hayan endilgado responsabilidad o influencia alguna en el desencadenamiento de la masiva rebelión, luego de retornar a El Cairo con la voluntad de dirigir si es necesario el proceso de transición a un régimen democrático, se halla entre los que dirigen los combates de calle.

Sabemos que ninguna organización islámica, ni siquiera la más poderosa de estas organizaciones en Egipto, La Hermandad Musulmana, ha jugado papel alguno en el desencadenamiento y orientación de estas manifestaciones.


Qué va a pasar, es lo que inquieta

Pero, a pesar de que no hay país, ni partido ni experto que explique una hipótesis sobre lo que está sucediendo sobre el origen de esta conmoción árabe que comenzó en otro país árabe no petrolero, Túnez, no hay país, ni partido ni experto que no se sienta concernido por lo que acontece en estos momentos en Egipto.

Desde Estados Unidos que, por boca de Hillary Clinton, acaba de convocar a una urgente reunión en Washington de todos los embajadores y jefes de misión para una reunión ­inédita en la historia de la diplomacia americana­, consagrada a estudiar la situación que vive el mundo. Y, al lado de la única potencia que en los últimos tiempos ha podido determinar el rumbo de los asuntos en Medio Oriente, la Unión Europea vela por la suerte de quien fuera su aliado y, sobre todo, por lo que puede aparecer como su sucesor. Y qué decir, finalmente, de los gobernantes que, como Mubarak, han conducido a sus pueblos a un estado de "estancamiento económico y fragmentación social", mediante gobiernos que se burlan de la división de poderes" (El Baradei dixit).

Como conclusión de este sucinto comentario sobre lo que pasa en Egipto y las consecuencias que ese acaecer podía tener para el mundo entero, sólo caben, por ahora, las palabras de El Baradei para Newsweek: "En Occidente están convencidos de que la única alternativa posible en el mundo árabe son, por un lado, los regímenes autoritarios y, por el otro, los yijadistas (soldados de la guerra santa) islámicos. Escandalosa falsedad. Para hablar de Egipto señalemos que hay un amplio sector de la sociedad que está formado por gente laica, liberal, partidarios de la economía de mercado quienes, si se les da la oportunidad, pueden organizarse entre ellos con el fin de elegir un gobierno moderno y moderado".

Fuente: www.talcualdigital.com, 1-2-11
Fotos: Al Jazeera

Veinte años de Barton Fink


por Enrique Vila-Matas

Qué sensación más extraña, más olvidada. Y qué serenidad. Encuentro en el buzón, al regresar de noche a casa, dos cartas escritas a mano. Con sellos de muchos colores, sellos del extranjero. Parece que esté viajando en la máquina del tiempo. La carta de Londres es de una querida amiga, que me cuenta que ayer se acordó de que en los años cincuenta, cuando era niña, Abdul Karim Qasim derrocó y ejecutó al joven rey Faysal de Irak. Fue noticia importante para todo el mundo occidental, pero recuerda que se leyó como un suceso en un lugar lejano, algo que ocurría en la provincia. Ahora, en cambio, con esto de la globalización, todo parece ocurrir en el país donde lees el periódico.

Es un mensaje raro que leo bajo los efectos de la serena óptica que me han transmitido los sellos extranjeros, tan reñidos con la velocidad de la luz de Internet. La otra carta llega de Hollywood y es de un buenísimo amigo al que perdí de vista hace años y que ahora retorna del modo menos esperado. Viajar, me dice, siempre enseña el desarraigo, nos enseña a sentirnos extranjeros en el mundo, incluso en casa. Eso dice de golpe mi reaparecido amigo y lo dice desde un hotel de Sunset Boulevard muy cercano al parking que edificaron donde estuvo antes el Garden of Allah, el hotel de tantos guionistas en los años treinta y cuarenta.

Por si no lo sabía, en ese hotel Francis Scott Fitzgerald se escribió una carta a sí mismo. También me cuenta que el Garden of Allah parecía una aldea árabe, con sus palmeras y bungalows de estuco de dos plantas, que seguro habré visto en más de una película. Y sí. Me acuerdo enseguida del rey Faysal, pero también del apartamento de In a lonely place, de Nicholas Ray, donde Bogart era un guionista violento y malcarado. Pero sobre todo me acuerdo de los bungalows de guionistas hollywoodienses de Barton Fink, de los hermanos Coen. Era precisamente -tomo nota de la casualidad- la película que me había programado para esta noche, a modo de celebración de los veinte años y tres días de su estreno mundial. Un filme que, cuando lo vi, no me convenció nada, pero luego me he pasado toda la vida recordándolo. Ya se sabe, hay historias que narran algo mucho más profundo y complejo de lo que aparentemente nos relatan, y luego nos persiguen. Son historias que cuando terminan empiezan en nosotros.

Esta noche, en íntima celebración del cumpleaños de Barton Fink, revisaré el filme que más efectos secundarios me ha dejado. Lo recuerdo pensado para que el espectador ponga mucho de su parte y lo complete. Sucede en gran parte en un hotel que es tan infernal como las entrañas del Hollywood de los años cuarenta y cuenta en clave kafkiana la historia de cómo el arte literario de un joven guionista es destrozado por la industria. Nada nuevo bajo el sol, la historia de cada día, pero contada de manera infinita. Sátira severa contra Hollywood y su maquinaria comercial, contra sus productores ignorantes y sus empalagosos secretarios. En ella, en medio de una de las galerías de los bungalows de los guionistas, vemos surgir fantasmal la contrafigura de un William Faulkner ahogado en alcohol. Y recordamos que por esos parajes de palmeras y estuco anduvo también John Cheever, que fue implacable con ese mundo: "Siguen allí haciendo películas brillantes y originales. Pero mi sentimiento principal acerca de Hollywood es el suicidio".

Decido que las dos cartas me han llegado a modo de epílogo, como adosadas ambas al extraño final de Barton Fink que revisaré dentro de un momento. Ese final donde nunca llega a saberse qué contiene la misteriosa caja que John Turturro pasea por todas partes y que podría contener cualquier cosa, lo que queramos imaginar, tanto la cabeza de la amante de Faulkner, por ejemplo, como las dos cartas halladas esta noche en casa. Todo es posible cuando el cumpleaños es tan íntimo.



Fuente: www.elpais.com, 1-2-11