sábado, 23 de octubre de 2010

Chatarritas (III)/ Plaza Venezuela, balada de 1999












I

Hasta hoy he sido sólo un cuerpo
capaz de privarse sin vacilaciones
de tantas ninfas que luego un leviatán vomitó
con la condición de no perderse ni una gota.
Un animal que intenta recuperar
algún síntoma de su hombría
-¿lo habrá logrado?-
Y me asomo al portavoz
de una corriente de aire amable
dispensadora de noches gratas y seguidas
de las que me vanaglorio
junto al radio-reloj y el advenimiento de Bukowski.
El paisaje provee un digital más grande
en la torre que anuncia el bulevar
y la sempiterna bulla que perfila
el cruce de avenidas.
Algunos disparos,
las luces de despedida del stadium
y las misses de un american-bar
disipan las dudas en ruta hacia este edificio
cuyos moradores cultivan el arte
del mutis social.
(Un ascensor carga lotes de almas silentes
siempre y cuando no las deje encerradas.

Casi diría que esfumadas)

Y mientras las hetairas
confiesan al falo su destreza
(algunas son devotas de Stanislavski,
mejor que regurgitar
tácticas brechtianas)
sólo miro consumirme
-¿o no?-
al penetrar a Margaret y eyacularla
con la suavidad de un Sanamed
-¿o la sinceridad de una vulva magistral?-

Desconozco si haya regresado
a cualquier lugar de partida
luego de bordear un bosque de siglos.

¿Dónde arranqué?
¿Dónde estaba Dios entonces?

Porque suponía que Dios estaba allí
y el atajo fue testigo
de poemas, La Habana, películas,
apoteosis del Magallanes,
insultos, Nydia, las demás, blues,
queratomileusis,
meretrices (aún),
Héctor Lavoe, su final
y el día de mi suerte.


II

¿Qué ha sido de mí en todo esto?

Una piltrafa de miedo, pues.
Una paranoia que provocó
fiebres, candidiasis,
terrores de madrugada,
una renta en preservativos
y miradas de soslayo
a los reportajes sobre el estado del síndrome.
Sin embargo
he continuado atado y sano a este mástil
aunque la zozobra por las sirenas continúe
aflorando su horizonte.

Porque la exquisitez de las divas no se ahoga
en tabúes ni en mitos redentores.
Ignoro si todo se reduce
a que realmente les pertenezco
-y alguna respuesta se parece a la plegaria de Jim Morrison-


pero prefiero el reflejo de Ulises
robado del libro, sobre mi ventana.




J. M. Guilarte, de "El barbero loco" en Voces nuevas 2003-2004, Fundación Celarg: Caracas, 2004.


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