miércoles, 29 de septiembre de 2010

La ciudad como personaje (I)


por Olga de la Fuente

Hay ocasiones en las que la geografía de una película es mucho más que un mero escenario para contar una historia. Desde que Fritz Lang –quien fue arquitecto antes que cineasta– usara la luz para enfatizar la sensación del espacio arquitectónico en una sociedad totalitaria del futuro en Metropolis (1926), los artistas se han encargado de retratar y reinventar las ciudades, de contarnos sus historias y recorrer sus calles por nosotros.

Basta hablar de dos ciudades (o dos islas) y los directores que se han encargado de inmortalizarlas en la memoria colectiva: la Nueva York de Woody Allen y el Hong Kong de Wong Kar Wai. Se trata de dos miradas con más elementos en común de lo que a simple vista parece. Para estos dos creadores, su ciudad es el pretexto para situar una historia; para recrear un lugar cargado de tintes autobiográficos, donde la trama es parte de la ciudad y la ciudad es la trama.


Woody Allen y Nueva York


Para Woody Allen, la isla de Manhattan es una postal de rascacielos, puentes al amanecer y caminatas nocturnas. Manhattan es un emblema. Es una ciudad romanceada, adorada y poderosa. Es la ciudad como a él le gustaría que fuera: íntima, romántica y sofisticada.

Es una ciudad en blanco y negro –por su carácter nostálgico– como nos mostró en Manhattan (1979), una carta abierta de amor a la ciudad que le valió dos nominaciones al Oscar; o en Broadway Danny Rose (1984), su homenaje a las épocas perdidas de Broadway, de los comediantes y sus agentes, los jugadores y las showgirls. El Times Square de Woody Allen huele a pastrami y a humo de puro. No es casualidad que el Carnegie Deli, inmortalizado por el propio director, ofrezca un sándwich con su nombre.

El Central Park de Woody Allen huele a otoño, a veces a invierno. Los rostros de los personajes brillan con el sol de la tarde, en especial los de las mujeres. Es un lugar de proposiciones matrimoniales, paseos en carreta y discusiones sobre Schopenhauer.

Allen nos enseña la ciudad a través de tomas largas, en las que los personajes apenas se ven o salen de cuadro. Sólo queda la imagen del espacio, mientras se escuchan las voces de los protagonistas exhibiendo sus neurosis. Es la ciudad del pavimento; de los delis abiertos 24 horas, con neoyorquinos discutiendo en voz alta e interrumpiéndose a gritos; de los cabarets tocando clásicos de Cole Porter; de las viejas salas de cine exhibiendo películas de Chaplin, los hermanos Marx; de las galerías de arte moderno; y de los restaurantes, porque no existe un neoyorquino que coma en su casa.

Los departamentos son sobrios, con estantes rebosantes de libros, y vistas magníficas de los rascacielos. Sus interiores sirven como el escenario para organizar reuniones apretadas, discutir temas existenciales, ver partidos de los Knicks y tener sexo –de preferencia con un amante prohibido.

La ciudad está habitada por artistas afligidos, pseudointelectuales, madres judías, neuróticos, profesores ególatras, jóvenes atormentadas y psiquiatras freudianos que atienden a todos los anteriores. Y es que en ningún otro lugar podría existir esta amalgama de personajes. El director lo deja claro. Incluso en sus películas filmadas fuera de su ciudad –ya sea por falta de presupuesto o por requerimientos del guión– Nueva York es un personaje. En Londres, en Barcelona, en París, en el infierno, y hasta adentro de un cerebro humano, la ciudad que nunca duerme se hace presente. Hasta el diablo, interpretado por Billy Crystal en Deconstructing Harry (1997), es un neoyorquino hecho y derecho. El personaje vive feliz en el Infierno –pese al calor–, ama su independencia y afirma que no podría vivir en ningún otro lugar.

El Nueva York de los atlas es enorme. No así el de Woody Allen. El director marca sus propios límites: al norte, por la calle 96 –donde empieza Harlem–, y al sur, por Chinatown. Nunca llega a Wall Street. Brooklyn aparece muy de vez en cuando, como en aquel flashback desproporcionado en el que Alvy Singer (Annie Hall, 1977) explica el origen de sus nervios: el niño vivía exactamente debajo de una montaña rusa. Los personajes rara vez sienten la necesidad de salir de la isla. Para el cineasta –y para la mayoría de los neoyorquinos– la ciudad es el centro y origen de todo: del arte, de los negocios, de la delincuencia y de los pordioseros. ¿Su Némesis? Los Ángeles, un lugar donde la gente no se esfuerza en caminar y cuya “única ventaja cultural es que puedes darte vuelta a la derecha cuando el semáforo está en rojo”. Una ciudad sin crimen y sin nieve, una ciudad de “arquitectura inconsistente”, que tiene la costumbre de “convertir su basura en programas de televisión” (Annie Hall).

Hay un barrio para cada personaje. El Upper East Side es donde vive el “Woody Allen” de Woody Allen. Es donde sus personajes se enamoran. Es ahí donde está el departamento de Annie Hall y el Café Carlyle. Del otro lado del parque, en el Upper West Side viven los pseudointelectuales y las familias. Chinatown es un barrio místico, de edificios rancios y apretados, donde los personajes buscan remedios mágicos a sus problemas amorosos y angustias innecesarias. Es también, donde los más atrevidos se van a vivir, como Mia Farrow en Alice (1990) o el personaje de Larry David en Whatever Works (2009).

En la ciudad de Woody Allen se escucha la orquesta de Benny Goodman, el saxofón de Glenn Miller, el score de Gershwin y la voz rasposa de Louis Armstrong. Woody Allen recrea su ciudad desde la nostalgia. Para él, su ciudad “es una metáfora de la decadencia de la sociedad contemporánea" (Manhattan). Nueva York es la isla donde están contenidas las memorias de cómo él quisiera que su ciudad se recuerde. Ciudad idealizada, engrandecida y sinónimo de un paraíso perdido que quizás nunca existió.



El Blog de Cine de Letras Libres, 29-9-10
www.letraslibres.com

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